Se meció adelante y atrás.
Empezó a repasar mentalmente las palabras de aquella carta. Al hacerlo, tuvo una idea.
Una de sus cualidades buenas y malas era su incapacidad para deshacerse de tarjetas de visita y papeles con nombres y números de teléfono. Una pequeña obsesión como otra cualquiera. Pasó casi media hora rebuscando en los cajones del escritorio y los archivadores, pero por fin encontró lo que buscaba. Rogó que el teléfono móvil siguiera operativo.
A la tercera señal, una voz ligeramente familiar contestó:
– ¿Sí?
– ¿Susan Fletcher?
– Sí. ¿Quién lo pregunta?
– Susan, soy Scott Freeman, el padre de Ashley… ¿La recuerdas de tus dos primeros años…?
Hubo una breve vacilación al otro lado, y luego:
– El señor Freeman, claro. Ha pasado un par de años…
– El tiempo pasa deprisa, ¿verdad?
– Y que lo diga. Cielos, ¿cómo está Ashley? Hace meses que no la veo…
– La verdad es que llamaba por eso.
– ¿Hay algún problema?
Scott vaciló.
– Podría haberlo.
Susan Fletcher era un torbellino de mujer, siempre con media docena de ideas y proyectos entre su cabeza, su mesa y su ordenador. Era pequeña, morena, concentrada hasta lo indecible e infinitamente enérgica. En cuanto se graduó, el First Boston Bank se puso en contacto con ella y actualmente trabajaba en la división de planificación financiera.
Ahora se encontraba delante de la ventana de su cubículo, viendo cómo un avión tras otro aterrizaba en el aeropuerto Logan. La conversación con Scott Freeman la había inquietado un poco, y no estaba completamente segura de cómo actuar, aunque le había dicho que se haría cargo de la situación.
Susan apreciaba a Ashley, aunque habían pasado casi dos años desde la última vez que hablaron. Les tocó compartir habitación en su primer año en la universidad, un poco sorprendidas por lo distintas que eran, pero luego se sorprendieron aún más cuando descubrieron que se llevaban bastante bien. Estuvieron juntas un segundo año y luego las dos se fueron a vivir fuera del campus. Esto las distanció bastante, aunque en sus esporádicos encuentros se sentían cómodas y no les costaba sincerarse. Ahora tenían poco en común: si tuviera que rellenar el test de la novia, ¿habría invitado a Ashley a su boda? La respuesta era no. Pero sentía un gran afecto por su ex compañera de habitación. Al menos, eso pensaba.
Miró el teléfono.
Por algún motivo, se sentía incómoda con la petición del padre de Ashley. Al nivel más sencillo, le parecía que iba a ser como espiar. Por otro lado, podía no ser más que una exagerada preocupación paterna. Podía hacer una llamada, cerciorarse, volver a llamar al señor Freeman y asunto concluido. Además, tendría ocasión de ponerse en contacto con una amiga, lo que nunca era una mala idea.
Si había alguna situación tensa, imaginó que sería entre Ashley y su padre. Así que, con un leve resquemor, cogió el teléfono, contempló una vez más las primeras vetas de oscuridad deslizándose por la bahía, y marcó el número de Ashley.
Sonó cinco veces antes de que lo cogieran, cuando Susan ya creía que tendría que dejar un mensaje.
– ¿Sí?
La voz de su amiga sonó cortante, cosa que sorprendió a Susan.
– Eh, chica-libre, ¿cómo te va?
Era el apodo de Ashley en el primer año de universidad. El único curso que habían compartido fue un seminario sobre la mujer en el siglo XX, y una noche acordaron, después de un par de cervezas, que su apellido free-man, hombre libre, era machista e inadecuado, pero que free-woman o mujer libre sonaba pretencioso, mientras que aquello de chica-libre encajaba bastante bien.
Ashley esperaba en la calle ante el restaurante Yunque y Martillo, el cuello de la chaqueta subido contra el viento, el frío de la acera traspasando los zapatos. Sabía que llegaba un par de minutos antes de la hora fijada. Susan nunca llegaba tarde; no entraba en su naturaleza retrasarse. Ashley miró el reloj y en ese momento oyó un claxon a unos metros de ella.
La radiante sonrisa de Susan Fletcher penetró la noche que ya caía cuando bajó la ventanilla.
– ¡Eh, chica-libre! -exclamó con entusiasmo-. No pensarías que iba a hacerte esperar, ¿no? Entra y coge una mesa. Voy a aparcar.
Ashley asintió y vio cómo Susan continuaba calle arriba. «Un bonito coche nuevo», pensó. Rojo. La vio entrar en un aparcamiento a una manzana de distancia y entonces se encaminó al restaurante.
Susan subió hasta la tercera planta, donde había menos coches, y dejó el Audi nuevo en un espacio donde era improbable que nadie aparcara al lado y le abollara la puerta. El coche sólo tenía dos semanas, medio regalo de sus orgullosos padres, medio regalo a sí misma, y desde luego no iba a dejar que el jaleo del centro de Boston le produjera el menor daño.
Conectó la alarma y luego se dirigió al restaurante. Se movió con rapidez, bajó por las escaleras en vez de esperar el ascensor y en unos minutos estuvo en el Yunque y Martillo. Se quitó el abrigo y se acercó a la mesa donde Ashley la esperaba con dos altos vasos de cerveza.
Se abrazaron.
– Eh, compi -dijo Susan-. Nos hacemos viejas.
– Te he pedido una cerveza, pero ahora que eres toda una ejecutiva y ciudadana de Wall Street, tal vez sería más adecuado un whisky con hielo o un martini seco -bromeó Ashley.
– Bah, ésta es la noche de las cervezas. Ash, tienes muy buen aspecto.
– ¿De veras? No lo creo.
– ¿Te preocupa algo?
Ashley vaciló, se encogió de hombros y contempló el restaurante. Luces elegantes, espejos. Brindis en una mesa cercana, intimidad de una pareja en otra. Un sereno murmullo de voces. Todo aquello le hizo sentir que el desagradable episodio de aquella mañana había ocurrido en un extraño universo paralelo. En ese momento se encontraba en un relajado ámbito libre de toda preocupación.
Suspiró.
– Ah, Susie, he conocido a un tío raro. Eso es todo. Me asustó un poco. Pero nada más.
– ¿Te asustó? ¿Qué hizo?
– Bueno, en realidad no ha hecho nada, es más bien lo que da a entender. Dice que me ama, que soy su chica. Y de nadie más. Que no puede vivir sin mí. Si no puede tenerme, nadie me tendrá. Esa clase de chorradas, ya sabes. Sólo nos enrollarnos una vez, y admito que fue un error. Le telefoneé para cortar amablemente, le dije «gracias, pero no». Esperé que eso fuera todo, pero hoy al salir de casa me he encontrado unas flores ante la puerta.
– Bueno, parece un gesto casi caballeroso.
– Flores muertas.
Susan arrugó el entrecejo.
– Eso no tiene gracia. ¿Cómo sabes que fue él?
– ¿Quién más podría ser?
– ¿Qué vas a hacer?
– ¿Hacer? Ignorar a esa rata. Acabará aburriéndose. Siempre lo hacen, tarde o temprano.
– Un plan muy sesudo, chica-libre. Veo que te has quemado un par de neuronas pensándolo.
Ashley soltó una risita nada alegre.
– Ya se me ocurrirá algo.
Susan hizo una mueca.
– Me recuerdas aquel curso de cálculo que seguiste en primero. Eso mismo dijiste a mitad de trimestre, y también cuando suspendiste la prueba final.
– Nunca se me dieron bien las matemáticas en el instituto. Mi madre me empujó a ese error. Supongo que aprendió la lección: fue la última vez que me preguntó qué asignaturas iba a seguir…
Ambas rieron con aire de complicidad. Hay pocas cosas tan tranquilizadoras en el mundo, pensó Ashley, como ver a una vieja amiga, una amiga que estaba ahora en un mundo desconocido para ella, pero que todavía recordaba las viejas anécdotas, no importaba cuánto hubiesen cambiado ambas.
– Ah, ya basta de hablar de esa ruta. Conocí a otro tipo que parecía prometer. Espero que vuelva a llamarme.
Susan sonrió.
– Ah, cuando vivía contigo lo primero que aprendí fue que los chicos siempre vuelven a llamar.
No preguntó más, ni siquiera por el nombre de aquel acosador en ciernes. En cierto modo, pensó, ya había oído suficiente. O casi. Flores muertas.