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Colocó la pila de fotografías en una silla que había junto a él; sintió un ligero resquemor en la garganta que desapareció tan pronto como tragó saliva.

– ¿Se ha encargado de las flores? -preguntó Ambrose Reed.

– Esta misma tarde he hecho un pedido en la floristerÍa Knopfler's -respondió.

– ¿ Y la esquela?

Jimmy, mirando al chico a los ojos por primera vez, exclamó: -¡La esquela!

– Sí -contestó el chico mientras miraba la carpeta-. Con lo que quiere que aparezca en el periódico. Podemos ocuparnos nosotros mismos si nos informa un poco de lo que quiere que ponga. Si prefieren donativos en vez de flores, cosas de ese estilo.

Jimmy apartó la mirada de los reconfortantes ojos del chico y se quedó mirando al suelo. Debajo de ellos, en algún lugar del sótano de aquel blanco edificio victoriano, Katie yacía en la sala de embalsamamiento. Estaría desnuda mientras que Bruce Reed, y el chico aquél y sus dos hermanos se disponían a trabajar; a lavarla, retocarla y mantenerla en buen estado. Sus manos serenas y bien cuidadas le recorrerían el cuerpo. Le levantarían algunas partes. Le cogerían la barbilla con el dedo pulgar y el índice y se la girarían. Le pasarían peines por el pelo.

Pensaba en su hija, desnuda y desprotegida, con la carne pálida, a la espera de que aquellos extraños la tocaran por última vez; sin lugar a dudas, con cuidado, pero un cuidado insensible, aséptico. Después, una vez en el féretro, le pondrían cojines de raso tras la cabeza, y la llevarían sobre ruedas hasta la sala del velatorio, con un rostro helado de muñeca y su vestido favorito de color azul. La gente la miraría de cerca, rezaría por ella, hablaría de ella y lamentaría su pérdida; y luego, finalmente, sería enterrada. La meterían en un agujero que habría sido cavado por hombres que tampoco la conocían, y Jirnmy oiría el ruido sordo y distante de la tierra al caer, como si él mismo estuviera dentro del ataúd con ella.

Yacería en la oscuridad dos metros bajo tierra, hasta que se convirtiera en hierba y en aire que ella nunca podría ver ni sentir ni oler ni tocar. Permanecería allí miles de años, incapaz de oír las pisadas de la gente que iba a visitar su lápida, incapaz de oír ningún sonido procedente del mundo que había abandonado a causa de esos metros de tierra que les separaban.

«Voy a matarle, Katie. Haré todo lo posible por encontrarle antes que la policía y le mataré. Le meteré en un agujero mucho peor del que te van a meter a ti. No dejaré nada para embalsamar, nada para lamentar. Voy a hacerle desaparecer como si nunca hubiera existido, como si su nombre y todo lo que fue, o lo que piensa que es en este preciso momento, fuera tan sólo un sueño que cruzó la mente de alguien por un instante y fue olvidado antes de que se despertara.

»Encontraré al hombre que te ha puesto en esa mesa de ahí abajo, y le borraré de la faz de la tierra. Y la gente que le ama, si es que hay alguien, sufrirá mucho más que nosotros, Katie, porque nunca sabrán a ciencia cierta lo que le ha sucedido.

»Y no te preocupes por si seré capaz de hacerlo, nena. Papá puede hacerlo. Nunca lo supiste, pero papá ya ha matado antes. Papá siempre ha hecho lo que tenía que hacer, y puede volver a hacerlo.»

Se volvió de nuevo hacia el hijo de Bruce, que aún era demasiado nuevo en el oficio para que las largas pausas le pusieran nervioso. -Me gustaría que pusiera: «Marcus, Katherine Juanita, amada hija de James y Marita, difunta, hijastra de Annabeth, hermana de Sara y Nadine…».

Sean se sentó en el porche trasero con Annabeth Marcus, mientras ésta tomaba sorbitos de un vaso de vino blanco y fumaba cigarrillos que apagaba a la mitad, con la cara iluminada por una bombilla pelada que había encima de ellos. Era un rostro con fuerza: seguramente nunca había sido bonita, pero era sorprendente. Sean supuso que estaba acostumbrada a que la observaran, pero con toda probabilidad no le debía de importar que la gente se tomara la molestia de hacerlo. A Sean le recordaba a la madre de Jimmy, aunque sin su aire de resignación y de derrota, y le recordaba a su propia madre por aquella serenidad tan completa y natural; en ese sentido, de hecho, también le recordaba a Jimmy. Le parecía evidente que Annabeth Marcus debía de ser una mujer divertida, aunque nunca frívola.

– Bien -dijo a Sean mientras éste le encendía un cigarrillo-, ¿qué piensa hacer cuando haya acabado de consolarme?

– Yo no…

Sean hizo un gesto con la mano para indicar que no le suponía ningún esfuerzo.

– Se lo agradezco. ¿Qué va a hacer?

– Vaya ir a ver a mi madre.

– ¿ De verdad?

Asintió con la cabeza y añadió:

– Hoyes su cumpleaños. Lo celebraré con ella y con el viejo.

– jAjá! -exclamó-. ¿Cuánto tiempo hace que está divorciado?

– ¿Se nota?

– Lo lleva escrito en la frente.

– De hecho, separado. Debe de hacer poco más de un año.

– ¿ Ella vive aquí?

– Ya no. Viaja.

– Ha dicho viaja con amargura.

– ¿ Sí? -se encogió de hombros.

Levantó una mano y confesó:

– No me gusta nada hacerle esto: intentar quitarme a Katie de la cabeza a su costa. Así pues, no tiene por qué responder a ninguna de mis preguntas. Sólo soy un poco curiosa y usted es un tipo interesante.

– No, no lo soy -esbozó una sonrisa-. De hecho, soy muy aburrido, señora Marcus. Si no fuera por mi trabajo, no sería nadie.

– Annabeth -espetó-. Llámeme Annabeth, haga el favor.

– Sí, claro.

– Me cuesta mucho creer que sea tan aburrido, agente Devine. Sin embargo, ¿sabe lo que me choca de usted?

– ¿El qué?

Cambió de posición, se le quedó mirando y respondió:

– Pues que no me parece el tipo de persona que acusara a nadie por multas inexistentes.

– ¿Por qué?

– Porque es infantil-contestó-. y usted no me parece infantil en absoluto.

Sean se encogió de hombros. Él creía que todo el mundo era infantil en un momento u otro de la vida. Era a lo que uno solía recurrir cuando la mierda se amontonaba.

En más de un año, nunca había hablado de Lauren con nadie: ni con sus padres ni con sus contados amigos dispersos, ni siquiera con el psicólogo de la policía con el que el comandante le había hecho mantener una pequeña conversación, cuando la comisaría entera ya se había enterado de que Lauren se había marchado de casa. No obstante, allí estaba Annabeth, una extraña que había sufrido una pérdida, haciéndole preguntas sobre su propia pérdida, con la necesidad de entenderlo, de compartirlo, o algo parecido; con la necesidad de saber, se imaginó Sean, que no era la única.

– Mi mujer es empresaria teatral -explicó Sean con tranquilidad-. y tiene que ir de gira, ¿sabe? El año pasado, se encargó de la gira estatal de Lord of the Dance. Suele ocuparse de cosas asÍ. Creo que ahora está haciendo Annie Get your Gun. A decir verdad, no estoy muy seguro. Lo que sea que repongan este año. Éramos una pareja muy rara. Quiero decir, por el trabajo; ¿puede haber dos tipos de empleo más dispares?

– Sin embargo, la amaba -repuso Annabeth. Él hizo un gesto de asentimiento y dijo:

– Toda vía la amo -tomó aire, se recostó en la silla, y lo expulsó-.

El tipo al que le mandé las multas…

Se le secó la boca, movió la cabeza de un lado a otro, y sintió un deseo repentino de abandonar el porche y la casa.

– ¿Era un rival? -preguntó Annabeth con un tono de voz suave. Sean cogió un cigarrillo del paquete, lo encendió, hizo un gesto de asentimiento y repuso:

– Lo ha definido muy bien. Sí, digamos que era un rival. Además, mi mujer y yo estábamos pasando una mala época. Ninguno de los dos pasaba mucho tiempo en casa, y el rival ése aprovechó la oportunidad.

– Y usted se lo tomó mal-dijo Annabeth.

Fue una afirmación, no una pregunta.

Sean puso los ojos en blanco y le preguntó: -¿Conoce a alguien que se lo tome bien?

Annabeth le miró con dureza, como si deseara sugerirle que el sarcasmo no iba con él, o que a ella no le gustaba demasiado.