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– No obstante, todavía la quiere.

– ¡Claro! Además, creo que ella aún me ama -apagó el cigarrillo-. Me llama continuamente. Me llama por teléfono, pero no me dice nada.

– Espere, ¿ me está… _

– Ya lo sé.

– … intentando decir que le llama pero que no habla?

– Eso es. Debe de hacer unos ocho meses que dura.

Annabeth se rió y exclamó:

– ¡No se ofenda, pero hacía tiempo que no me contaban algo tan extraño!

– No se lo pienso discutir. -Vio cómo una mosca se acercaba y se apartaba de la bombilla pelada-. Supongo que un día de éstos me dirá algo. Es la única esperanza que me queda.

Oyó cómo su propia risa forzada se desvanecía en la oscuridad y el eco le hizo sentirse violento. Así pues, permanecieron en silencio durante un rato, fumando, escuchando el zumbido de la mosca al precipitarse contra la luz.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Annabeth-. En todo este rato que hemos estado hablando, no ha pronunciado su nombre ni una sola vez.

– Lauren -contestó él-. Se llama Lauren.

Su nombre, cual hilo suelto de telaraña, flotó en el aire por un instante.

– ¿La amaba desde que eran niños?

– Desde el primer año de la universidad -respondió-. Sí, supongo que por aquel entonces éramos niños.

Recordó una tormenta de noviembre, cuando se besaron por primera vez en un portal, sintiendo la carne de gallina de su piel, ambos temblando.

– Tal vez ése sea el problema -repuso Annabeth.

– ¿ Que ya no seamos niños? Sean la miró.

– Como mínimo, uno de los dos -apuntó. Sean no le preguntó a cuál de los dos se refería.

– Jimmy me ha dicho que usted le contó que Katie planeaba fugarse con Brendan Harris.

Sean asintió con la cabeza.

– Bien, de eso se trata, ¿no es verdad? Sean se dio la vuelta en la silla y preguntó:

– ¿De qué?

Expulsó el humo en dirección a la cuerda vacía de tender y respondió:

– De esos sueños tontos que tenemos cuando somos jóvenes. ¿Cómo iban a ganarse la vida Katie y Brendan Harris en Las Vegas? ¿Cuánto tiempo habría durado ese pequeño edén? Es posible que incluso hubieran conseguido una caravana mejor para vivir, que fueran en busca del segundo hijo, pero tarde o temprano se habrían dado cuenta: la vida no consiste en ser siempre feliz, en doradas puestas de sol y tonterías parecidas. La vida es trabajo. La persona que amamos rara vez se merece todo el amor que le damos, porque nadie vale tanto en realidad, y quizá tampoco merezca tener que cargar con ello. Uno acaba por sufrir una decepción. Se desilusiona, deja de confiar y tiene que aguantar muchos días malos. Pierde más de lo que gana, y acaba por odiar a la persona que ama en la misma medida que la ama. Sin embargo, uno se arremanga y se pone a trabajar, en todos los aspectos, porque eso forma parte del proceso de hacerse mayor.

– Annabeth -masculló Sean-. ¿Le han dicho alguna vez que es usted una mujer muy fuerte?

Se volvió hacia él, con los ojos cerrados y una sonrisa distraída. -Me lo dicen continuamente.

Aquella noche, Brendan Harris entró en su dormitorio y tuvo que enfrentarse con la maleta de debajo de la cama. La había llenado hasta los topes con pantalones cortos, camisas hawaianas, una cazadora y dos pantalones vaqueros, pero no había guardado ningún suéter ni pantalones de lana. Había puesto lo que contaba con llevar en Las Vegas; no había empaquetado ropa de abrigo porque Katie y él habían decidido no volver a comprar más prendas térmicas ni a tener el limpiaparabrisas cubierto de hielo. Al abrir la maleta, pues, lo que recibió fue una alegre colección de colores pastel y motivos florales, una explosión de verano.

Eso era lo que habían planeado ser: gente bronceada y libre, sin el peso de las botas, de los abrigos o de las expectativas de los demás. Habrían tomado refrescos con nombres tontos en vasos de daiquiri, habrían pasado las tardes en la piscina del hotel, oliendo a loción solar y a cloro. Habrían hecho el amor en una habitación refrescada por el aire acondicionado, aunque cálida por los rayos de sol que habrían entrado por las rendijas de las persianas; al llegar el frío de la noche, se habrían puesto sus mejores ropas y habrían paseado por la avenida principal. Imaginaba a los dos haciendo todo aquello, como si lo contemplara desde la distancia, como si observara desde lo alto de un edificio a los dos amantes pasear entre las luces de neón, y esas mismas luces borraran el alquitrán negro y lo revistieran de tenues tonos rojizos, amarillentos y azulados. Allí estaban ellos, Brendan y Katie, paseaban tranquilamente por la parte central del amplio bulevar, diminutos entre los edificios y el parloteo de los casinos que salía por las puertas.

«¿ A cuál quieres ir esta noche, cariño?» «Elige tú.»

«No, elige tú.»

«Venga, elige tú.»

«De acuerdo. ¿ Qué te parece éste?»

«Bien.»

«Pues vayamos a ése.» «Te quiero, Brendan.»

«Yo también te quiero, Katie.»

Y habrían subido por las escaleras enmoquetadas entre blancas columnas para adentrarse en el clamor del palacio estridente y humeante. Habrían hecho todo aquello como marido y mujer, empezando juntos una nueva vida (todavía unos niños, en realidad), y East Buckingham les habría parecido a miles de kilómetros de distancia, y aún más lejos a cada paso que daban.

Así es como habría sido.

Brendan se sentó en el suelo. Necesitaba sentarse un momento.

Sólo uno o dos segundos. Se sentó y juntó las suelas de sus zapatos, asiéndose los tobillos como si fuera un niño pequeño. Se balanceó un rato, dejando caer la barbilla sobre el pecho, con los ojos cerrados y por un instante, sintió que el dolor disminuía. Sintió cierta calma en la oscuridad y en el balanceo.

Luego, sin embargo, se le pasó, y el horror de saber que Katie había desaparecido de la tierra, su ausencia tan total, volvió a recorrerle las venas del cuerpo y se sintió morir.

Había una pistola en la casa. Era de su padre, y su madre la había guardado detrás de la tablilla desmontable del techo de la antecocina, en el mismo sitio donde siempre la tenía su padre. Si uno se sentaba en la encimera de la antecocina y metía la mano por debajo de la moldura curva de madera, acababa por tocar las tres tablillas y notaba el peso de la pistola. Lo único que tenía que hacer era empujar, meter la mano y coger la pistola con los dedos. Había estado allí desde que Brendan tenía uso de razón; uno de sus primeros recuerdos se remontaba a una noche en la que tropezó al salir del cuarto de baño y vio que su padre sacaba la mano de debajo de la moldura. Brendan, a los trece años, había llegado incluso a sacar la pistola para enseñarla a su amigo Jerry Diventa. Jerry la había observado con los ojos muy abiertos y había exclamado: «¡Vuelve a ponerla en su sitio!». Estaba cubierta de polvo y era bastante probable que nunca hubiera sido utilizada, pero Brendan sabía que sólo era cuestión de limpiarla.

Podría sacar la pistola esa misma noche y encaminarse al Café Society, donde Roman Fallow solía pasar muchas horas, o al garaje Atlantic, que era propiedad de Bobby Q'Donnell y el lugar en que, según Katie, éste dirigía la mayor parte de sus negocios desde la oficina trasera. Podría ir a uno de esos dos sitios, o mejor aún a ambos, apuntarles a la cara con la pistola de su padre y apretar el maldito gatillo, una y otra vez hasta que la recámara estuviera vacía, para que ni Roman ni Bobby pudieran matar a ninguna otra mujer.

Podría hacerlo, ¿o no? Es lo que hacían en las películas. Si a Bruce Willis le hubieran asesinado a la novia, seguro que no estaría sentado en el suelo, asiéndose los tobillos, y balanceándose como si fuera un deficiente mental. Seguro que estaría preparando la venganza, ¿no?

Brendan se imaginó el rostro carnoso de Bobby, suplicando: «¡No, por favor, Brendan! ¡No, por favor!».

Y Brendan le diría alguna frase fantástica, del tipo: «¡Mírame bien, cabrón, y púdrete en el infierno!».