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– ¿Tú crees que…? -empezó Peter un poco intrigado, pero los auxiliares sacudieron la cabeza.

– No especulemos -pidió Negro Chico-. Todavía no. Mientras su hermano acompañaba a Francis al despacho del doctor Gulptilil, Negro Chico siguió a Peter y Lucy al despacho de ésta. La fiscal se dirigió a la caja con los expedientes y tomó de lo alto del montón el del hombretón retrasado. Luego repasó con rapidez su lista de posibles sospechosos hasta encontrar el que creía que serviría para sus propósitos.

– Este es el hombre con el que quiero hablar a continuación -dijo a Negro Chico enseñándole otro expediente.

– Lo conozco -asintió el auxiliar al ver quién era-. Un cabrón con el genio muy vivo. Perdone, señorita Jones, pero he tenido algún que otro roce con él. Es un alborotador.

– Tanto mejor para lo que tengo en mente.

Negro Chico la miró socarronamente y Peter se dejó caer en la silla, sonriente.

– Parece que la señorita Jones tiene una idea -dijo.

Lucy tomó un lápiz y lo hizo rodar entre las palmas mientras examinaba el expediente del paciente. El hombre en cuestión era un habitual y había pasado gran parte de su vida en la cárcel por agresiones, robos y violaciones de domicilio, y en varios centros psiquiátricos, dado que se quejaba de alucinaciones auditivas y rabias maníacas. Lucy sospechó que algunas de ellas eran inventadas. Lo más real quizás era que poseía cualidades manipuladoras psicopáticas y una rabia explosiva, y eso era perfecto para lo que ella tenía en mente.

– ¿Qué clase de problemas ha creado? -le preguntó a Negro Chico.

– Siempre quiere extralimitarse, ¿sabe a qué me refiero? Le pides que vaya hacia un lado y va hacia el otro. Le dices que se quede aquí y aparece allí. Intentas empujarlo un poco, grita que lo estás golpeando y presenta una queja formal al gran jefe. También le gusta molestar a los demás pacientes. Siempre está fastidiando a alguien. Creo que roba cosas a los demás. No merece llamarse hombre, si quiere saber mi opinión.

– Bueno, veamos si podemos lograr que haga lo que quiero -comentó Lucy.

No estaba dispuesta a explicar nada más, aunque observó que Peter se relajaba en la silla, como si percibiera algo de lo que ella había planeado. Lucy pensó que era una cualidad suya que seguramente acabaría admirando. Entonces se dio cuenta de que había observado en Peter varias cualidades que estaba empezando a admirar, lo que aumentaba aún más su curiosidad por saber por qué estaba allí y por qué había hecho lo que había hecho.

La señorita Deliciosa se encargó de Francis en cuanto Negro Grande lo condujo al despacho del director médico. Como siempre, la secretaria fruncía el entrecejo con antipatía, como para señalar que cualquier alteración de la rutina diaria establecida gracias a su férrea organización era algo que la molestaba personalmente. Dijo a Negro Grande que se reuniera con su hermano en el edificio Williams.

– Llegas tarde. Date prisa -ordenó a Francis mientras medio lo empujaba hacia la puerta del despacho.

Tomapastillas estaba de pie junto a la ventana, contemplando uno de los patios interiores. Francis se acercó a una silla delante de la mesa del médico y miró por la misma ventana para intentar averiguar qué le resultaba tan interesante. Se percató de que las únicas veces que miraba por una ventana sin barrotes o sin rejilla eran en el despacho del director médico. Allí el mundo parecía mucho más benévolo de lo que era.

– Un bonito día, Francis, ¿no crees? -El médico se volvió de golpe-. La primavera parece haber llegado con fuerza.

– A nosotros a veces nos cuesta notar el cambio de estación -comentó Francis-. Las ventanas están muy sucias. Si las limpiaran, seguro que mejoraría el humor de la gente.

– Buena sugerencia, Francis -asintió Gulptilil-. Y demuestra cierta perspicacia. Lo mencionaré a los encargados del edificio y los terrenos para ver si pueden añadir la limpieza de las ventanas a sus tareas, aunque ya deben de tener exceso de trabajo.

Se sentó tras el escritorio y se inclinó con los codos apoyados en la mesa y los antebrazos formando una V invertida para descansar el mentón en sus manos unidas.

– A ver, Francis, ¿sabes qué día es hoy? -preguntó.

– Viernes.

– ¿Y cómo estás tan seguro?

– Hay macarrones y atún en el menú del almuerzo. Es el de los viernes.

– Sí, ¿y eso por qué?

– Supongo que como deferencia a los pacientes católicos -contestó Francis-. Algunos todavía creen que los viernes hay que comer pescado. Mi familia, por ejemplo. Misa los domingos. Pescado los viernes. Es el orden natural de las cosas.

– ¿Y tú?

– Me parece que no soy tan religioso -dijo Francis.

Gulptilil pensó que eso era interesante.

– ¿Sabes la fecha? -preguntó.

– Creo que cinco o seis de mayo -respondió Francis meneando la cabeza-. Lo siento. Los días se confunden en el hospital. Por lo general, cuento con Noticiero para que me informe sobre la actualidad del día, pero hoy aún no lo he visto.

– Estamos a cinco. ¿Podrías recordarlo, por favor?

– Sí.

– ¿Y sabrías decirme quién es el presidente de Estados Unidos?

– Carter.

Gulptilil sonrió sin apartar el mentón de sus manos entrelazadas.

– Bueno -prosiguió como si lo que iba a decir fuera una prolongación de lo anterior-, he estado con el señor Evans y, aunque has hecho progresos en cuanto a socialización y comprensión de tu enfermedad, así como del impacto que causa sobre ti mismo y quienes te rodean, cree que, a pesar de tu medicación actual, sigues oyendo voces de personas que no están presentes, voces que te instan a actuar de determinada forma, y que todavía tienes delirios sobre los hechos.

Francis no respondió, porque no oyó ninguna pregunta. En su interior, oía susurros por todas partes, muy quedos, como si tuvieran miedo de que el director médico pudiera oírlos si levantaban la voz.

– Dime, Francis -continuó Gulptilil-, ¿crees que la valoración del señor Evans es correcta?

– Es difícil saberlo. -Se movió un poco en el asiento, consciente de que cualquier cosa que hiciera, cualquier palabra incómodo que dijera, cualquier inflexión, cualquier gesto, podría servir para formar la opinión del médico-. Creo que el señor Evans considera delirio cualquier cosa que diga uno de sus pacientes y con la que él no esté de acuerdo, de modo que es difícil saber qué responder.

El director médico sonrió y se reclinó en su silla.

– Ha sido una afirmación convincente y coherente, Francis. Muy bien.

Francis empezó a relajarse, pero entonces recordó que no debía fiarse del médico y, sobre todo, de un cumplido dirigido a él. En su interior se produjo un murmullo de conformidad. Cuando sus voces estaban de acuerdo con él, Francis se sentía seguro de sí mismo.

– Pero el señor Evans también es un profesional, Francis, así que no deberíamos descartar su opinión. Dime, ¿cómo te va la vida en Amherst? ¿Te llevas bien con los demás pacientes? ¿Con el personal? ¿Te gustan las sesiones de terapia del señor Evans? Y, dime, ¿crees que estás más cerca de poder volver a casa? ¿Ha sido el tiempo pasado aquí hasta ahora, digamos, provechoso?

El médico se inclinó hacia delante con un movimiento algo depredador que Francis reconoció. Sus preguntas constituían un campo de minas y tenía que ser precavido con las respuestas.

– El edificio está bien, doctor, aunque abarrotado, y creo que me llevo bien con todo el mundo, más o menos. A veces cuesta reconocer el valor de las sesiones de terapia del señor Evans, aunque siempre resulta útil cuando el debate se desvía hacia cuestiones de actualidad, porque a veces temo que estamos demasiado aislados en el hospital y que el mundo sigue su curso sin nosotros. Y me gustaría mucho volver a casa, doctor, pero no sé qué tengo que demostrarles a usted y a mi familia para que me permitan hacerlo.

– Creo que nadie de ella ha considerado necesario o que mereciera la pena visitarte -soltó el médico con frialdad.