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– Bueno, pues vaya a su casa y luego vuelva a llamarme.

Cowart colgó con la impresión de que el detective se burlaba de él. Pasó en coche entre los pinos y las sombras del camino de tierra que conducía a casa de la abuela de Ferguson, para detenerse entre las gallinas y sobre la tierra reseca. Nada daba señales de actividad, así que subió los peldaños y llamó a la puerta. Al cabo de un rato, oyó un arrastrar de pies y la puerta se abrió unos centímetros.

– ¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart, del Journal.

La puerta se abrió un poco más.

– ¿Qué quiere ahora?

– ¿Dónde está Bobby Earl? Quiero hablar con él.

– Volvió al Norte.

– ¿Qué?

– Volvió a aquella facultad de Nueva Jersey.

– ¿Cuándo se fue?

– La semana pasada. Aquí ya no le quedaba nada, periodista blanco. Y usted lo sabe tan bien como yo.

– ¿Y qué pasa con el juicio?

– No le preocupa demasiado.

– ¿Tiene un número para telefonearle?

– Dijo que escribiría en cuanto se instalase, pero todavía no lo ha hecho.

– ¿Ocurrió algo en Pachoula antes de que él se marchara?

– No que yo sepa. ¿Tiene más preguntas, señor periodista?

– No.

Cowart bajó del porche y se quedó contemplando la casa un momento.

Aquella misma tarde llamó a Roy Black.

– ¿Dónde está Ferguson? -inquirió.

– En Nueva Jersey. Tengo su dirección y su número de teléfono.

– Pero ¿cómo pudo salir del estado? ¿Qué pasa con el juicio, con su fianza?

– El juez le dio autorización. Le aconsejé que siguiera adelante con su vida, y él decidió ir al Norte para finalizar sus estudios. ¿Qué tiene eso de raro? El estado tiene que aportar material nuevo sobre la investigación, y de momento no nos han enviado nada. No sé qué van a hacer, pero no creo que mucho.

– ¿Cree que tirarán la toalla?

– Tal vez. Pregúnteselo a los detectives.

– Lo haré.

– Señor Cowart, a los fiscales no les entusiasma la idea de presentarse a un juicio donde los humillarán por ineptos. Los funcionarios electos procuran evitar el escarnio público, ¿sabe? Les resultará más rentable dejar pasar el tiempo, hasta que la gente olvide. Entonces retirarán la acusación, culpando del fracaso al juez por haber desechado esa confesión. Éste dirá que fue culpa del estado. Y al final todo recaerá, principalmente, sobre esos dos polis. Así de sencillo. Fin de la historia. Pero eso no le sorprende, ¿no? Usted ya conoce los entresijos del sistema judicial, ¿no?

– ¿Del corredor de la muerte a borrón y cuenta nueva?

– Exacto. Cosas que pasan. No con demasiada frecuencia, pero pasan.

– ¿Y Ferguson quiere rehacer su vida después de un paréntesis de tres años?

– Ha vuelto a acertar. Todo vuelve a la normalidad, con una salvedad.

– ¿Cuál?

– La niña sigue muerta.

Cowart llamó a Brown.

– Ferguson ha regresado a Nueva Jersey. ¿Lo sabía usted?

– No era ningún secreto. El periódico local publicó un artículo sobre su marcha. Decía que quería reemprender los estudios; declaró al periódico que, dadas las circunstancias, nunca encontraría un trabajo en Pachoula. Eso no lo sé. Tampoco sé si lo intentó siquiera. En cualquier caso, se fue. Yo diría que quería marcharse por miedo a que alguien le hiciera algo.

– ¿Como quién?

– No lo sé. Algunas personas se llevaron un disgusto cuando Ferguson quedó en libertad. Claro que otros no. Esto es un pueblo, ¿sabe? La gente se dividió, la mayoría estaban confundidos.

– ¿Quién se llevó un disgusto?

Brown hizo una pausa antes de contestar:

– Yo me llevé un disgusto. Y con eso basta.

– ¿Y ahora qué va a pasar?

– ¿Qué espera usted que pase?

Cowart no supo qué responder.

No escribió el artículo que tenía previsto. Regresó a la redacción y se dedicó a cubrir las próximas elecciones locales. Se pasaba horas entrevistando a los candidatos, leyendo informes de prensa, y discutiendo con sus compañeros qué posturas debería adoptar el periódico. La atmósfera era estimulante, de colegial. Las increíbles perversiones de la política en las ciudades del sur de Florida, donde cuestiones como la oficialidad del inglés en tanto que lengua del condado, la democracia en Cuba o el control de armas proporcionaban a Cowart bastante distracción. Tras las elecciones, publicó otra serie de editoriales sobre la gestión de recursos hidráulicos en los cayos de Florida. Esto lo obligaba a dedicar su tiempo a proyectos presupuestarios e informes ecológicos anuales. La mesa se le inundó de papeles repletos de tablas y cuadros. Y entonces tuvo una extraña ocurrencia, un juego de palabras: seguridad en las cifras.

La primera semana de diciembre, en una vista ante el juez Trench, el estado retiró los cargos de asesinato en primer grado contra Robert Earl Ferguson. Se declaró que, sin la confesión, no había pruebas sólidas sobre las que basar una acusación. Tanto la fiscalía como la defensa manifestaron sus convicciones respecto a que ningún caso particular era más importante que el estado de derecho en que vivían.

Tanny Brown y Bruce Wilcox no comparecieron.

– Ahora mismo no quiero hablar sobre eso -dijo Brown cuando Cowart fue a verlo.

Wilcox dijo:

– Le repito que apenas lo toqué. Si lo hubiera zurrado de verdad, ¿no cree que le habría dejado marcas? ¿Le parece que estaría vivito y coleando? ¡Joder! Andaría arrastrándose con un par de muletas, ¡coño!

Una tarde húmeda Cowart pasó por delante del colegio y el sauce ante el que Joanie Shriver había desaparecido de este mundo. Paró el coche en la esquina y clavó la mirada en el camino que el asesino había seguido, para luego dirigirse hacia la casa de los Shriver. Aparcó delante. George estaba recortando un seto. Al ver el coche de Cowart, se detuvo y apagó la segadora, jadeando mientras el periodista se le acercaba.

– Ya lo sabemos -murmuró-. El teniente Brown llamó para decirnos que ya era oficial. Claro que no nos pilla de sorpresa; sabíamos que iba a ocurrir. Una vez Brown nos dijo que el caso era muy frágil; jamás lo olvidaré. Supongo que la acusación resultó insostenible, sobre todo desde que usted empezó a entrometerse.

Cowart se sintió molesto.

– ¿Todavía cree que Ferguson mató a su hija? ¿Y qué me dice de Sullivan? ¿Qué me dice de la carta que les envió?

– A estas alturas ya no sé qué creer. Me temo que mi esposa y yo estamos tan confusos como el que más. Pero ¿sabe?, en lo más hondo de mi corazón sigo creyendo que lo hizo Ferguson. Jamás olvidaré el aspecto que tenía en el juicio.

La señora Shriver trajo un vaso de agua con hielo a su marido. Echó un vistazo a Cowart, con una especie de curiosidad mezclada con ira.

– Lo que no entiendo -dijo- es por qué tuvimos que volver a pasar por todo esto. Primero usted, luego sus colegas de la televisión y la prensa. Fue como si la asesinaran de nuevo, una y otra vez. Llegó un momento en que ya no podía encender la televisión, por miedo a ver su fotografía allí de nuevo. No es que la gente nos lo recordara constantemente; es que nosotros no queríamos olvidar. Pero todo se enredó de una manera incomprensible para mí. Era como si lo único que importara fuera lo que ese Ferguson decía y lo que ese Sullivan decía, lo que ambos hacían y todo eso; cuando lo único importante era que me habían robado a mi pequeña. Y eso nos dolió, ¿sabe, señor Cowart? Nos dolió y aún sigue doliendo, muchísimo. -La mujer sollozaba al hablar, pero las lágrimas no empañaron la claridad de su voz.

Su marido respiró hondo y bebió un largo sorbo de agua.

– Claro que no lo culpamos a usted, señor Cowart -dijo, e hizo una pausa-. Bueno, qué diablos, tal vez un poco. No puedo evitarlo, pero pienso que algo ha fallado en el sistema. No es culpa suya, supongo. No tiene la culpa de nada. Como le he dicho antes, era un caso frágil. Tanto que se vino abajo.