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– Mantendremos oculta la nota -dijo Nolan, todavía medio dormido-. La dejaremos para el periódico de mañana, así tendremos tiempo de hacerla bien. ¿De acuerdo?

Respondí que sí.

– Ahora bien, lo importante es que la radio, el Post y los canales de televisión no se enteren de esto. -Vaciló-. Tenemos que hablar con los policías. Ésa fue nuestra parte del trato. Pero asegúrate de que ellos cumplan con la suya y no lo divulguen. Esta primicia es nuestra; -Hizo una pausa-. ¿Has tomado muchas notas?

Le hablé de las páginas y más páginas que había llenado de citas.

– Bien -dijo Nolan-. No se las entregues. Deja que te interroguen, presta declaración, haz lo que haga falta. Pero no te desprendas de esas notas por nada del mundo. ¿Qué te ha dicho el tipo?

– Que siente impulsos muy fuertes de matar y de hablar.

– Increíble. Creo que ése será el tema principal. ¿Qué más?

– Me ha contado muchas cosas de su vida; anécdotas, en realidad. No sé muy bien con qué objeto. Después ha descrito el asesinato de los ancianos.

– ¿En detalles?

– Con pelos y señales.

– Dios mío -exclamó Nolan-. ¡Qué noticia!

Christine quería acompañarme a la jefatura de policía. Dijo que no soportaba la idea de quedarse sola, que tenía la sensación de que, de alguna manera, el asesino rondaba cerca. Le dije que si venía se aburriría y que tenía que trabajar por la mañana. Esperé mientras ella se preparaba para irse a dormir; la observé quitarse la ropa y dejarla en el suelo. Pensé en su desnudez y, por un instante, pasó por mi mente la imagen de los ancianos. Luego, con la misma rapidez, la deseché y le cubrí los senos con las manos, apartando la fina sábana bajo la que dormíamos. Ella cerró los ojos y se tendió de costado, vuelta hacia mí. Le acaricié el cuello; luego extendí el brazo y apagué la luz.

– Ojalá pudieras acostarte junto a mí -dijo-, aunque sólo fuera para abrazarme. No sé si podré dormir.

– No seas tonta -repliqué en la oscuridad.

Antes de irme echaría el cerrojo a la puerta. Además, regresaría por la mañana. Examiné a la luz mortecina que, se colaba desde la calle por la ventana los contornos de su cuerpo. Me pregunté por qué no me sentía más excitado; luego ahuyenté este pensamiento. Salí del dormitorio, cerré la puerta y volví a la sala. Mis ojos recorrieron la habitación en busca de mis notas.

Esa noche, Martínez me aguardaba en el vestíbulo del edificio de la jefatura. Llevaba un traje azul, sin corbata; la camisa abierta, dejaba al descubierto el vello de su pecho. Cuando entré, me sonrió.

– Una azafata -dijo.

– ¿Qué? -pregunté, mientras le estrechaba la mano.

– Rubia. De National Airlines. Unos veintitrés años. Estaba enseñándome a volar. -Sonrió de nuevo.

– Lo siento -dije.

Se encogió de hombros.

– El trabajo antes que el placer. De todos modos, jamás debí darle su número a Wilson. Apuesto a que él le encanta eso de levantarse de la cama en mitad de la noche.

Subimos al ascensor con un par de agentes de uniforme. Me miraron por un momento y luego me dieron la espalda. Hablaban de una pelea en la que habían tenido que intervenir esa noche. Uno de ellos se quejaba de un desgarro muscular en la espalda; el otro no lo compadecía demasiado.

– Por aquí -me indicó Martínez cuando las puertas se abrieron en la tercera planta.

Por un instante, las luces me cegaron y tuve que parpadear. El departamento de homicidios estaba en una oficina grande dividida en docenas de compartimentos más pequeños mediante tabiques que no llegaban al techo. Dentro de cada uno, había un par de escritorios orientados en direcciones opuestas, otras tantas sillas y teléfonos. Los escritorios eran viejos, de metal gris, y tenían marcas de cigarrillos.

Los detectives, de pie en las puertas, nos miraban pasar por los pasillos. Sus trajes y corbatas de alguna manera resultaban incongruentes con el marco deprimente que los rodeaba. Vi a un hombre negro con las manos esposadas a la espalda sentado en uno de los reducidos despachos. Estaba recostado en la silla, oyendo hablar a un detective. Tenía una mueca de desdén permanente en el rostro y, periódicamente, sacudía la cabeza. Me fijé en las paredes. Eran verdes y reflejaban la luz fluorescente. En ellas había colgadas fotografías de criminales y carteles de personas buscadas por la justicia, una lista de guardias y un gran letrero escrito a mano que decía: «Todos los agentes asignados al caso del Asesino de los Números deben presentarse a diario ante el sargento Wilson o el oficial de servicio.» Seguí a Martínez por la oficina y me detuve para echar un vistazo a un escritorio.

Sobre él había docenas de fotografías en color. Advertí que se trataba de imágenes del escenario de un crimen.

En ellas aparecía un cadáver cubierto de sangre, encogido dentro del maletero de un coche. Martínez se detuvo al verme. Entró en el despacho y tomó una de las fotografías.

– ¿Alguna vez habías visto los destrozos que hace una pistola de calibre doce disparada a bocajarro? No es muy bonito, ¿verdad? Esto es cosa del hampa. La noticia apenas llegó a publicarse en la sección local del Journal. Como ya te imaginarás, el crimen no desaparece cuando hay un psicópata suelto. Tenemos que encargarnos de esos casos también.

Estudié la fotografía. El rostro ensangrentado de la víctima estaba paralizado en una expresión de horror, con la boca abierta y los ojos en blanco. El disparo lo había alcanzado en el pecho, que ahora estaba hecho un revoltijo de entrañas y sangre. Cerré los ojos y devolví la foto. Por un segundo me sentí mareado.

– ¿Habéis detenido al culpable? -pregunté.

– Sólo es cuestión de tiempo. Tenemos a un sujeto en una celda que aún no se decide a hablar. Él conducía el coche en el que los asesinos se dieron a la fuga. No creo que le atraiga mucho la idea de pagar por lo que hicieron ellos.

Seguimos caminando hacia el fondo entre el murmullo de voces y los timbrazos de los teléfonos. Se oía una docena de conversaciones al mismo tiempo; el ruido parecía un telón de fondo para la actividad, como en la redacción. Los detectives entraban y salían de la oficina: algunos llevaban hojas de papel, otros se ajustaban la pistolera. El ulular de sirenas penetraba desde el exterior a través de la pared y se elevaba sobre el zumbido de los acondicionadores de aire.

Pasamos junto a un despacho que tenía la puerta cerrada, pero en ella había una ventanilla. Martínez se asomó.

– Ah -dijo-, la hora de la confesión.

Eché una ojeada y vi a otro hombre negro. Estaba fumando un cigarrillo. Había dos detectives con él; uno de ellos tomaba notas. En el rincón había un taquígrafo. Sus dedos se movían sobre el teclado.

– Mató a su esposa -explicó Martínez-. Ella había estado tomándole el pelo. Se hallaban en casa, y él decidió demostrarle quién mandaba allí. La molió a golpes.

Seguimos caminando y vi a Wilson esperando a la entrada de una oficina.

– Gracias por venir -dijo-. ¿Habías estado aquí antes?

– No.

– No es muy bonito, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

– Escucha, quiero que nos cuentes qué te dijo el asesino, y después, cuando el taquígrafo termine su trabajo en la otra sala, lo mandaremos llamar y podrás contarlo de nuevo. A veces, la segunda vez se recuerdan más cosas. ¿Tomaste notas?

Vacilé.

– Sí. Pero las necesito para mi artículo.

Wilson clavó la vista en mí.

– ¿Y una copia?

Me encogí de hombros.

– ¿Por qué no? Es lo mismo que si fuera una cinta. Me vino a la memoria lo que me había dicho Christine. Yo también era un ciudadano. Y no le había prometido al asesino que no cooperaría con la policía.

– Pero no olvidéis nuestro pacto -señalé-. Nada de filtraciones a otros periódicos. No quiero tener que atender llamadas telefónicas del resto de los medios antes de publicar la historia en mi propio periódico.