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La línea de demarcación física era un camino asfaltado de un solo carril, desprovisto de acera, que serpenteaba por un lado de la colina, con una zona de equitación en el otro, donde los estudiantes más ricachones de entre los ya ricachones, ejercitaban sus caballos. La cuadra y los obstáculos seguían allí, donde estaban la última vez que los vi veinte años atrás. Una solitaria amazona describía círculos por el recinto bajo el sol veraniego y espoleaba a su caballo al enfilar a los obstáculos. Como una cinta de Móbius. Oí los resuellos fuertes del animal mientras se esforzaba en medio del calor y vi una larga coleta rubia que salía del casco negro de la amazona. Tenía la camisa empapada de sudor, y las ijadas del caballo relucían. Ambos parecían ajenos a la actividad que tenía lugar colina arriba. Seguí avanzando hacia una carpa de rayas amarillas que habían plantado al otro lado del alto muro de ladrillo con la verja del hospital. Un cartel rezaba INSCRIPCIÓN.

Una mujer corpulenta y servicial situada tras una mesa me proporcionó una etiqueta con mi nombre y me la pegó en la chaqueta con una fioritura. También me proveyó de una carpeta que contenía copias de numerosos artículos de periódicos en los que se detallaban los proyectos de urbanización de los antiguos terrenos del hospital: bloques de pisos y casas de lujo porque las tierras tenían vistas al valle y el río. Eso me resultó extraño. Con todo el tiempo que había pasado allí, no recordaba haber visto la línea azul del río en la distancia. Aunque, por supuesto, podría haber creído que era una alucinación. También había una breve historia del hospital y algunas fotografías granuladas en blanco y negro de pacientes que recibían tratamiento o pasaban el rato en las salas de estar. Repasé esas fotografías en busca de rostros familiares, incluido el mío, pero no reconocí a nadie, aunque los reconocí a todos. Todos éramos iguales entonces. Arrastrábamos los pies con diversas cantidades de ropa y medicación.

La carpeta contenía un programa de las actividades del día, y vi a varias personas que se dirigían hacia lo que, según recordaba, era el edificio de administración. La presentación prevista para esa hora estaba a cargo de un catedrático de historia y se titulaba «La importancia cultural del Hospital Estatal Western». Si tenemos en cuenta que los pacientes estábamos confinados en el recinto, y muy a menudo encerrados en las diversas unidades, me pregunté de qué podría hablar. Reconocí al lugarteniente del gobernador, que, rodeado de varios funcionarios, recibía a otros políticos estrechándoles la mano. Sonreía, pero yo no recordaba a nadie que hubiera sonreído cuando lo conducían a ese edificio. Era el sitio donde te llevaban primero, y donde te ingresaban. Al final del programa había una advertencia en letras mayúsculas que indicaba que varios edificios del hospital se encontraban en mal estado y era peligroso entrar en ellos. La advertencia conminaba a los visitantes a limitarse al edificio de administración y a los patios interiores por motivos de seguridad.

Avancé unos pasos hacia la cola de gente que iba a la conferencia y me detuve. Observé cómo la cola se reducía a medida que el edificio la devoraba. Entonces me volví y crucé deprisa el patio interior.

Me había dado cuenta de algo: no había ido allí para oír un discurso.

No tardé mucho en encontrar mi antiguo edificio. Podría haber recorrido el camino con los ojos cerrados.

Las rejas de metal que protegían las ventanas se habían oxidado; el tiempo y la suciedad habían bruñido el hierro. Una colgaba como un ala rota de una sola abrazadera. Los ladrillos exteriores también se habían decolorado y adquirido un tono marrón opaco. Los nuevos brotes de hiedra que crecían con la estación parecían agarrarse con poca energía a las paredes, descuidados, silvestres. Los arbustos que solían adornar la entrada habían muerto, y la gran doble puerta que daba acceso al edificio colgaba de unas jambas resquebrajadas y astilladas. El nombre del edificio, grabado en una losa de granito gris en la esquina, como una lápida, también había sufrido; alguien se había llevado parte de la piedra, de modo que las únicas letras que se distinguían eran MHERST. La A inicial era ahora una marca irregular.

Todas las unidades llevaban el nombre, no sin cierta ironía, de universidades famosas: Harvard, Yale, Princeton, Williams, Wesleyan, Smith, Mount Holyoke y Wellesley, y por supuesto la mía, Amherst. El nombre del edificio respondía al de la ciudad y la universidad, que a su vez respondía al de un soldado británico, lord Jeffrey Amherst, cuyo salto a la fama se produjo al equipar cruelmente a las tribus rebeldes de indios con mantas infectadas de viruela. Estos regalos lograron con rapidez lo que las balas, las baratijas y las negociaciones no habían conseguido.

Me acerqué a leer un cartel clavado a la puerta. La primera palabra era PELIGRO, escrita con letras grandes. Seguía cierta jerga del inspector de inmuebles del condado que declaraba ruinoso el edificio, lo que equivalía a condenarlo a la demolición. Iba seguido, con letras igual de grandes, de: PROHIBIDA TODA ENTRADA NO AUTORIZADA.

Lo encontré interesante. Tiempo atrás, parecía que quienes ocupaban el edificio eran los condenados. Jamás se nos ocurrió que las paredes, los barrotes y las cerraduras que limitaban nuestras vidas se encontrarían alguna vez en la misma situación.

Daba la impresión de que alguien había desoído la advertencia. Las cerraduras estaban forzadas con una palanca, un medio que carece de sutileza, y la puerta estaba entreabierta. La empujé con la mano, y se deslizó con un crujido.

Un olor a moho impregnaba el primer pasillo. En un rincón había un montón de botellas vacías de vino y cerveza, lo que explicaría la naturaleza de los visitantes furtivos: chicos de secundaria en busca de un sitio donde beber lejos de la mirada de sus padres. Las paredes estaban manchadas de suciedad y extraños eslóganes pintados con spray de distintos tonos. Uno decía: ¡LOS MALOS MANDAN! Supuse que era cierto. Las cañerías se habían desprendido del techo y de ellas goteaba una oscura agua fétida al suelo de linóleo. Los escombros y la basura, el polvo y la suciedad llenaban todos los rincones. Mezclado con el olor neutro de los años y el abandono se notaba el hedor característico a excrementos. Avancé unos pasos más, pero tuve que detenerme. Una placa de un tabique caída en mitad del pasillo bloqueaba el paso. Vi a mi izquierda la escalera que conducía a las plantas superiores, pero estaba llena de desechos. Quería recorrer la sala de estar común, a mi izquierda, y ver las salas de tratamiento, que ocupaban la planta baja. También quería ver las celdas del piso superior, donde nos encerraban cuando luchábamos contra nuestra medicación o nuestra locura, y los dormitorios, donde yacíamos como desdichados campistas en hileras de camas metálicas. Pero la escalera parecía inestable y temí que fuera a derrumbarse bajo mi peso.

No estoy seguro del rato que pasé allí, en cuclillas, escuchando los ecos de todo lo que había visto y oído tiempo atrás. Como en mi época de paciente, el tiempo parecía menos urgente, menos imperioso, como si la segunda manecilla del reloj avanzara muy despacio y los minutos pasaran a regañadientes.

Me acechaban los fantasmas de la memoria. Podía ver caras, oír sonidos. Los sabores y olores de la locura y la negligencia volvieron a mí en una oleada. Escuché mi pasado arremolinándose a mi alrededor.

Cuando el momento de la melancolía me invadió por fin, me incorporé y salí despacio del edificio. Me dirigí a un banco situado bajo un árbol, en el patio interior, y me senté para contemplar lo que había sido mi hogar. Me sentía exhausto y respiré el aire fresco con esfuerzo, más cansado de lo que me sentía después de mis paseos habituales por la ciudad. No desvié la mirada hasta que oí pasos en el camino.

Un hombre bajo y corpulento, un poco mayor que yo, con el cabello negro y lacio salpicado de canas, avanzaba deprisa hacia mí. Lucía una amplia sonrisa pero una ligera ansiedad en los ojos, y me dirigió un tímido saludo.