Habían preparado el sistema de registro con antelación. Negro Chico llamaría a las diversas instalaciones por el sistema de intercomunicación y los pacientes entrarían por la puerta lateral. Mientras Negro Grande y el individuo estuviesen en Amherst, Peter y Negro Chico registrarían sus cosas. Negro Chico vigilaba que no se acercara ningún auxiliar o enfermera que pudiera sentir curiosidad, mientras Peter registraba deprisa las escasas pertenencias del hombre en cuestión. Lo hacía muy bien, y podía revisar con gran rapidez las prendas, los documentos y la ropa de cama sin apenas desbaratarlos. Durante los primeros registros en su propio edificio, había averiguado que era imposible mantener lo que hacía en secreto; siempre había algún que otro paciente acechando en un rincón, acostado en la cama o simplemente pegado a la pared, desde donde podía mirar por la ventana y vigilar que nadie se le acercara a hurtadillas. Más de una vez, Peter pensó que la paranoia no tenía límite en aquel hospital. El problema era que un hombre que actuaba de modo sospechoso en aquel contexto no significaba lo mismo que en el mundo real. En el Western, la paranoia era la norma y se aceptaba como parte de la rutina diaria, tan regular y esperada como las comidas, las peleas y las lágrimas.
Negro Grande vio que Peter alzaba los ojos hacia el sol y sonrió.
– Un día tan bonito como hoy te hace olvidar, ¿verdad? -comentó.
Peter asintió.
– Un día como hoy no parece justo estar enfermo -prosiguió el hombre corpulento.
– ¿Sabes qué, Peter? -intervino Negro Chico-. De hecho, un día como hoy empeora las cosas en el hospital. Hace que todo el mundo saboree un poco de lo que no tiene. Se puede oler el mundo de fuera.
En los días fríos, lluviosos, ventosos o nevosos todo el mundo se levanta y hace su vida. Nadie se fija. Pero un día bonito como hoy es duro para casi todo el mundo.
Peter no respondió.
– Muy duro para tu joven amigo -añadió Negro Grande-. Pajarillo todavía tiene esperanzas y sueños. Y en un día así ves lo lejos de ti que están todas esas cosas.
– Saldrá de aquí -aseguró Peter-. Y pronto, además. No puede haber nada serio que lo retenga en el hospital.
– Ojalá fuera así -suspiró Negro Grande-. Pajarillo tiene muchos problemas.
– ¿Francis? -preguntó Peter, incrédulo-. Pero si es inofensivo. Cualquier idiota lo sabría. Es probable que ni siquiera debiera estar aquí.
Negro Chico sacudió la cabeza, como para indicar que Peter no veía lo que ellos veían, pero no dijo nada. Peter dirigió una mirada a la entrada principal del hospital, con su alta verja de hierro forjado y su muro de ladrillo. Pensó que, en la cárcel, la reclusión era siempre una cuestión de tiempo. El delito determinaba el encierro. Podían ser uno o dos años, veinte o treinta, pero siempre era una cantidad finita, incluso para quienes cumplían cadena perpetua porque se seguía midiendo en días, semanas y meses, y al final, inevitablemente, había una vista en la que se estudiaba la concesión de la libertad condicional. Eso no era así en un hospital psiquiátrico, porque allí algo mucho más esquivo y más difícil de controlar determinaba la estancia de uno.
Negro Grande pareció leerle el pensamiento, porque dijo con tristeza:
– Aunque consiga una vista de altas, le falta mucho para que le dejen salir de aquí.
– No tiene ningún sentido -insistió Peter-. Francis es listo y no le haría daño a una mosca…
– Sí-replicó Negro Chico-, pero todavía oye voces, incluso con la medicación, y el gran jefe no consigue que entienda por qué está aquí. Y al señor del Mal no le gusta nada, aunque no comprendo por qué. Todo eso implica que tu amigo se quedará aquí y que no le solicitarán ninguna vista. No como a algunos. Y, desde luego, no como a ti.
Peter fue a contestar pero cerró la boca. Siguieron andando en silencio y dejó que el calor del día lo reconfortara de las palabras con que los dos auxiliares lo habían dejado helado.
– Estáis equivocados -dijo por fin-. Saldrá y volverá a casa. Lo sé.
– Nadie lo quiere -aseguró Negro Grande.
– No como a ti -comentó Negro Chico-. Todo el mundo quiere echarte el guante. Acabarás en algún sitio, pero no será aquí.
– Ya -corroboró Peter con amargura-. De vuelta a la cárcel. Allí debo estar. Cumpliendo entre veinte años y cadena perpetua.
Negro Chico se encogió de hombros, dando a entender que Peter había logrado comprender algo.
Siguieron hacia el edificio Williams.
– Agacha la cabeza -ordenó Negro Chico cuando se acercaban a la entrada lateral del edificio.
Peter lo hizo y bajó los ojos, de modo que observaba el camino de tierra por donde caminaban. Le resultaba difícil, porque cada rayo de sol en la espalda le recordaba estar en otro sitio y cada caricia del viento cálido le sugería tiempos mejores. Siguió adelante mientras se decía que no servía de nada recordar lo que había sido y lo que era, sólo debía pensar en lo que se convertiría. Sabía que eso era difícil porque cada vez que miraba a Lucy veía una vida que podría haber sido suya, pero que lo había eludido, y pensaba, no por primera vez, que cada paso que daba sólo lo acercaba un poco más a un precipicio aterrador, donde se tambalearía y donde sólo lograría mantener un equilibrio muy precario, sujeto por unas delgadas cuerdas que se desgastarían con gran rapidez.
El hombre les sonrió sin comprender y no dijo nada.
– ¿Recuerda a la enfermera en prácticas a la que apodaban Rubita? -preguntó Lucy por segunda vez.
El hombre se balanceó en el asiento y gimió un poco. No era un sí ni un no, sólo un gemido de reconocimiento. Francis describió el sonido como un gemido debido a la ausencia de una palabra mejor, porque el hombre no parecía desconcertado, ni por la pregunta, ni por la silla ni por la fiscal sentada frente a él. Era un hombre enorme, ancho de espaldas, con el cabello corto y una expresión inocente. Un hilito de baba le corría por la comisura de los labios y se balanceaba a un ritmo que sólo sonaba en sus oídos.
– ¿Responderá alguna pregunta? -le espetó Lucy Jones con una nota de frustración.
El hombre guardó silencio, sólo se oía el leve crujido de la silla meciéndose adelante y atrás. Francis observó las manos del hombre, grandes y nudosas, casi tan curtidas como las de un viejo, lo que no era nada normal porque aquel hombre silencioso no parecía mucho mayor que él. Francis pensaba a veces que en el hospital las pautas corrientes del envejecimiento estaban algo alteradas. Los jóvenes parecían ancianos. Los ancianos parecían vejestorios. Hombres y mujeres que deberían estar llenos de vitalidad arrastraban los pies como si el peso de los años les dificultara cada paso, mientras quienes estaban casi al final de la vida tenían la simplicidad y las necesidades de un niño. Se miró las manos como para comprobar que seguían siendo más o menos congruentes con su edad. Luego volvió a contemplar las del hombre. Estaban unidas a unos brazos enormes y musculosos. Cada vena que le sobresalía indicaba una fuerza apenas contenida.
– ¿Pasa algo? -preguntó Lucy.
El hombre soltó otro de los gemidos guturales que Francis se había acostumbrado a oír en la sala de estar común. Era un ruido animal que expresaba algo simple, como hambre o sed, y carecía del tono que podría haber tenido si se basara en la rabia.
Evans alargó la mano y arrebató el expediente a Lucy Jones para ojearlo.
– No creo que interrogar a este individuo vaya a dar frutos -dijo con soberbia.
– ¿Y eso por qué? -Lucy, un poco enfadada, lo miró.
– Tiene un diagnóstico de retraso profundo -aclaró Evans a la vez que señalaba una página del expediente-. ¿No lo ha visto?
– Lo que he visto es un historial de actos violentos contra mujeres -respondió Lucy con frialdad-. Incluido un incidente en que lo sorprendieron a mitad de una agresión sexual a una niña pequeña, y un segundo caso en que golpeó a alguien que tuvo que ser hospitalizado.