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Y entonces, tras tomar aire, Ashley marcó el número de teléfono de Michael O'Connell.

Sonó dos veces antes de que él respondiera.

– ¿Sí?

– Michael, soy Ashley… -Deseó haber anotado lo que iba a decir con frases resueltas e inequívocas. Pero, en cambio, dejó que las emociones la embargaran-. ¡No quiero que vuelvas a llamarme!

Él no dijo nada.

– Cuando llamaste esta madrugada, estaba dormida. Me diste un susto de muerte… -Esperó una disculpa. Una excusa, tal vez, o una explicación. No hubo nada de eso-. Por favor, Michael -añadió. Pareció que le estaba pidiendo un favor.

Él siguió en silencio.

Ella continuó, tartamudeando.

– Mira, fue sólo una noche. Eso fue todo. Nos divertimos y bebimos, y las cosas fueron más lejos de lo que debían, aunque no lo lamento, no me refiero a eso. Lamento que malinterpretaras mis sentimientos. ¿No podemos separarnos como amigos? ¿Seguir cada uno su camino?

Podía oír su respiración al otro lado de la línea.

– Bien -continuó, consciente de que todo lo que decía sonaba cada vez más débil, más patético-. No me envíes más cartas, sobre todo como la de la semana pasada. Fuiste tú, ¿verdad? Sé que tienes muchas cosas que hacer y que pensar, y yo estoy liada con mi trabajo y tratando de conseguir ese diploma de posgraduada, y ahora mismo no tengo tiempo para una relación seria. Sé que lo comprenderás. Necesito mi espacio. Quiero decir que los dos estamos involucrados en muchas cosas. No es el momento adecuado para mí, y apuesto a que tampoco para ti. Lo comprendes, ¿verdad?

Dejó que la pregunta flotara rodeada por el silencio de él. Tragó saliva ante la falta de respuesta, como si fuera aquiescencia por su parte.

– Te agradezco que me escuches, Michael. Y te deseo lo mejor, de veras. Tal vez en el futuro podamos ser buenos amigos. Pero ahora mismo no, ¿vale? Lamento decepcionarte, pero si realmente estás enamorado de mí, como dices, entonces comprenderás que necesito estar sola y no puedo comprometerme a nada. Nunca se sabe qué nos deparará el futuro, pero ahora, en el presente, no puedo implicarme, ¿vale? Me gustaría acabar esto como amigos, ¿de acuerdo?

La respiración al otro lado de la línea seguía. Regular, serena.

– Mira -dijo, la exasperación y un poco de desesperación asomando a sus palabras-. En realidad no nos conocemos. Fue sólo una vez y los dos estábamos un poco borrachos, ¿vale? ¿Cómo puedes decir que me amas? ¿Cómo puedes decir esas cosas tan tremendistas? ¿Quién te ha dicho que somos perfectos el uno para el otro? Es una locura. ¿Cómo que no puedes vivir sin mí? Eso es absurdo. Sólo quiero que me dejes en paz, ¿de acuerdo? Mira, encontrarás otra mujer, una adecuada para ti, lo sé. Pero no soy yo. Por favor, Michael, déjame en paz. ¿Lo has entendido?

Michael O'Connell no dijo ni una palabra. Simplemente se rió. Su carcajada reverberó en la línea como un sonido incongruente y lejano, pues nada de lo que ella había dicho era gracioso ni irónico. Se quedó helada.

Y entonces él colgó.

Ella siguió de pie, mirando el auricular que sostenía, preguntándose si aquella llamada había sucedido en la realidad. Durante un momento ni siquiera estuvo segura de que él hubiera estado al otro lado de la línea, pero entonces recordó su única palabra, y le resultó inconfundible, aunque él fuera casi un desconocido. Colgó con cuidado y miró alrededor con los ojos desorbitados, como si temiese que alguien le saltara encima. Oyó los sonidos apagados del tráfico, pero eso no alivió la sensación de soledad absoluta que se apoderaba de ella.

Se derrumbó en el borde de la cama, súbitamente exhausta, las lágrimas aflorando a sus ojos. Se sentía increíblemente indefensa.

No comprendió la situación, aparte de presentir que algo empezaba a cobrar velocidad peligrosamente… todavía no fuera de control, pero a punto. Se frotó los ojos y se dijo que debía coger las riendas de sus emociones. Trató de levantar una barrera de dureza y determinación sobre el residuo de indefensión.

Sacudió la cabeza.

– Tendrías que haber planeado lo que ibas a decir -dijo en voz alta. Oír su propia voz en el estrecho espacio de su apartamento la sobresaltó. Pensó que había intentado parecer resuelta (al menos eso buscaba) pero en cambio pareció débil, suplicante, llorosa, todas las cosas que creía no ser. Se obligó a levantarse de la cama-. Que se vaya al infierno -murmuró, y añadió-: Qué puñetero lío, joder.

Siguió con un torrente de obscenidades, escupiendo al aire todas las palabras duras y desagradables que pudo recordar, una furiosa cascada de frustración. Luego trató de serenarse.

– No es más que una rata de alcantarilla -dijo en voz alta-. He conocido a otras ratas antes.

Ashley sabía que en el fondo eso no era cierto. Sin embargo, se sintió mejor al oírse hablar con determinación y ferocidad. Buscó alrededor, encontró una toalla y se dirigió con decisión al pequeño cuarto de baño. En cuestión de segundos, abrió el agua caliente de la ducha y se desnudó. Mientras se colocaba bajo el chorro de agua, pensó que la conversación con el maldito Michael O'Connell la había hecho sentirse sucia, y se frotó la piel hasta hacerla enrojecer, como si intentara eliminar un olor desagradable, o una mancha que se resistía a pesar de sus esfuerzos.

Cuando salió de la ducha, limpió parte del vaho acumulado en el espejo para mirarse a los ojos. «Traza un plan -se dijo-. Si la ignoras, al final la rata se marchará.» Hizo una mueca y flexionó los brazos. Se fijó en su cuerpo, como sopesando la curva de sus pechos, su estómago plano, sus piernas bronceadas. Era esbelta y atractiva, pensó. Se consideraba fuerte.

Regresó al dormitorio y se vistió. Tuvo un impulso apremiante de ponerse algo nuevo, algo diferente, algo que no le resultara familiar. Metió el ordenador portátil en la mochila y comprobó si tenía dinero en la cartera. Su plan para el día era más o menos el de siempre: dirigirse al ala del museo donde estaba la biblioteca y estudiar un poco entre las estanterías de historia del arte, antes de ir a su trabajo. Tenía más de un ejercicio que necesitaba pulir, y pensaba que sumirse en textos y reproducciones de grandes cuadros la ayudaría a desterrar de su mente a Michael O'Connell.

Cogió las llaves y abrió la puerta que daba al pasillo. Entonces se detuvo, presa de un súbito y horrible escalofrío: enfrente de la puerta, apoyadas contra la pared, había una docena de rosas.

Rosas muertas. Marchitas y decrépitas.

En ese momento un pétalo rojo sangre, casi ennegrecido ya, se desprendió y cayó al suelo, como impulsado no por una ráfaga de viento, sino por la mirada de Ashley. Quedó absorta en aquella agorera imagen.

Sentado a su escritorio en el pequeño despacho de la facultad, Scott jugueteaba con el lápiz que tenía en la mano derecha y reflexionaba sobre cómo indagar en la vida de su hija casi adulta sin que se notase. Si Ashley fuera todavía una adolescente, o una niña, podría haberle exigido que le contara lo que quería, aunque provocara lágrimas y la clásica dinámica negativa padre-hijo. Ashley estaba justo entre la juventud y la edad adulta, y él no sabía cómo actuar. A cada segundo de indecisión, su preocupación aumentaba.

Tenía que ser sutil pero eficaz.

A su alrededor había estanterías repletas de libros de historia y una reproducción enmarcada de la Declaración de Independencia. Había fotografías de Ashley que asomaban en el rincón de la mesa y en la pared frente al escritorio. La más sorprendente la mostraba en un partido de baloncesto en el instituto, el rostro concentrado, la coleta dorado-rojiza ondeando mientras saltaba para arrebatar el balón a dos adversarias. Scott también tenía una foto guardada en el cajón superior del escritorio. Era una foto suya de cuando tenía veinte años, apenas un poco más joven que su hija ahora. Estaba sentado en una caja de municiones, junto a un brillante montón de balas, justo detrás de un cañón de 125 mm. Con el casco a los pies, fumaba un cigarrillo, lo cual, dada la proximidad de tantos explosivos no parecía una buena idea. Tenía una expresión vacía y agotada. A veces pensaba que aquella foto era probablemente su único recuerdo real de su paso por la guerra. La había mandado enmarcar, pero nunca la había colgado. Nunca se la había mostrado a Sally, ni siquiera cuando estaban esperando a Ashley y creían estar enamorados. ¿Alguna vez Sally le había preguntado por su experiencia en la guerra? Scott se agitó en el asiento. Pensar en su propio pasado lo ponía nervioso. Le gustaba considerar la historia de los demás, no la suya.