– Vamos -dijo Shively-. Por lo que a mí respecta, no necesito ver otra cosa.

– Estoy de acuerdo -dijo Malone.

Al parecer, había otros que también se mostraban de acuerdo, porque buena parte de la muchedumbre empezó a dispersarse.

Shively y Malone se retiraron lentamente entre los espectadores que aún quedaban, ambos sumidos en tus propios pensamientos.

Shively se detuvo en seco, señalando hacia adelante.

– Mire, ¿no son los tipos que estuvieron con nosotros anoche? Malone escudriñó hacia adelante y vio en la acera, frente a un puesto de helados, a Howard Yost y Leo Brunner enfrascados en una conversación.

– Pues, sí, son los mismos. -dijo Malone.

– Menuda sorpresa, más parece una reunión -dijo Shively-. Vamos a ver qué se traen entre manos.

Al cabo de unos momentos, se reunieron los cuatro, y Brunner y Yost explicaron tímidamente que aquella noche no tenían nada que hacer y habían acudido allí para ver cómo era un estreno.

– Tonterías -dijo Shively alegremente-.

¿Para qué engañarnos? A ninguno de nosotros le importa un comino ver un estreno.

Todos hemos venido para ver con nuestros propios ojos si es lo que todo el mundo dice: la mujer más preciosa de la tierra.

Yost soltó una estruendosa carcajada.

– Ya veo que no hay quien le tome a usted el pelo, Shively.

Reconozco que he querido cerciorarme de si era verdad. Y vaya si lo es.

– Puede estar bien seguro -dijo Shively-.

Lo único que he pensado, cuando la he visto quitarse las pieles y echar a andar, es qué tal sería darme un revolcón con ella.

Lo único que puedo decir, señores, es lo que ya dije anoche en el bar. Sólo que ahora rectifico.

Daría todo lo que tengo o pueda llegar a tener, por una sola noche -fíjense bien-, una sola noche, con esta tía tan fabulosa.

– Lo mismo digo terció Yost.

Brunner sonrió levemente moviendo la cabeza.

Shively apuntó con el dedo a Malone, dirigiéndose a los demás.

– No nos engañemos.

Debemos nuestra presencia aquí a nuestro amigo Malone y a nadie más.

Nos ha vuelto locos con Sharon Fields. Nos ha entusiasmado con la posibilidad de echarle las manos encima y de tenerla para nosotros.

– Estudió a Malone-.

¿Sigue usted pensando lo mismo, muchacho?

– ¿Lo mismo?

– ¿Que podríamos llegar a conocer a esta Sharon Fields en persona?

– Pues claro -repuso Malone-, no se ha producido ningún cambio. Jamás lo he dudado ni por un momento. Anoche se lo dije y lo repetiré. Si quieren conocerla, pueden hacerlo -todos podemos hacerlo-colaborando y siguiendo mi plan.

– ¿Qué podemos perder? -preguntó Shively y mirando a los demás y encogiéndose de hombros-.

Hace veinticuatro horas que me vuelvo loco pensando en esta Sharon Fields.

Quiero saber si he perdido el tiempo por nada.

¿Probamos a averiguar si aquí nuestro amigo Malone nos está tomando el pelo o bien habla en serio?

– Esta noche me presto a cualquier cosa para divertirme un poco -repuso Yost-. ¿Qué dice usted, Brunner?

– Dispongo de unas cuantas horas de libertad.

– Estupendo -dijo Shively rodeando los hombros de Malone con el brazo-. Muy bien, gran cerebro, vamos a conocernos los cuatro un poco mejor.

Y tal vez hablemos también un poco de lo que bulle en su cabeza.

¿Conocen algún sitio de aquí cerca donde podamos tomar un trago y charlar sin que nos molesten? Se apretujaron en el espacioso Buick de Yost dado que se sentían temerarios y rumbosos, decidieron trasladarse al bar del Hollywood Brown Derby de la calle Vine.

Mientras que el restaurante de al lado aparecía lleno de gente y ruido, el bar Derby estaba relativamente tranquilo y escasamente ocupado.

Les costó muy poco esfuerzo encontrar un cómodo reservado que les aislara del puñado de clientes que había.

Una vez hubieron pedido los tragos y éstos fueron servidos, se produjo un embarazoso silencio, como si ninguno de los tres hombres que Adam Malone había reunido se mostrara todavía dispuesto a dar crédito al improbable sueño de éste.

Al final, contemplando aquel lujoso y caro lugar de reunión de los personajes célebres, Kyle Shively inició una conversación que pronto se centró en lo que Malone comprendió que constituía el tema preferido del mecánico.

– La primera vez que vengo a un sitio tan elegante -reconoció Shively-. Ahora ya sé lo que me pierdo.

¿Han visto lo que cobran por una miserable bebida sin alcohol? Hay que ser Onassis o Rockefeller para venir a un sitio así.

El que diga que en esta llamada democracia no hay sistema de castas es un idiota.

Y entonces empezó a referir la injusticia de que había sido objeto por parte de la señora Bishop, que le había humillado, le había dicho sin rodeos que no era suficiente para ella, siendo así que él hubiera podido ofrecerle mucho más que su marido o cualquiera de sus adinerados amigos.

– Lo único que no podía ofrecerle era una buena cuenta bancaria -dijo Shively-.

Sí, de nada te sirve un miembro largo cuando tienes una cuenta corriente muy corta.

Esta discriminación me pone furioso. Y, tal como yo digo siempre, no hay forma de cerrar la brecha y ser iguales, porque los ricos cada vez son más ricos.

– Así es, efectivamente, señor Shively -dijo Leo Brunner.

Se quitó solemnemente las gafas y las empezó a limpiar con el extremo de su servilleta mientras proseguía-: Uno de estos últimos años hubo en este país cinco personas con unos ingresos de más de cinco millones de dólares que no pagaron ni tan sólo cinco centavos en concepto de impuestos sobre la renta.

En este mismo período hubo un magnate del petróleo con unos ingresos de veintiséis millones de dólares en doce meses que consiguió legalmente no pagar el impuesto sobre la renta.

En un solo año, la industria Acero de los Estados Unidos obtuvo unos beneficios de ciento cincuenta y cuatro millones de dólares, y no pagó en concepto de impuestos ni un maldito centavo.

Gracias a unas estratagemas legales, los individuos acaudalados o las grandes empresas consiguen librar de los impuestos a cincuenta y siete mil quinientos millones de dólares anuales y, para compensarlo, cada familia de los Estados Unidos se ve obligada a pagar aproximadamente mil dólares al año.

Y téngase en cuenta que ello sucede en un país en el que cuatro de cada diez personas viven en la pobreza y las privaciones.

Soy todo lo contrario de un radical, señores. Podría decir que soy más bien conservador en muchas cosas, incluida la política fiscal. Me adhiero sin reservas al sistema de la libre empresa, pero nuestra estructura tributaria es tremendamente injusta.

Tras pronunciar su monólogo, Brunner se deshinchó como un globo de gas que hubiera perdido todo el helio.

Se hundió en su asiento como si se hubiera vaciado y encogido.

– Exactamente, amigo mío -dijo Shively, satisfecho de que un experto hubiera corroborado sus puntos de vista-. Es justamente lo que yo digo siempre.

– Bueno, nadie lo niega -dijo Yost acariciándose pensativo la mofletuda mejilla-.

Aunque siempre he creído que todos tenemos la oportunidad de abrirnos camino, si lo intentamos con denuedo. Sé de muchos ricachones que no nacieron ricos.

No sé, yo no nací rico y, sin embargo, estuve a punto de conseguirlo. Cuando me seleccionaron para el segundo equipo de fútbol americano All-American, en mi último año de estudios en la Universidad de California, se me abrieron toda clase de puertas.

Para algunas personas de allí, yo era alguien.

– Entonces, ¿por qué no es alguien ahora? -le preguntó Shively-. ¿Qué le ocurrió en el transcurso de su carrera hacia el banco?

– No lo sé, de veras que no lo sé -repuso Yost sinceramente perplejo-.

Me parece que hay que descargar el golpe cuando el hierro está candente y yo no debí golpear con la suficiente rapidez o la suficiente fuerza. Porque después el tiempo pasa y la gente se olvida de quién fuiste y de lo que hiciste.