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– No -respondí-. Me libré.

– Estudiante, ¿eh? Apuesto a que consiguió una prórroga -dijo el hombre de la silla de ruedas.

– Así es.

Soltó una risa que degeneró en tos, y me miró.

– Ah, debería haber estado allí. Quiero decir, fue algo realmente increíble.

– Lo sé.

Negó con la cabeza.

– No. No, no lo sabe. Tendría que haber estado allí. Ése es el problema. Nadie lo comprende a menos que haya estado allí.

– Cuéntemelo -le pedí.

La frase de la que vivo.

El hombre volvió a toser.

– Está bien -dijo-. Póngase cómodo y relájese. Tengo una buena historia de guerra para usted.

Oí voces procedentes del pasillo, pasos sobre el cemento del rellano. El hombre de la silla de ruedas se volvió rápidamente en aquella dirección; sus manos se aferraron a los brazos de la silla con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Una voz gritó: «¡Que te den, tío!», y se oyeron pisadas que se alejaban corriendo. El hombre se relajó, visiblemente aliviado. Alisó la sábana que cubría sus piernas.

– A veces los niños del vecindario tratan de entrar. Cabrones. Debería conseguir una pistola y matar a uno o dos. Tal vez así me dejarían en paz. Tal vez éste no sea el mejor barrio de la ciudad, pero para mí está bien.

Siguió con la vista el movimiento de mi bolígrafo sobre el papel y luego miró hacia la grabadora.

– Bien -dijo-, como le decía, todos nos conocíamos por apodos, y el tipo que pienso que está cometiendo esos asesinatos es uno al que llamábamos Ojos Nocturnos porque parecía que no necesitaba dormir de noche. Uno estaba en el perímetro, luchando por mantener los ojos abiertos, con un miedo atroz a la oscuridad, y en cambio ese tipo llegaba, tranquilo, bien despierto, observando la selva como si pudiera ver con la misma claridad que durante el día. Su guardia comenzaba al atardecer y después, al alba, se metía en su agujero, se envolvía en su poncho y se dormía. Era como si necesitara menos horas de sueño que todos los demás.

»Bueno, la cuestión es que estuvo allí el mismo tiempo que yo. De hecho, estuvo más, aunque oí decir que se volvió loco (es decir, más loco) después de que me hiriese aquel proyectil. Según me contaron, lo mandaron a la sección ocho, a una sala de psiquiatría. Y lo creo; mire lo que está haciendo ahora. Creo que jamás vi a ese tipo drogado, ni borracho, ni nada. Lo único que hacía era jugar al soldado. Disfrutaba matando, eso se notaba. Nunca hablaba mucho con nadie. Le gustaba avanzar en cabeza, para estar lejos de los demás. Era un tipo muy callado, muy raro. No creo que el pelotón lo hubiese soportado demasiado tiempo de no haber sido porque todos íbamos un poco colocados. Había muchos chiflados por allí.

– ¿No conocía su verdadero nombre?

– No, ya se lo he dicho.

– Bueno, ¿cuál era el nombre de la unidad? ¿Quién era el oficial al mando?

– El oficial al mando era un teniente llamado O'Shaughnessy. De nombre Peter. No podría olvidar un nombre así. Pelirrojo, tal como era de esperarse. Compañía 352 de infantería, División Americana.

– Y, ¿dónde…?

– Ya se lo he dicho, hombre. En la península de Batangan.

– Es verdad -admití-. Sólo quería confirmarlo.

El hombre sonrió y comenzó a tamborilear otra vez sobre el acero.

– Muy bien -dijo-. Quiero que todo esté correcto.

– ¿Recuerda algún otro nombre de la unidad?

– No. Como le he dicho, sólo los apodos. Extraño, ¿no cree?

Me encogí de hombros.

– ¿Dónde aprendió ese tipo a manejar una pistola?

Suspiró.

– Hombre, no lo sé. Pero recuerdo que allí tenía una. Una enorme 45, como la que está usando aquí. Tal vez la haya conseguido en Saigón, en el mercado negro. Verá, nosotros llevábamos a cabo misiones de «búsqueda y destrucción», como las llamaban. Todos buscaban siempre algo que les diese ventaja, que los ayudara a salir de un aprieto. Este tipo llevaba una 45, al igual que un par de sujetos más que conocía. A veces, por las tardes, se sentaba en el margen del perímetro, cuando no salíamos a los malditos cenagales ni a la selva, y se ponía a hacer prácticas de tiro con ese trasto. Disparaba a los cocoteros, a los pájaros, a cualquier cosa.

– ¿Alguien lo interrogó al respecto?

– No; como le dije, era un tipo raro. Loco. Todos, hasta el teniente, lo dejaban en paz. ¿Por qué no? No hacía ningún daño. Además, se ofrecía voluntario para cualquier misión de mierda, como expediciones por la selva. Yo no, no, señor. Quería conservar intacto el poco trasero que me quedaba. Mientras él hiciera eso y montara guardia por la noche, todos lo dejábamos en paz. Nos daba igual lo que le pasara por la cabeza.

– ¿Y no sabe qué fue lo que le ocurrió?

– Sólo rumores. De repente se puso a gritar y a disparar. Alguien dijo que mató a unos campesinos y se echó a reír sin parar hasta que fueron a buscarlo. Supongo que echaron tierra al asunto. ¿Sabe?, el ejército no tiene inconveniente en glorificar a los héroes que, como yo, pierden el trasero en una explosión mientras duermen, pero a los tipos a los que se les afloja un tornillo, bueno, en general los mandan de regreso a casa y se deshacen de ellos.

Asentí. El hombre de la silla de ruedas sacudía la cabeza, repitiendo por lo bajo: «Qué tipo más raro.»

– Bien -lo corté-, hábleme del incidente. Exhaló otro largo suspiro mientras pensaba.

– Hacía un calor infernal: recuerdo eso muy bien. Un calor pegajoso, persistente, como el de ahora. Realizábamos misiones de búsqueda y destrucción como ya le he dicho, y no hay nada peor que eso, se lo aseguro: era terrible. -Se rió-. Nos recogían los helicópteros por la mañana y nos llevaban a la zona designada como objetivo para que la peinásemos. Si alguna vez se le presenta la oportunidad de volar en uno de esos aparatos, hágalo. Los pilotos estaban tan asustados como nosotros; uno está en el aire a unos seiscientos metros de altura y, al momento siguiente, el helicóptero se precipita hacia la zona de aterrizaje. El soldado de la ametralladora grita y maldice por encima del rugido del motor y dispara la calibre 50 lo más rápidamente posible, destrozando la selva. ¿Sabe cuál era una de las cosas más extrañas de Vietnam? Siempre estábamos disparando contra cosas que, en realidad, no estaban allí. Me refiero a que, cuando nos dirigíamos a una zona de aterrizaje, todo el mundo descargaba sus armas contra un enemigo imaginario oculto entre la maleza. Por la noche, la artillería disparaba por encima de nuestras cabezas, para ajustar las coordenadas en caso de que nos atacaran en la oscuridad. Y nunca había nadie. Bueno, casi nunca.

»Aquel día nos llevaron a una zona de aterrizaje desierta; nadie nos devolvió el fuego, lo cual alegró a los pilotos, que se fueron enseguida. Teníamos que dividirnos en dos unidades para realizar una batida y encontrarnos en un pueblo que figuraba en el mapa. Una vez allí, debíamos atravesar algunos arrozales y perseguir cualquier cosa que encontráramos hacia otra compañía que se dirigía a nosotros, en bloque. Era una de esas ideas estúpidas que parecían estupendas en el papel en el cuartel general pero que en la práctica no daban resultado. Bueno, recuerdo al teniente O'Shaughnessy. Dios, era el irlandés más corpulento que pueda imaginar. Medía casi dos metros y debía de pesar más de cien kilos. Como usted comprenderá, cuando él nos daba una orden, hombre, lo obedecíamos. Tenía un carácter de mil demonios. Siempre me sorprendió que nadie se lo hubiese cargado en un tiroteo. Hasta donde yo sé, nadie lo hizo. Además, tengo que decir en su honor que cuando me hirieron él le gritó a ese piloto de helicóptero que lo mataría con sus propias manos si no me sacaba de allí cuanto antes. Así que, en realidad, no puedo quejarme.

»Entonces, como le decía, nos dejaron en medio de ese arrozal, reunidos en torno a O'Shaughnessy, y los helicópteros se alejaron hacia el sol. Recuerdo la sensación de estar solo, a pesar de estar rodeado de otros hombres y de disponer de una radio con la que pedir ayuda en caso necesario. Nunca pude librarme de la sensación de soledad, de estar a la deriva en medio del océano, ¿entiende? Como una especie de Robinson Crusoe. Hacía tanto calor que al cabo de pocos segundos estábamos chorreando: El sudor me corría bajo el casco, entre los ojos. No lo soportaba; me moría de ganas de gritar. Pero no hay manera de enjugar el sudor cuando uno está sujetando un arma y necesita el otro brazo para mantener el equilibrio. Vi a tipos perder la cabeza a causa del calor; comenzaban a gritar, se negaban a moverse, hundidos hasta el trasero en el barro, el agua y las sanguijuelas de los arrozales. A veces, el sol era tan malo como cualquier cosa que hicieran los Vietcong.