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Nolan accedió a cambio de que yo ocultase la identidad del informante, describiese la unidad implicada en la operación y mencionase el nombre del oficial al mando. También debía omitir cualquier indicación de que el oficial estaba al tanto del incidente, para no entrar en la cuestión de un posible encubrimiento por parte del ejército.

– Pero conserva esa información -dijo Nolan-. La divulgaremos más adelante.

Me senté ante la máquina de escribir, convencido de que el artículo haría salir al asesino de su escondrijo en la ciudad. El artículo rompería el ritmo de los asesinatos; le ganaríamos al asesino por la mano. Él querría saber de nosotros, y no a la inversa.

Sin embargo, Christine no se había mostrado de acuerdo.

– Con esto sólo conseguiréis que se dé más prisa, que advierta que su tiempo es limitado -dijo.

Más tarde, cuando nos fuimos a la cama, estaba vacilante, distante, pero aun así exploté en su interior y luego me aparté de su cuerpo. Pocos segundos después, estaba dormido, y ella, acostada de espaldas a mí.

Era media mañana cuando llamó Martínez.

– Salimos para allá -dijo-. Ahora mismo.

Era una llamada que yo había estado esperando.

También esperaba que el asesino se pusiera en contacto conmigo. La mañana había transcurrido rápidamente, entre las felicitaciones de los demás reporteros y de los redactores jefe del periódico. Telefoneé a la oficina de información pública del Pentágono, y me prometieron una respuesta lo más rápida posible a la consulta sobre los dos nombres y el número de unidad. Era, más que nada, cuestión de tiempo.

Nolan acudió a recepción a esperar a los detectives.

La noche anterior, cuando yo había empezado a hablar del hombre de la silla de ruedas, había levantado las manos y meneado la cabeza. «No quiero saber nada -había dicho-. Puedo recibir una citación y encontrarme en un brete. Él es tu fuente, y debes protegerlo. El periódico te respalda. Es así de sencillo. Espero.»

Ahora él tomó un ejemplar del periódico que había sobre mi escritorio. Leyó en voz alta:

Un día tórrido, hace unos cinco años, nueve hombres, mujeres y niños en un pueblo de Vietnam del Sur controlado por el Vietcong fueron ejecutados por tropas estadounidenses en el «incidente» que está detrás de la reciente oleada de asesinatos que azota Miami, según declaraciones de un veterano ahora discapacitado que fue testigo ocular de los hechos.

– Testigo ocular -dijo-. ¡Diablos, es una expresión magnífica para la entradilla de una noticia. Es como si, después de leerla, uno ya no pudiera poner en duda la veracidad de lo que sigue.

Se saltó varios párrafos y luego comenzó a leer otra vez:

«Estoy asustado», ha dicho el testigo al comenzar su descripción de la atrocidad que considera el origen de los recientes asesinatos cometidos en Miami. El testigo, cuya identidad ha decidido proteger el Journal, ha referido el incidente con extraordinaria riqueza de detalles. «No estoy orgulloso de lo que hicimos», ha declarado.

Nolan se interrumpió y me miró.

– Apuesto a que los policías por poco han sufrido un síncope al leer esto.

Asentí.

– Bien -dijo-. Pronto estarán aquí.

Me dejó durante un momento para atender los teléfonos de su oficina.

No me quedaban muchas dudas respecto de lo que ocurriría con el hombre de la silla de ruedas. Ahora que el artículo había aparecido, le haría otra visita y él aceptaría que la policía lo interrogase. Siempre sucedía eso. Una vez que la historia se publicaba, podía repetirse cien mil veces. Era como si se hubiese vuelto inofensiva, corno si ya no fuese un recuerdo que palpita, furioso, en la imaginación.

De la memoria de Hilson saldrían los nombres y direcciones de los hombres de la unidad. Por primera vez tuve la impresión de que la nota casi había cumplido con su propósito. Sólo era, como todo, cuestión de tiempo. La declaración del hombre arrancaría al asesino de su escondite y lo sacaría a la luz. Y todo gracias a mí, pensé. Me sentía como si estuviese restregando mi triunfo en las narices de todos los temores que me habían inculcado en la vida: mi familia, Christine. No pude evitar sonreír.

La voz de Nolan interrumpió mi ensoñación.

– Han llegado.

Cuando nos apartábamos del escritorio, sonó el teléfono. Posé la vista en él, extrañado, y luego en Nolan, que se encogió de hombros.

– Te espero allí -dijo, y se marchó.

Entonces regresé y levanté el auricular y puse en marcha la grabadora simultáneamente. Observé alejarse a Nolan mientras acercaba el auricular a mi oído.

Pienso en ello. Trato de hacer memoria, pero mis recuerdos parecen una mancha borrosa más que un grabado. Me pregunto en qué momento perdí el poco control que me quedaba. Supongo que fue entonces, con esa primera llamada, cuando comencé a tomar conciencia de las paredes de la habitación en que me hallaba, a sentir que la succión del fondo de la piscina tiraba de mis piernas, arrastrándome bajo la superficie.

La llamada era del oficial de información pública del Pentágono. Hablaba en un tono cortante, militar, y empleaba con frecuencia expresiones castrenses.

– ¡Señor! -dijo-. He revisado personalmente esos registros que solicitó.

– ¿Y?

– Negativo, señor.

– ¿Qué quiere decir?

Noté una repentina sensación de calor en la frente.

– Bueno, nosotros conservamos todos los expedientes de hombres y unidades. He comprobado que la tropa que usted citó realmente estuvo llevando a cabo misiones de búsqueda y destrucción en ese sector del escenario de operaciones. Pero no pude hallar ningún documento del tal soldado raso Hilson ni de ningún teniente Peter O'Shaughnessy que operasen con esa unidad.

– ¿Con esa unidad no?

– Correcto. He repasado la lista de hombres heridos en combate durante ese período. La búsqueda de esos nombres ha resultado negativa también.

Se me trabó la lengua.

– ¿Tal vez en otro período?

– Es posible, señor. Pero he revisado a conciencia los archivos correspondientes a los meses cercanos. Es posible, si el año es incorrecto, que me equivoque. Pero dudo que en otro esa unidad haya estado operando en esa zona. Usted recordará, señor, que las unidades eran transferidas con cierta frecuencia.

– Está bien -dije.

Mi mente luchaba por asimilar aquella información. No se me ocurría ninguna otra pregunta.

– ¿Puedo preguntarle algo? -inquirió el oficial.

– Claro.

– ¿Acaso tiene esto algo que ver con los asesinatos que se han producido allí?

– Sí -respondí-. Tiene mucho que ver.

– Bueno -prosiguió-. Ojalá pudiera serle de más ayuda. Si necesita que verifiquemos otros nombres y fechas, sólo llámeme, señor. Me temo que la información que le he dado no resultará muy útil, especialmente para la policía. Pero no es difícil comprobar datos específicos como los que usted nos proporcionó.

– Gracias -dije.

– A sus órdenes -contestó, y colgó el auricular.

Miré el periódico que estaba sobre mi escritorio. Una mentira, pensé. Todo era mentira. Respiré profundamente para combatir la náusea. Me puse de pie y dirigí la vista hacia la sala de conferencias. A través del cristal vi a los detectives, que me esperaban.

Me senté junto a Nolan y le pasé una nota que decía: «Resultado de la búsqueda de Hilson y O'Shaughnessy en el Pentágono: negativo.» Subrayé tres veces «negativo». Nolan abrió mucho los ojos y me miró, consciente del vuelco que había dado la situación. Pero no tuvo tiempo de reaccionar, de salir de allí conmigo, porque Wilson asestó un manotazo a la mesa.

– ¡Hemos jugado limpio con ustedes! -gritó-. ¡Y ustedes consiguen una noticia, una noticia importantísima, y nos dejan al margen! Debería detenerlos a los dos por entorpecer el trabajo de la justicia.