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– He leído todos los artículos con sumo interés -aseveró-. Permítame felicitarlo. Creo que están muy bien escritos.

Asentí a manera de agradecimiento.

– Y bien -prosiguió-, ¿qué lo trae por aquí? Bueno, no necesita responderme; lo sé. Necesita más interpretaciones instantáneas. -Se rió.

– Sólo quería conocer sus impresiones -respondí-. Tal vez se le haya ocurrido algo: alguna pregunta que yo pueda hacerle al asesino para obtener más información acerca de él.

– Bien -dijo el psiquiatra, dejando escapar el humo entre sus labios-, no creo que sea posible hacerlo estallar con una sola pregunta. En realidad, eso sólo sucede en las películas: el gran descubrimiento, la revelación, la confesión sincera en un mundo de mentiras. -Negó con la cabeza-. Ojalá las cosas funcionaran como en Hollywood. Tal vez todos deberíamos mudarnos allí. No -insistió, dando otra profunda calada a la pipa-, aun cuando se produce una revelación, una repentina catarsis, habitualmente ésta va acompañada de negación, un mecanismo mental para compensar la admisión que se acaba de hacer. Siempre es un proceso lento. Pero no me malinterprete: hay victorias y días de grandes progresos, si bien no se dan con tanta rapidez como uno quisiera. -Hizo otra pausa-. De todos modos, al leer sus artículos, especialmente el del otro día, en que describía el segundo asesinato, me dio la impresión de que usted está obteniendo de ese sujeto más información de la que necesita.

– No lo entiendo -dije-. Él menciona una y otra vez un incidente que se produjo durante la guerra, o en su adolescencia. Todo resulta muy confuso.

– ¿Preferiría tratar con alguien totalmente sereno, racional y servicial? La gente así rara vez comete asesinatos en serie. Y, por cierto, tampoco llaman por teléfono para dar pistas a la prensa, a la policía y al público en general.

– De acuerdo -dije, riendo. El doctor sonrió conmigo-. Saque usted las conclusiones por mí.

El psiquiatra reflexionó por un momento, haciendo girar ligeramente su silla; de repente se detuvo y se volvió hacia mí.

– No creo que la situación haya cambiado mucho desde la primera vez que hablamos. El asesino se cree invulnerable pero, al mismo tiempo, proporciona pistas acerca de su identidad. Una parte de él quiere que lo capturen; otra parte está fascinada con la idea de jugar con el mundo entero. Esas dos partes se mezclan en sus conversaciones con usted porque están confundidas en su mente. Los motivos por los que disfruta con el acto de asesinar están, en su mayor parte, arraigados en su niñez. Una madre seductora, o tal vez algo peor; un padre que alternaba exigencias con castigos. Una sensación de aislamiento, de alienación. Él crece con una furia implacable en su interior. Luego se alista en el ejército (o al menos eso dice) y aprende a matar. Dice: «Ya soy un buen tirador» o, en otras palabras: «Ya soy un asesino.» Sin embargo, tengo mis dudas. Es un hombre inteligente. ¿Realmente estuvo en Vietnam? ¿O acaso está aprovechándose de la culpa colectiva nacional para desviar la atención de los sentimientos que ya tenía, del curso que ya había tomado?

– Sus descripciones son muy precisas -lo interrumpí-. Sus conocimientos de la guerra parecen muy reales, muy familiares…

– Casi demasiado, diría yo -observó el psiquiatra.

– Me cuesta creerlo.

– Claro que es sólo una teoría, una posibilidad. Hay tantos indicios de que me equivoco como de que estoy en lo cierto. En realidad, en buena medida sólo estoy lanzando hipótesis. La función de la psiquiatría no es hacer predicciones.

– El pasado es el prólogo -dije, citando a Shakespeare.

El doctor rió.

– Touché. -Se quedó pensando por un instante-. Supongamos que él dice la verdad, que realmente hubo un incidente. Le advierto algo: tenga cuidado, porque lo que es verdad para un psicópata no es necesariamente cierto para un periodista. Yo sospecharía que ese incidente guarda relación con alguna experiencia que tuvo de niño. -Agitó la mano-. Lo sé, lo sé; la gente que lee el periódico no quiere saber nada de la latencia ni de las fases ni de ningún otro concepto relacionado con la pre adolescencia, que constituye la piedra angular de mi profesión. Pero si escarba en ella, le ayudará.

Hizo otra pausa y giró para mirar por la ventana.

– Creo que para él no es más que un juego. Sigo pensando que no lo atraparán, por más información que le proporcione.

– Sigue siendo pesimista -dije.

Se echó a reír.

– Eso forma parte de la profesión.

Le pedí su opinión sobre las reacciones que había observado en la calle: la preocupación, el miedo, incluso la actitud desafiante.

– Creo que la gente continuará temiendo a este hombre. En cuanto a si puede tratarse de síntomas de histeria…, ¿quién sabe? Un colega me ha contado que uno de sus pacientes no habla de otra cosa, hora tras hora. Sospecho que eso es la excepción, más que la regla. Y no subestime la capacidad de la gente para hacer caso omiso de aquello que tiene delante. ¿Ha leído a Poe?

Asentí.

– La máscara de la muerte roja. Muy adecuado, bailar mientras la muerte entra en el salón. -Se puso de pie y se dirigió a la ventana-. Miami es una ciudad muy protegida -dijo-. Tenemos el sol, el agua, los deportes acuáticos, el tenis, actividades al aire libre, la playa. Aquí la comunidad tiene muchas oportunidades para evadirse. Aquí no hay invierno. ¿Cuándo pasó por aquí la última tormenta realmente grande? En el treinta y siete, aproximadamente. Muchos ni siquiera la recuerdan. En esta ciudad resulta más difícil creerse la muerte de esos ancianos, creer que bajo el sol y en el aire cálido acecha algo malo. Bueno, no me malinterprete: vaya donde vaya, verá temor. Usted, libreta en mano, se lo recuerda a la gente. Pero ¿realmente podemos comprender lo que hay ahí fuera? No lo sé.

Guardó silencio. Se volvió hacia mí.

– Debo de estar envejeciendo. Hablo demasiado. Paso tanto tiempo escuchando que, cuando se me presenta la ocasión de hablar, no puedo parar. Perdóneme. -Volvimos a estrechamos la mano-. Todo esto me interesa mucho -afirmó-. Aquí estaré si me necesita.

Durante casi dos semanas, no tuve noticias del asesino.

El tiempo transcurría con lentitud infinita, segundo a segundo. Estaba convencido de que él volvería a actuar pronto, y cada minuto me parecía interminable. Miami atravesaba el mes de agosto, al paso que le dictaba el calor: cansino, irritante. Un hombre resultó muerto en una pelea con alguien que había chocado contra el guardabarros de su coche. El agresor acabó llorando junto a los vehículos abollados, esperando a la policía, mientras la víctima se ahogaba en su propia sangre. Se cometieron varios atracos a comercios, dos de los cuales tuvieron como consecuencia la muerte de los dependientes; el tercero terminó cuando un escuadrón especial de la policía abatió a tiros a los atracadores adolescentes. Se destapó un escándalo relacionado con el gobierno local: un contable descubrió un agujero considerable en un fondo para gastos menores, y la fiscalía citó a declarar al alcalde y dos comisionados. No me asignaron ninguna de esas noticias. Nolan me mantuvo en la oficina la mayor parte del tiempo.

Escribí un largo artículo en el que detallaba las actividades policiales, en especial las de un equipo que trabajaba con registros del ejército que se habían solicitado a Fort Bragg, Carolina del Norte, y al Pentágono, en Washington. También traté otros temas. Una noche acompañé a dos agentes en su ronda en coche patrulla. Me dijeron que habían percibido cambios muy sutiles. Al principio, había menos gente en las calles por la noche; luego, menos adolescentes. Los barrios estaban mucho más tranquilos. El oficial habló con furia del asesino; comentó que le gustaría encontrarse a solas con él durante unos minutos y tener la oportunidad de resolver el asunto a tiros. Ambos eran jóvenes y habían servido en Vietnam. Claro que esa guerra no fue nada buena, dijo uno de ellos, pero ya había terminado y todos habían vuelto a casa. Su compañero se mostró de acuerdo y gruñó mientras conducía en el coche por calles oscurecidas, pasando por casas que parecían cerradas, clausuradas.