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Bosch asintió.

– En Obispo. Cinco años.

– ¿Sí? ¿Por qué?

Bosch lo miró de nuevo.

– Esto y lo otro.

Mackey asintió, aparentemente sin cabrearse por la resistencia a abrirse de su pasajero.

– Está bien, tío. Tengo un amigo que pasó un tiempo allí. A finales de los noventa. Decía que no estaba tan mal, que era una especie de sitio de cuello blanco. Al menos no hay tantos negros como en otros sitios.

Bosch se quedó un buen rato en silencio. Sabía que el uso de la difamación racial era una especie de contraseña para Mackey. Si Bosch respondía de la manera adecuada sería aceptado. Era una cuestión de códigos.

– Sí -dijo Bosch, asintiendo con la cabeza-. Eso hacía que las condiciones fueran un poco más soportables. Aunque probablemente no conocí a tu amigo. Yo salí a principios del noventa y ocho.

– Frank Simmons se llama. Sólo estuvo dieciocho meses o así. Era de Fresno.

– Frank Simmons de Fresno -dijo Bosch como si tratara de recordar el nombre-. No creo que lo conociera.

– Es buen tío.

Bosch asintió.

– Había un tipo que entró unas semanas antes de que yo saliera de allí -dijo-. Oí que era de Fresno, pero, tío, no me quedaba mucho y no iba a conocer a más gente, ¿entiendes?

– Sí, claro.

– ¿Tu amigo tenía el pelo oscuro y muchas cicatrices de granos en la cara y tal?

Mackey empezó a sonreír y asintió.

– ¡Es él! Ése es Frank. Solíamos llamarle Caracráter.

– Seguro que le encantaba.

La grúa giró en Tampa y enfiló hacia el norte. Bosch sabía que tal vez dispondría de más tiempo con Mackey en el taller mientras le reparaban el neumático, pero no podía contar con eso. Podía haber otra llamada para la grúa o un sinfín de otras distracciones. Tenía que terminar su actuación y plantar la semilla mientras estuviera solo con el objetivo. Cogió el periódico y lo sostuvo en el regazo, mirando hacia abajo como si estuviera leyendo los titulares, buscando una manera natural de girar la conversación directamente hacia el artículo de Verloren.

Mackey levantó la mano derecha del volante y se quitó un guante mordiéndose uno de los dedos. Le recordó a Bosch la forma en que lo haría un niño. Mackey entonces extendió la mano a Bosch.

– Soy Ro, por cierto.

Bosch negó con la cabeza.

– ¿Ro?

– De Roland. Roland Mackey. Encantado de conocerte.

– George Reichert -dijo Bosch, dando el nombre que se le había ocurrido ese mismo día después de mucho pensar.

– ¿Reichert? -dijo Mackey-. Alemán, ¿verdad?

– Significa «corazón del Reich».

– Guapo. Y supongo que eso explica el Mercedes. ¿Sabes? Estoy con coches todo el puto día. Puedes decir muchas cosas de la gente por los coches que conducen y cómo los cuidan.

– Supongo.

Bosch asintió con la cabeza. Vio el camino directo a su objetivo. Una vez más, Mackey le había ayudado sin darse cuenta.

– Ingeniería alemana -dijo Bosch-. Los mejores fabricantes de coches del mundo. ¿Qué coche llevas tú cuando no estás en este camión?

– Estoy restaurando un Camaro del setenta y dos. Irá fino, fino cuando termine.

– Buen año -propuso Bosch.

– Sí, pero no compraría nada hecho en Detroit ahora. ¿Sabes quién está haciendo nuestros coches ahora mismo? Putos monos. No conduciría uno, y menos aún pondría mi familia allí.

– En Alemania -comentó Bosch-, entras en una fábrica y todo el mundo tiene ojos azules, ¿éntiendes? He visto fotos.

Mackey asintió de manera pensativa. Bosch consideró que era el momento de hacer el movimiento adecuado. Desdobló el periódico en su regazo. Lo levantó de manera que toda la primera página, y el artículo de Verloren completo estaban a la vista.

– Hablando de monos -dijo-. ¿Has leído este artículo?

– No. ¿Qué dice?

– Esta madre sentada en una cama llorando pór su hijita negra a la que mataron hace diecisiete años. Y la pasma sigue en el caso. Pero, quiero decir, ¿a quién le importa, tío?

Mackey miró el diario y vio la foto con la imagen insertada del rostro de Rebecca Verloren. Pero no dijo nada y su propia cara no delataba ningún reconocimiento. Bosch bajó el diario para no ser demasiado obvio al respecto. Lo dobló otra vez y lo dejó en el asiento que había entre ellos. Forzó la situación otra vez.

– Joder, mezclas las razas así y ¿qué esperas conseguir? -preguntó.

– Exactamente -dijo Mackey.

No era una réplica fuerte. Era casi vacilante, como si Mackey estuviera pensando en otra cosa. Bosch lo tomó como una buena señal. Quizá Mackey acababa de sentir el dedo gélido del miedo en la espalda. Quizás era la primera vez en diecisiete años.

Bosch decidió que lo había hecho lo mejor posible. Si insistía podía cruzar la frontera de la obviedad y delatarse. Decidió circular el resto del camino en silencio, y Mackey pareció tomar la misma decisión.

Sin embargo, al cabo de unas manzanas, Mackey viró el camión en el segundo carril para adelantar a un Pinto lento.

– ¿Puedes creer que todavía queden coches así en la calle? -dijo.

Al adelantar al pequeño vehículo, Bosch vio a un hombre de origen asiático acurrucado tras el volante. Pensó que podía ser camboyano.

– Lo suponía -dijo Mackey al ver al conductor-. Mira.

Mackey se colocó de nuevo en el carril original apretando al Pinto entre el Mercedes remolcado y una fila de coches aparcados en el bordillo. El conductor del Pinto no tuvo otra opción que hundir el pie en el freno. La risa de Mackey ahogó el débil bocinazo del Pinto.

– ¡Jódete! -dijo Mackey-. ¡Vuelve a tu puta barca!

Miró a Bosch para buscar apoyo, y éste sonrió. Fue lo más duro que había tenido que hacer en mucho tiempo.

– Eh, tío, que era mi coche con lo que casi le das a ese tipo -dijo en una protesta falsa.

– Eh, ¿estuviste en Vietnam? -preguntó Mackey.

– ¿Por qué?

– Estuviste allí, ¿verdad?

– ¿Y?

– Y, tío, tenía un amigo que estuvo allí. Decía que aplastaban a esos tipos como si nada. Una docena para desayunar y otra docena para comer. Ojalá hubiera estado allí, es lo único que digo.

Bosch apartó la mirada hacia la ventanilla lateral. La afirmación de Mackey había dejado abierta una puerta para que preguntara por pistolas y matar a gente, pero Bosch no podía permitirse llegar tan lejos. De repente, sólo quería separarse de Mackey.

Sin embargo, Mackey continuó hablando.

– Traté de alistarme para ir al Golfo, la primera vez, pero no me aceptaron. Bosch se recuperó y volvió a la carga.

– ¿Por qué no? -preguntó.

– No lo sé. Supongo que necesitaban guardarle el sitio a un negro.

– O puede que tuvieras antecedentes.

Bosch se había girado para mirarlo al decirlo. Inmediatamente pensó que había sonado demasiado acusatorio. Mackey giró el cuello y mantuvo la mirada lo más posible hasta que tuvo que volver a concentrarse en la calle.

– Tengo antecedentes, tío, ¿y qué? De todas formas podrían haberme usado allí.

La conversación murió allí, y al cabo de unas manzanas estaban aparcando en el taller.

– No creo que tengamos que ponerlo en el garaje -dijo Mackey-. Araña puede sacar la rueda mientras lo tengo colgado. Lo haremos deprisa.

– Lo que quieras -dijo Bosch-. ¿Estás seguro de que no sé ha ido todavía?

– No, es ése de ahí.

Cuando la grúa entró en el garaje, un hombre salió de las sombras y se dirigió a la parte posterior del camión. Llevaba un destornillador eléctrico en una mano y con la otra tiraba de la manguera de aire. Bosch vio el tatuaje en el cuello. Azul carcelario. Algo en el rostro del hombre inmediatamente le sonó familiar. En un momento de pánico pensó que conocía al tipo porque había tratado con él como policía. Lo había detenido o interrogado antes, quizás incluso lo había enviado a la prisión donde le habían hecho el tatuaje.

Bosch comprendió que tenía que mantenerse alejado del hombre llamado Araña. Sacó el teléfono del cinturón.