Oyó voces alrededor: un cámara entrevistaba a Black, deslumbrándolo con el resplandor de un foco.
– Claro que en eso llevamos razón -decía Black-. Aún quedan muchos interrogantes por descartar. No me explico por qué el estado no acepta que…
Al mismo tiempo, un poco más allá Boylan respondía ante otra cámara y resplandecía con idéntica intensidad bajo idéntica luz.
– En nuestra opinión, tenemos al autor de un terrible crimen esperando en el corredor de la muerte. Y aunque el juez concediera un nuevo juicio al señor Ferguson, creemos que hay pruebas más que suficientes para volver a declararlo culpable.
– ¿Aun sin la confesión? -preguntó un reportero.
– En efecto -respondió el abogado. Alguien se echó a reír, pero cuando Boylan se volvió con una mirada fulminante, las risas cesaron.
– ¿Cómo es que su jefe no ha comparecido en la vista? ¿Por qué lo han enviado a usted? No figuraba en el anterior equipo fiscal.
– Me correspondió a mí -respondió escuetamente.
Roy Black respondía a la misma pregunta unos metros más allá.
– Porque a los funcionarios electos no les gusta acudir a las vistas a jugarse el cargo. Desde el principio la acusación se huele que lleva las de perder. Y pueden citar textualmente mis palabras.
De repente un cámara se acercó a Cowart con su implacable foco y le preguntó:
– Cowart, usted publicó los artículos que han promovido todo esto. ¿Qué le ha parecido la vista? ¿Y la carta de Sullivan?
Cowart vaciló entre decir algo inteligente o insustancial, pero acabó limitándose a sacudir la cabeza.
– Venga, Matt -pidió alguien-. Dinos algo.
Cowart, sin embargo, se marchó sin más.
– ¡Qué tío más borde! -dijo otra voz.
Cowart bajó al vestíbulo por una escalera mecánica. Salió fuera apresuradamente y se detuvo en la escalinata de la entrada. Sintió que el calor lo envolvía. La brisa no dejaba de soplar y, en lo alto, el viento ondeaba las tres banderas: la del condado, la estatal y la nacional. Hacían un ruido seco, restallando como disparos a cada soplo de aire. Tanny Brown estaba al otro lado de la calle, mirándolo fijamente. El detective se limitó a fruncir el entrecejo y luego subió a un coche; Cowart observó cómo se incorporaba lentamente al tráfico y desaparecía.
Transcurrida una semana, el juez decidió admitir a trámite un nuevo juicio. Esta vez no tachó a Ferguson de «animal salvaje»; tampoco mencionó las docenas de editoriales que, incluso en el condado de Escambia, abogaban por esa misma causa. Y resolvió que no se tendría en cuenta la famosa confesión del condenado. En una audiencia celebrada a puerta cerrada, Roy Black solicitó que Ferguson fuera puesto en libertad bajo fianza, lo cual se concedió. Una coalición de grupos contrarios a la pena de muerte reunió la suma requerida; Cowart acabó descubriendo que les había sido cedida por un productor de cine que había adquirido los derechos para rodar la vida de Robert Earl Ferguson.
9
Cowart se vio embargado por la inquietud.
Se sentía como si su vida se hubiera compartimentado en una serie de momentos que esperan la señal para recuperar la normalidad. Tuvo una extraña sensación de anticipación, una especie de nerviosa esperanza, aunque con respecto a algo que él mismo no sabía precisar. Acudió a la prisión el día en que Ferguson abandonaba el corredor de la muerte, antes de la celebración del nuevo juicio, aplazado hasta diciembre. Era la primera semana de julio, y en la carretera de acceso al presidio había casetas donde se vendían fuegos de artificio, bengalas, banderas y banderines rojos, blancos y azules. La primavera de Florida se había convertido en verano: el sol castigaba la tierra con infinita paciencia, resecándola hasta reducirla a una corteza dura y resquebrajada. Ondulantes olas de calor oscilaban sobre el suelo y el bochorno parecía minar las energías, la ambición y el deseo. Era casi como si las elevadas temperaturas entorpecieran la rotación del planeta.
Una multitud de periodistas sudorosos esperaba a Ferguson a las puertas de la prisión. A ellos se sumaban grupos contrarios a la pena de muerte, algunos portando pancartas de agradecimiento por su puesta en libertad y cantaban: «No a la silla, sí a la vida.» Cuando Ferguson traspuso la puerta, prorrumpieron en vítores y aplausos. El recién liberado echó un vistazo al resplandeciente cielo y luego se detuvo, flanqueado por su desgarbado abogado y su abuela frágil y canosa. La anciana fulminó con la mirada a los periodistas y cámaras que se abalanzaban sobre ellos, aferrándose con los dos brazos al codo de su nieto. Encaramado en una escalerilla a fin de abarcar toda aquella multitud, Ferguson dio un breve discurso sobre que su caso dejaba claro qué aspectos del sistema fallaban y cuáles no. También dijo alegrarse de recuperar la libertad y que no guardaba rencor a nadie, lo cual nadie creyó, y que lo primero que haría sería darse un banquete con comida de verdad: pollo frito con verdura y, de postre, helado con doble ración de chocolate. Acabó diciendo:
– Quiero dar las gracias al Señor por mostrarme el camino, a mi abogado, al Miami Journal y al señor Cowart, porque él me escuchó cuando parecía que nadie quería hacerlo. De no haber sido por él, hoy no estaría aquí.
Cowart dudaba que los agradecimientos fueran a salir en las noticias de la noche o en los periódicos. En cualquier caso, sonrió.
Los periodistas empezaron a disparar preguntas bajo aquel calor abrasador.
– ¿Piensa regresar a Pachoula?
– Sí. Ese es mi verdadero hogar.
– ¿Qué planes tiene?
– Quiero acabar la universidad. Quizá me licencie en derecho o me especialice en criminología. Ahora tengo sólidos conocimientos sobre derecho penal.
Hubo risas.
– ¿Qué le ha parecido el juicio?
– ¿Qué puedo decir? Al parecer quieren volver a procesarme, pero no sé cómo van a lograrlo. Creo que me absolverán. Sólo quiero seguir con mi vida, desaparecer del punto de mira y recuperar el anonimato. No es que no los aprecie, señores, sino que…
Más risas. Los periodistas parecían engullir a aquel hombre menudo que a cada pregunta giraba la cabeza para mirar a quien la formulaba. Cowart se fijó en lo cómodo que Ferguson parecía en aquella improvisada rueda de prensa, desenvolviéndose con soltura y buen humor; era evidente que se divertía.
– ¿Por qué cree usted que quieren procesarlo otra vez?
– Para guardar las apariencias. Supongo que para no reconocer que iban a ejecutar a un hombre inocente; a un negro inocente. Hubieran preferido aferrarse a una mentira antes que afrontar la realidad.
– ¡Así se habla, hermano! -gritaron en el grupo de manifestantes-. ¡Bien dicho!
Otro periodista había explicado a Cowart que esas mismas personas se movilizaban siempre que había una ejecución: pasaban la noche a la luz de las velas y cantaban Venceremos y Seré libre hasta el momento en que el alcaide salía para anunciar que la sentencia del tribunal se había cumplido. También solía acudir un grupo partidario de la silla eléctrica: tipos rudos ataviados con vaqueros, camiseta y botas tejanas, que ondeaban la bandera norteamericana, abucheaban, gritaban y se enzarzaban a empujones en ocasionales trifulcas con los contrarios a la pena de muerte. Pero ese día no se habían presentado.
Normalmente, la prensa ignoraba a ambos grupos en la medida de lo posible.
– ¿Y qué me dice de Blair Sullivan? -preguntó un periodista de la televisión, tendiendo bruscamente el micrófono hacia Ferguson.
– ¿Sullivan? Creo que es un individuo peligroso y retorcido.
– ¿Lo odia?
– No. El buen Señor me ha enseñado a poner la otra mejilla, aunque a veces es difícil.
– ¿Cree que confesará y le ahorrará a usted el juicio?