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En el «Citroen» último modelo del profesor Aubert, Randall había sufrido un tormentoso viaje. Se lo había pasado frenando contra el piso del auto hasta el Sena y la explanada de Notre Dame. Un guardia que reconoció a Aubert le localizó rápidamente un lugar para estacionarse.

En la entrada principal de la catedral, al Oeste, Aubert dejó a Randall y le dijo:

– No me demoraré más de un minuto o dos. Sólo tengo que dejar este informe con uno de los sacerdotes.

Randall consideró la conveniencia de entrar, pero decidió que Aubert estaría de vuelta pronto, así que se quedó parado al sol, observando a los turistas de todo el mundo, entrando y saliendo, como si fuera un desfile. En unos cuantos minutos, Aubert estaba de nuevo junto a él.

– ¿Ha visto usted las tallas de piedra que hay encima de los pórticos? -preguntó el profesor Aubert-. Me parecen particularmente interesantes desde que estoy metido en esto del Nuevo Testamento Internacional. Usted sabe, naturalmente, que no existe pintura ni escultura de Jesús que haya sido hecha cuando Él vivía. No podría existir, porque no hubieran podido hacerla. Los judíos (y los primeros cristianos eran judíos) consideraban un sacrilegio reproducir la figura humana, ya fuera en pinturas o en estatuas. La ley judía prohibía todos los retratos. Por supuesto, en el Vaticano hay un cuadro de Jesús que, según la leyenda, dibujó San Lucas y lo colorearon los ángeles. Pero eso es una tontería. Yo creo que la pintura más antigua de Jesús es una que hallaron en una catacumba, y que se hizo allá por el año 210 de nuestra era. Ahora, si quiere usted mirar hacia allá arriba…

Randall siguió la dirección que señalaba el dedo del profesor Aubert y descubrió en el muro de Notre Dame una escultura que representaba a la Virgen siendo coronada por un ángel, mientras Cristo, de pie junto a ella, con una corona en la cabeza y un cetro en la mano izquierda, la bendecía.

– Eso se llama la Coronación de la Virgen -prosiguió Aubert-. Data del siglo xiii. Es un ejemplo típico de lo absurdo de los retratos de Jesús en el arte. Ningún artista supo cómo había sido Él, y todos lo pintaron ridículamente hermoso y glorificado. Después de leer el evangelio de Santiago, la gente quedará desagradablemente impresionada al descubrir cómo era Él en realidad. ¿Qué harán con tantas obras de arte engañosas, falsas? Tal vez lo que hizo la gente durante la Revolución Francesa. Los revolucionarios creyeron que las estatuas de los reyes del Antiguo Testamento que estaban en Notre Dame representaban a los reyes de Francia, y las derribaron. Quizás eso vuelva a acontecer este año. Entonces, en lugar de estas representaciones del Señor, pondrán otras estatuas que reflejen al verdadero Jesús, tal y como era, con su nariz de semita, sus rasgos irregulares, y todo. Será mejor así. Yo creo en la verdad.

Randall y el profesor Aubert regresaron al «Citroen», pasaron por el Pont de l'Archevêché y entraron al tráfico del Quai de la Tournelle. Cuando el Quai de la Tournelle se volvió Quai de Montebello, Randall observó con envidia a los ociosos franceses que curioseaban entre livres y affiches en las librerías a un lado del Sena. A la izquierda alcanzó a ver una tienda llamada Shakespeare y Compañía, y en otra parte, según recordó, el lugar que frecuentaba antiguamente James Joyce.

Pronto estaban ya en el amplio Boulevard Saint-Michel, y diez minutos después, habiendo encontrado por fin un lugar donde estacionarse, el profesor Aubert llevó a Randall a un elegante café situado en la esquina del Boulevard Saint-Michel con el Boulevard Saint-Germain, que parecía el punto de convergencia para todo el tránsito de peatones y automóviles de la ribera izquierda de la ciudad. En el borde de la marquesina verde, inclinada para proteger del sol las tres hileras de sillas de mimbre pintadas de amarillo limón y las redondas mesas de mármol, Randall leyó estas palabras: CAFÉ DE CLUNY.

– Éste es uno de los cafés favoritos de mi esposa -declaró el profesor Aubert-. El corazón de la ribera izquierda. Jóvenes por todas partes. Al otro lado de la calle… ¿ve usted la reja pintada de negro?…, hay un parque con algunas ruinas romanas edificadas aquí en París, trescientos años… menos, según Santiago… después de Cristo. Bien, según parece, Gabriele no está aquí -Aubert consultó su reloj de pulsera-. Llegamos algo temprano. ¿Dónde prefiere que nos sentemos, Monsieur Randall, adentro o afuera?

– Afuera, decididamente.

– De acuerdo. -La mayoría de las mesas estaban vacías, y Aubert se abrió paso entre ellas; luego eligió una con tres sillas de mimbre en la fila de atrás, e hizo a Randall una seña para que se sentara junto a él. Una vez instalados, Aubert chasqueó los dedos al camarero, que vestía una chaqueta blanca-. Esperaremos a Gabrielle para ordenar la comida -dijo a Randall- y entonces, si usted prefiere algo ligero, le recomendaré el omeletle soufflé avec saucisse. Ahora, tomemos un aperitivo.

Había llegado el camarero.

– Yo tomaré un Pastis Duval -dijo Aubert a Randall-. Un Pastis Duval, garçon.

– Que sean dos -dijo Randall.

– La même chose pour lui.

Aubert ofreció a Randall un cigarrillo, pero Randall prefirió su pipa. Aubert introdujo su cigarrillo en una larga boquilla y cuando ambos estuvieron fumando, el científico estiró las piernas, miró con escaso interés a los que pasaban y por primera vez pareció plenamente relajado.

Después de un intervalo, frotó su aguda nariz, exhaló el humo y se volvió hacia Randall.

– Estaba yo pensando, precisamente ahora, cuán curiosas son las circunstancias de que yo haya sido el que declaró auténticos esos dos documentos y, consecuentemente, el responsable de que se vayan a presentar ante el mundo como una realidad.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Randall.

– Porque nunca fui una persona realmente religiosa; de hecho, he sido todo lo contrario. Y aun hoy, sea cual fuere mi religión, no es precisamente ortodoxa. Pero reconozco que todo lo sucedido (me refiero a mi pequeño papel en la preparación de la nueva Biblia) me ha afectado profundamente.

Randall dudaba en preguntar, pero sentía gran curiosidad.

– ¿Le importaría explicarme de qué modo, profesor?

– Me ha hecho ver las cosas de otra manera. Sin duda ha afectado mis relaciones con los que están cerca de mí. Si de veras le interesa…

– Sí, me interesa.

Aubert miró a lo lejos.

– Yo me crié en Ruán, como católico, pero de una manera muy vaga. Mis padres eran profesores y concedían a la Iglesia el mínimo de obediencia. En realidad, eran librepensadores, racionalistas; esa clase de gente. Siempre recuerdo que junto a nuestro ejemplar de la Biblia de Reims y Douai, de Challoner, estaba la Vie de Jesus (la Vida de Jesús, de Ernesto Renán), un livre qui a fait sensation mais qui est charmant. Discúlpeme… le estaba diciendo que es un libro sensacional que declara, de un modo encantador, que los cuatro evangelios no son más que leyendas, que los milagros de Cristo no podían afrontar el escrutinio de la ciencia y que sólo eran mitos; dice también que el cuento de la Resurrección lo soñó María Magdalena. Ahí tiene usted la imagen de mi juventud: la Biblia y Renán. Pero, en un momento dado, ya no pude continuar en esa posición ambivalente y esquizofrénica.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Randall.

Los aperitivos estaban servidos. Tomó el suyo y esperó.

– El cambio se produjo cuando entré al Polytechnique, la universidad donde estudié radioelectricidad, antes de especializarme en química. Cuando me dediqué por completo a la ciencia, me aparté totalmente de la fe. Decidí que la religión era una merde. Me volví un cabrón indiferente y frío. Usted sabe cómo es uno cuando da con algo nuevo; cuando se adopta una nueva actitud. Se tiene la tendencia a exagerar. Una vez instalado en mi descreimiento, en mi enfoque científico, sólo respetaba y creía lo que salía de mi laboratorio; es decir, lo que uno puede ver, oír, tocar o aceptar de acuerdo con la lógica. Esta condición perduró hasta después de que dejé mis estudios. Trabajé y viví para el momento, para el presente, para la vida terrenal. No me interesaban el futuro ni el más allá. Mi única religión eran los Hechos… y Dios no era ningún Hecho, el Hijo de Dios no era ningún Hecho y el cielo y el infierno tampoco eran Hechos.