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El coche dio un bandazo cuando enfilé la rampa del aparcamiento del hospital. Otro vehículo frenó de golpe, con un chirrido de neumáticos, y me obstruyó el paso. El hombre que lo conducía me miró agitando el puño, pero lo ignoré; bajé de un salto y eché a correr. Oía las suelas de mis zapatos golpear el asfalto con el ritmo furioso de un baterista. El calor me envolvía y me agobiaba. Corrí tan deprisa como pude, moviendo los brazos enérgicamente, hacia el sitio donde sabía que ella dejaba su coche. Oí el ulular de las sirenas cuando los coches de la policía comenzaron a descender hacia el aparcamiento.

El sonido llenó mis oídos y mi mente, acrecentando mis temores. Oía otras pisadas detrás de mí; los detectives, supuse. Pero seguí corriendo, sin volverme.

Y luego, nada.

Me detuve con brusquedad, me tambaleé y me apoyé en un automóvil.

Recorrí el aparcamiento con la mirada; mis ojos se movían con la misma rapidez con que momentos antes se habían movido mis piernas.

No había señales de ella.

No había señales de su automóvil.

– ¡Christine! -llamé.

Mi grito resonó en el recinto, inútilmente.

– ¿Dónde? -preguntó una voz.

Era Martínez, que resollaba junto a mí.

– Aquí -respondí.

Él tenía el arma en la mano. Sus ojos se volvieron en la misma dirección que los míos.

– No está aquí -dije, con voz estruendosa.

Martínez dirigió la mirada a Wilson, que estaba recostado contra un vehículo, tratando de recobrar el aliento.

– No está aquí. Se ha ido -dijo-. ¿Y el coche? -me preguntó.

– No está.

Respiré profundamente y luego solté el aire con un resoplido cuando otra idea cobró forma poco a poco en mi mente.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamé-. Él me ha mentido. Sobre el estacionamiento. ¡Está esperando en casa!

Por un momento, Martínez me miró con los ojos muy abiertos.

– ¡Mierda! -masculló.

Wilson extrajo un transmisor portátil de un bolsillo de su chaqueta y comenzó a hablar por él. Yo eché a correr de regreso a mi automóvil, que se había quedado a la entrada del aparcamiento, pero un coche patrulla le cerraba el paso.

– ¡Quitadlo de ahí! -grité-. ¡Quitad ese maldito trasto!

Uno de los agentes me miró con extrañeza; luego vio que Martínez venía detrás de mí, agitando los brazos. Éste se sentó junto a mí, pisé el acelerador y el automóvil arrancó en marcha atrás.

La caja de cambios emitió un quejido cuando cambié de velocidad y el coche aceleró por la calle, coleando, con escaso control.

Pasamos sin detenernos por la cabina de peaje de la autopista. Me abrí paso por entre el tráfico, dejando atrás una buena cantidad de vehículos que frenaban y conductores que maldecían. Martínez iba aferrado a la puerta pero me apremiaba. «¡Dale gas, dale gas!», repetía. Apunté el morro del automóvil entre otros dos y pasé por en medio. «El arcén», gritó Martínez por encima del ruido del aire que entraba a raudales por las ventanillas. Me desvié hacia el arcén y adelantamos un coche tras otro. «¡Toca la bocina!», gritó. Obedecí, y el sonido se elevó y quedó flotando detrás de nosotros como la estela de un barco.

Cortamos camino por tranquilas calles suburbanas, pasando por alto semáforos en rojo y señales de stop. Yo ya no tenía conciencia de lo que sucedía detrás de mí; mi mente estaba concentrada en lo que nos esperaba. «¡Deprisa! -decía el detective-. ¡Más rápido!» Viré violentamente hacia el pequeño edificio de apartamentos donde vivíamos. Estaba en una calle tranquila, y el chirrido de las ruedas desgarró la quietud que nos rodeaba. Frené y salí del coche de un salto; tropecé, me levanté y arranqué a correr, con la mente llena de ruidos y miedo. Oía que Martínez me seguía a algunos pasos de distancia.

– ¡Allí! -grité.

Era el automóvil de Christine.

– ¡Oh, no!

Me detuve de pronto, con la vista al frente.

Tenía el capó levantado.

– ¡Christine! -grité. Tenía el estómago contraído por la tensión-. Hemos llegado demasiado tarde -dije-. Se la ha llevado.

Martínez se detuvo a mi lado. Él también tenía la mirada fija en el automóvil.

– Mierda -barbotó-. ¿Estás seguro?

Pero entonces me asaltó otro temor. Salí disparado hacia la puerta del apartamento. En mi mente vi la imagen de su cuerpo, torcido, deformado por la muerte, tendido en el suelo de nuestro hogar.

– ¡Arriba! -grité por encima de mi hombro.

Subí los escalones de dos en dos, luego de tres en tres; mis pies pisaban con fuerza los peldaños de madera, y los pasos retumbaban en la caja de la escalera. Me arrojé contra la puerta del apartamento; mi hombro golpeó la plancha al tiempo que hacía girar el picaporte con la mano. Sentí que resbalaba, que entraba en la sala dando traspiés. El suelo se elevó hacia mí y extendí las manos para amortiguar la caída. Martínez, detrás de mí, entró corriendo por la puerta abierta, medio agazapado, sujetando ante sí la pistola con ambas manos.

– ¡No se mueva! -gritó, aun antes de saber si había alguien dentro o no.

Entonces los dos nos detuvimos como paralizados.

Christine estaba de pie en el centro de la habitación. Vi que una repentina expresión de temor y confusión asomaba a su rostro. Una revista cayó al suelo, abierta. En el exterior, el sonido de las sirenas llenaba el aire sofocante, a un volumen cada vez más alto a medida que se acercaban.

Christine soltó una exclamación ahogada y se tapó la boca con la mano.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ocurre?

Por un largo momento me sentí suspendido, incapaz de responder. Martínez se volvió; en su semblante se reflejaba el esfuerzo por comprender. Sacudió la cabeza lentamente, incrédulo. Su mano cayó a su costado, temblando ligeramente, apuntando la pistola hacia abajo. Me di la vuelta y quedé tendido boca arriba, escuchando los sonidos que se intensificaban: las pisadas en la escalera, las portezuelas de los coches al cerrarse, las sirenas, las voces levantadas con apremio inútil. También oí la voz de Christine, que intentaba contener las lágrimas cada vez más abundantes y repetir su pregunta. Aspiré grandes bocanadas de aire, tratando de recuperar mi pulso normal, y luego todos los sonidos parecieron amortiguarse; lo único que podía oír una y otra vez eran las palabras del asesino: «No hay prórrogas.»

16

Christine se marchó a la mañana siguiente.

Desde la cama, la observé meter sus cosas en una gran maleta de cuadros. Sus manos se movían con rapidez al sacar las prendas de su cómoda y del armario. La imaginé en el quirófano, trabajando con la misma eficiencia premeditada, realizando los mismos movimientos rápidos y firmes. Habló poco, sólo para preguntarse en voz alta dónde habría guardado algo. Durante todo el tiempo me rehuyó la mirada. Cuando terminó, apretó hacia abajo la tapa ayudándose con el peso de su cuerpo. La maleta se cerró con dos chasquidos que, al resonar, llenaron el espacio que nos separaba. Luego Christine se enderezó, levantó la maleta y la depositó con firmeza en el suelo.

– Pesa -comentó, mirándome al fin.

Logró torcer las comisuras de la boca hacia arriba en un amago de sonrisa. Sacudió la cabeza, como para borrar esa expresión.

– Tengo que irme -dijo-. No puedo quedarme aquí más tiempo. Incluso los detectives me han aconsejado que me vaya.

Asentí en silencio.

Christine consultó su reloj.

– ¿Me llevarás al aeropuerto?

– Claro -respondí, con voz inexpresiva.

En mi memoria, el tiempo se emborrona. La llamada del asesino fue como un disparo de salida, había desencadenado una larga carrera, primero al hospital, luego al apartamento, luego a través de la noche hacia el amanecer, directamente hasta el momento en que Christine entró en la puerta de embarque para tomar su avión.

La confusión se adueñó del apartamento cuando se llenó de policías y detectives. La calma aparente de Christine se había hecho añicos y en cuestión de minutos, incluso antes de que ella supiera lo que había ocurrido, había comenzado a sollozar y a repetir, para sí misma y para mí: «Sabía que algo sucedería. Lo sabía.» No pude explicárselo sino hasta varios minutos después. Me senté junto a ella y la abracé, para ayudarla a controlar sus emociones. Por un instante estuvo al borde de la histeria; se volvió hacia mí, furiosa, y espetó: «¡Te lo dije! ¡Te lo dije!» Me eché atrás ante su arrebato de ira, pero al cabo de un momento, volvió a apoyar la cabeza en mi hombro. Me pregunté por qué no era capaz de consolarla mejor. No obstante, a cada minuto ella recuperaba un poco de serenidad, de su dominio de sí. Finalmente, se tranquilizó y dijo: