Изменить стиль страницы

– Breandan, ¿cuántos años tienes?

– Diecinueve.

– ¿Cuándo acabaste los estudios de secundaria?

– Estudios -repitió Esther.

– Yo, bueno…me saqué el título de Secundaria el año pasado-. Respondió Brendan

– Entonces, Brendan- dijo Whitey- ¿no tienes ni idea de adónde fue Katie después de salir del Hi-Fi?

– No -contestó Brendan, la palabra se le secó en la garganta y los ojos estaban cada vez más rojos-. Había salido con Bobby y él estaba como loco; además, por el motivo que sea, no le caigo bien a su padre, por lo que teníamos que mantener nuestra relación en secreto. A veces no me decía adónde iba, ya que supongo que iba a encontrarse con Bobby para convencerle de que lo suyo había terminado. No lo sé. Esa noche me dijo que se iba a casa.

– ¿No le caes bien a Jimmy Marcus? -preguntó Sean-. ¿Por qué?

Brendan se encogió de hombros y respondió:

– No tengo ni la más remota idea. Pero dijo a Katie que no quería que se acercara a mí.

– ¿Qué? -exclamó la madre-. ¿Ese ladrón se cree que es mejor que mi familia?

– No es un ladrón -apuntó Brendan.

– Era realmente un ladrón -insistió la madre-. Eso, por muchos títulos que tengas, no lo sabías, ¿verdad? Siempre había sido un ladrón de pacotilla. Y su hija, con toda probabilidad, habría heredado sus mismos genes. Habría sido igual de mala. Considérate afortunado, hijo.

Sean y Whitey intercambiaron miradas. Esther Harris era, sin lugar a dudas, la mujer más despreciable que Sean jamás hubiera conocido. Era mala de verdad.

Brendan Harris abrió la boca para contestar a su madre, pero la volvió a cerrar.

– Katie llevaba folletos de Las Vegas en su mochila -declaró Whitey-. Nos han contado que tenía intenciones de irse allí. ¿Contigo, Brendan?

– Nosotros -Brendan mantuvo la cabeza baja-, nosotros, sí, nos ibamos a ir a Las Vegas. Teníamos intención de casarnos, hoy precisamente.- Alzó la cabeza y Sean vio cómo las lágrimas brotaban desde sus ojos enrojecidos. Brendan se las secó con la palma de la mano antes de que le resbalaran por las mejillas-. Eso era lo que habíamos planeado, ¿vale?

– ¿Pensabas abandonarme?- exclamó Esther Harris-. ¿Pensabas irte sin decirme nada?

– Mamá, yo…

– ¿Igual que tu padre? Ya veo. ¿Pensabas dejarme con tu hermano pequeño, ese que nunca dice nada? ¿Es eso lo que pensabas hacer, Brendan?

– Señora Harris -interrumpió Sean-, sería conveniente que nos concentráramos en el tema que nos ocupa. Brendan podrá explicárselo más tarde.

Le lanzó una de aquellas miradas a Sean que éste había visto en muchos presos habituales y en algunos psicópatas de tres al cuarto, una mirada que indicaba que en ese momento ni siquiera valía la pena prestarle atención, pero que si la hacía enfadar, lo solucionaría dejándole cubierto de morados.

Volvió a mirar a su hijo y exclamó:

– ¿Pensabas hacerme eso? ¿Eh?

– Mira, mamá…

– ¿Que mire, qué? ¿Que mire, qué? ¿Eh? ¿Qué te he hecho yo para que me trates así? ¿Eh? ¡Lo único que he hecho es criarte, darte de comer y comprarte aquel saxofón para navidades que nunca has aprendido a tocar! ¡Aún no lo has sacado del armario, Brendan!

– Mamá…

– No, vete a buscarlo. Muéstrales a estos hombres lo bien que tocas. Ve a buscarlo.

Whitey miró a Sean como si no se pudiera creer aquella mierda.

– Señora Harris -dijo-, no creo que sea necesario.

Al encenderse otro cigarrillo, la cabeza de la cerilla saltó por su enfado. Añadió:

– Lo único que he hecho es darle de comer, comprarle ropa y criarle.

– Sí, señora -asintió Whitey, en el preciso instante en que alguien abría la puerta principal y dos niños, con monopatines debajo del brazo, entraban en el piso.

Debían de tener unos doce años, o tal vez trece, y uno de ellos era muy parecido a Brendan: tenía el mismo pelo oscuro y el mismo atractivo, pero en sus ojos había algo de la madre, una escalofriante falta de concentración.

– Hola -dijo el otro niño cuando entraron en la cocina.

Al igual que el hermano de Brendan, parecía pequeño para su edad, y tenía que cargar con la maldición de un rostro largo y hundido, una cara desagradahle de viejo en un cuerpo de niño, que asomaba por debajo de mechones de pelo rubio.

– ¡Hola, Johnny! Sargento Powers, agente Devine, éste es mi hermano Ray, y su amigo, Johnny O´Shea.

– ¡Hola, chicos! -dijo Whitey.

– ¡Hola! -respondió Johnny O'Shea.

Ray les hizo un gesto de asentimiento.

– Es mudo -apuntó la madre-. Su padre era incapaz de mantener la boca cerrada, pero su hijo no habla. ¡La vida es jodidamente injusta!

Ray hizo señas a Brendan con las manos, y éste contestó:

– Sí, están aquí por lo de Katie.

– Queríamos ir al parque con el monopatín, pero estaba cerrado -protestó Johnny O'Shea.

– Lo abrirán mañana -declaró Whitey.

– Han dicho que mañana va a llover -dijo el niño, como si ellos tuvieran la culpa de que no pudieran ir con el monopatín a las once de la noche entre semana.

Sean se preguntaba en qué momento los padres empezaron a permitir que sus hijos siempre se salieran con la suya.

Whitey se volvió de nuevo hacia Brendan y le preguntó:

– ¿Se te ocurre que pudiera tener algún otro enemigo? ¿Alguien que, aparte de Bobby O'Donnell, pudiera estar enfadado con ella?

Brendan negó con la cabeza y añadió:

– Era muy buena, señor. Era una persona muy amable. Le caía bien a todo el mundo. No sé qué más puedo decirle.

– ¿Ya nos podemos ir? -preguntó O'Shea.

Whitey, mirándole con el entrecejo fruncido, le preguntó:

– ¿Os lo ha prohibido alguien?

Johnny O'Shea y Ray Harris salieron de la cocina y los adultos oyeron como lanzaban los monopatines al suelo de la sala de estar, entraban en el dormitorio de Ray y Brendan, chocaban con todo lo que se encontraban a su paso, tal y como suelen hacer los niños de doce años.

– ¿Dónde estaba entre la una y media y las tres de esta madrugada?- preguntó Whitey a Brendan.

– Durmiendo.

– ¿Puede confirmarlo? -preguntó Whitey a la madre.

Se encongió de hombros y respondió:

– No le puedo asegurar que no saltara por la ventana y que no bajara por las escaleras de emergencia. Lo único que le puedo asegurar es que entró en su habitación a las diez de la noche y que no le he visto hasta las nueve de esta mañana.

Whitey, estirándose en la silla, dijo:

– De acuerdo, Brendan. Tendremos que pedirte que pases por el detector de mentiras. ¿Te importaría hacerlo?

– ¿Van a arrestarme?

– No, sólo queremos que pases por el detector de mentiras.

Brendan, encogiéndose de hombros, respondió:

– ¡Claro, lo que haga falta!

– Aquí está mi tarjeta.

Brendan se la quedó mirando. Sin apartar los ojos de la tarjeta, dijo:

– La quería tanto. Yo… Nunca más seré capaz de sentir lo mismo. Esas cosas nunca suceden dos veces, ¿no es verdad? -observó a Whitey y a Sean.

Tenía los ojos secos, pero Sean deseaba eludir el dolor que veía en ellos.

– En la mayoría de los casos, ni siquiera ocurre una vez -declaró Whitey.

Dejaron a Brendan delante de su casa alrededor de la una; el chico había superado con éxito el detector de mentiras cuatro veces seguidas;,después Whitey llevó a Sean a su casa y le dijo que intentara dormir un poco, porque se tendrían que levantar temprano. Sean entró en su piso vacío, oyó el estruendo del silencio que la impregnaba, y sintió cómo el peso de demasiada cafeína y de comida rápida le bajaba por la columna vertebral. Abrió la nevera, sacó una cerveza, y se sentó en la encimera de la cocina a bebérsela; el ruido y las luces de la noche le resonaban por todo el cerebro, y le hicieron preguntarse si ya se había vuelto demasiado viejo para todo aquello, si ya estaba demasiado cansado de la muerte, de motivos tontos y de pervertidos estúpidos, y de la sensación de agobio que todo ello le producía.