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La gente anda por ahí y actúa como si nada estuviera pasando. No son capaces de ver más allá de su reducido mundo. ¡Pues yo sí! Creo que soy el único cuerdo que queda -dijo, bajando la voz-, la única persona que comprende que a cada acción corresponde una reacción en sentido contrario. Pues bien, la sociedad me envió allí para actuar como un asesino; ahora que he vuelto, la reacción: estoy haciendo lo que mejor me enseñaron.

Se detuvo de nuevo para tomar aliento.

– ¿Y usted? -preguntó.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Estuvo allí? Creo que tenemos más o menos la misma edad, por eso se lo pregunto. ¿Estuvo en Vietnam?

– No -respondí-. No fui a la guerra.

– ¿Por qué no?

Me pasaron por la cabeza varias respuestas, conversaciones con mi padre y con compañeros de la universidad. Recordé que me había dejado crecer el cabello, llevaba vaqueros y lucía símbolos de la paz, me manifestaba y cantaba. Parecía haber pasado mucho tiempo desde entonces. Pensé en hablarle de la prórroga por estudios, de la inmoralidad de la guerra, de que me oponía a ella, de que habría preferido huir a Canadá. Eso es lo que él esperaba oír.

– Porque tenía miedo -dije sin embargo.

– ¿De qué?

– No estoy seguro. -Titubeé-. De matar. De que me mataran.

– Era nuestra guerra -dijo, con voz serena.

– Lo sé.

Pensé en el retrato de mi abuelo, vestido con su uniforme verde oliva, y el ceñido cuello militar abrochado. Desde la fotografía, él miraba en silencio y en paz, como miembro del Cuerpo Expedicionario norteamericano. Fue teniente a los veintidós años, con el batallón 77. Combatió en Château-Thierry y más tarde en Argonne. Yo lo veía con ojos de niño. Él hablaba poco de la guerra. Cuando regresó, estudió derecho y se convirtió en Juez de las faltas ajenas desde un asiento en el tribunal. Cuando yo tenía ocho años, me llamó a su estudio. Estábamos a principios del otoño, y él comentó que el tiempo le recordaba los días nublados de Argonne. Antes del amanecer el cielo se iluminaba a medias como si fuese a desatarse una tormenta, decía, y entonces comenzaban los cañonazos, unos sonidos retumbantes que hacían añicos el alba. Cuando rompía el día, los destellos del fuego de artillería atravesaban la tierra de nadie hacia las líneas alemanas, y el cielo adquiría una tonalidad más cálida. La tierra entera se estremecía con las detonaciones. Las armas generaban su propio calor y su viento, como si tuviesen más poder que la naturaleza. Mi abuelo, mirándome fijamente desde el otro lado del escritorio, me entregó un regalo. Era su viejo casco de acero, tan pesado que yo apenas podía sostenerlo. Lo colocó sobre mi cabeza, retrocedió un paso y saludó. «La guerra que acabaría con todas las guerras, así la llamábamos entonces», dijo. El casco me ensuciaba el cabello; me lo quité y sacudí la cabeza. «Esa tierra es francesa -señaló-. Llevaba allí cuarenta y tantos años.»

Había otra fotografía en la casa donde crecí; ocupaba un lugar sobre la repisa, junto al retrato de mi abuelo. Era una imagen granulosa, ligeramente desenfocada, de un grupo de hombres arrodillados en la superficie asfaltada de una pista de aterrizaje. Detrás de ellos, asomaba la nariz de un bombardero mediano, un Mitchell B-25. Los hombres parecían relajados; cada uno había escrito su nombre debajo, con tinta blanca. El tercero por la izquierda, situado justo debajo del dibujo de una mujer ligera de ropa con un rayo en cada mano que adornaba el morro del avión, era mi padre. Llevaba una gruesa chaqueta de aviación y la gorra echada hacia atrás. Tenía un brazo sobre los hombros de otro hombre vestido con el mismo uniforme de caqui y cuero. Mi padre llevaba un cinturón con una pistola. Era, tal vez, una 45 como la que usaba el asesino.

– En la primera y segunda guerras mundiales, incluso en Corea, todo estaba muy claro -dijo el asesino-. Pero con nuestra guerra, las cosas no fueron tan simples.

– ¿Cómo podíamos saberlo? -inquirí.

– Tiene razón. ¿Cómo íbamos a adivinarlo? Yo fui. Mi viejo fue. Su padre fue antes que él. Creo que era algo aceptado por todos. ¡Dios mío, qué equivocados estaban!

– ¿Su padre y su abuelo? -pregunté, sorprendido.

– Sí. No es que fuese una familia de militares. Sólo era algo aceptado. Y después me llegó el turno.

Me vino a la memoria una imagen de mi padre. Él estaba hablando, yendo y viniendo por la habitación, intentando mantener la compostura.

– A mí me pasó lo mismo -dije.

– Pero no fue a Vietnam.

– No.

– ¿Participó en manifestaciones?

– Sí. Todos lo hacían. Era fácil.

– Supongo que sí -convino.

Guardamos silencio por un momento. Luego, agregó:

– ¿Sabe? Apuesto a que tenemos más cosas en común de las que usted cree.

Su voz interrumpió mis pensamientos. Volví a ver en mi mente a los ancianos.

– Hábleme de los asesinatos -pedí.

– Fue fácil -respondió, remedando mis propias palabras. Lanzó una carcajada-. Les gustaba salir a pasear por las noches, temprano, para mantenerse en forma. Los observé durante unos días; recorrían siempre el mismo camino al mismo paso. Se detenían en los mismos sitios a tomar aliento. Iban del brazo. Eso me gustó. Mucha gente no demuestra su afecto como lo hacían ellos.

– No entiendo…

– Esa noche los seguí hasta su casa -me interrumpió-. No me vieron hasta que les di alcance en la entrada. No había nadie más en la calle y ellos estaban demasiado sorprendidos y asustados para gritar siquiera. Les dije una frase críptica y aterradora, algo así como: «Al menor ruido os mato»; le tapé la boca a la mujer, los obligué a entrar en la sala de su casa y cerré la puerta detrás de mí. Fue así de sencillo. De pronto, ya no hacía calor y el silencio lo envolvió todo, como si el hecho de cerrar la puerta hubiese cercenado el día como una cuchillada y sólo quedáramos en el mundo ellos y yo.

»Les acerqué la pistola a la cara por un instante. El viejo estaba aterrado. Se interpuso entre su esposa y yo y dijo: "¡Llévese lo que quiera, jovencito, pero deje de asustarnos!" Y luego reunió el poco coraje que le quedaba y me soltó: "Los he visto más rudos que usted." Yo le sonreí y les indiqué por señas que se sentaran en el sofá de la sala. Me dejé caer en un sillón y, sin dejar de apuntar con la pistola, dije: "Ah, ¿sí? ¿Dónde?" y el viejo se estremeció. "En Auschwitz", respondió. Levantó el brazo; la manga se deslizó hacia abajo, dejándole al descubierto la muñeca huesuda, en la que tenía un número tatuado.

»Yo me quedé perplejo, por decirlo suavemente. No podía creer en mi suerte. "Hábleme de eso", le pedí, y el viejo tomó la mano de su esposa. Ella no había abierto la boca hasta ese momento; miraba al frente con los ojos vidriosos. "¿Qué quiere que le diga?", preguntó él. "¿Ha visto las fotografías?" Yo asentí. "Todos entramos. Algunos salimos. No muchos. ¿Qué más se puede decir? ¿A quién le gusta recordar esas cosas? Pero usted no me asusta, ni siquiera con esa pistola." Eso me enterneció. ¿A quién no lo hubiera enternecido? Al cabo de un minuto, dijo: "¿Ha venido a robarnos, o qué? ¿Cree que somos ricos? Si lo fuéramos, no viviríamos aquí." Negué con la cabeza. "Así que no se trata de un robo", dijo, "¿Qué otra cosa puede ser? ¿Un asesinato? ¿Con qué objeto? ¿Una violación? Somos demasiado viejos. ¿Qué otra posibilidad queda?"

»Pero yo no respondí. Era un viejo orgulloso; estaba sentado con la espalda muy recta y no me quitaba la vista de encima. Con un brazo rodeaba los hombros de su esposa, como un ave cubriendo a sus crías con un ala. La había tomado de la mano. Vi que sus ojos se posaban en la pistola. Entonces sonrió. "Una 45, tal vez?", preguntó, y asentí. "Esto empieza a tener sentido", dijo.

»Entonces se volvió hacia su esposa y le habló en voz tan baja que apenas pude oído. "Ruth", le dijo, "sabes que te he amado todos estos años. Ahora todo terminará. Éste es el hombre de los periódicos, el que mató a esa joven tan bonita. Piensa matarnos a nosotros, también." Al oír esto, ella se puso rígida y abrió muchos los ojos. Me recordó un poco a un animal, ya sabe, a un perro o a un conejo. Pero él la calmó enseguida. "Somos viejos. ¿Qué nos importa? ¿Por qué habríamos de tener miedo?" Su voz era maravillosa: suave, tranquila, casi hipnótica. Observé el efecto que producía en su esposa. Ella se relajó perceptiblemente y se arrimó más a él. Cerró los ojos y asintió, y el anciano se volvió hacia mí. "Bien", dijo. "Haga lo que tenga que hacer."