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– Es sólo una figura retórica, Harry. No puedes cimentar un caso en eso.

– No estoy hablando de cimentar un caso. Sólo me pregunto por qué eligió decirlo de esa forma.

– Si todavía está vivo, lo encontraremos y podrás preguntárselo.

Habían pasado por debajo de la 405 y ya estaban en Panorama City. Bosch dejó la discusión acerca de Danny Kotchof y Rider sacó a relucir a Muriel Verloren.

– La madre está petrificada -dijo Rider.

– Sí.

– Es lamentable. No había ninguna razón para que subieran a la chica por la colina. Podrían haberla matado en la casa. Lo hicieron de todos modos.

Bosch pensó que era una forma ruda de verlo, pero no dijo nada.

– ¿La subieron? -preguntó en cambio.

– ¿Qué?

– Dijiste que había una razón para que subieran a la hija por la colina. Has sonado como Bailey Sable.

– No lo sé. Mirando esa colina… Habría sido duro para una persona. Es muy empinado.

– Sí. Estaba pensando lo mismo. Dos personas.

– Tu idea de asustar a Mackey está mejorando. Si estaba allí, podría llevamos al otro, tanto si es Kotchof como cualquier otro.

Bosch giró al sur en Van Nuys Boulevard y se detuvo delante de un avejentado complejo de apartamentos que ocupaba la mitad de la manzana. Se llamaba Panorama View Suites. Había un cartel que decía «Oficina de alquiler» a la izquierda de las puertas de cristal de un vestíbulo. También anunciaba que había apartamentos disponibles que se alquilaban por mes o por semana. Bosch puso la transmisión del cambio automático en la posición de bloqueo.

– Además de Kotchof, ¿en qué más estabas pensando, Harry?

– Estaba pensando que quería encontrar a las otras dos amigas y hablar con ellas. Tal vez podrías ocuparte de la lesbiana. Pero mi prioridad es el padre, si podemos encontrarlo.

– De acuerdo, tú ocúpate del padre y yo me ocuparé de la lesbiana. Quizá tenga que ir a San Francisco.

– Es Hayward. Y si necesitas ayuda, conozco allí a un inspector que podría localizarla y ahorrar a las arcas de Los Ángeles el coste del viaje.

– Eres muy gracioso. Me gustaría pasar un rato con las hermanas del norte.

– ¿El jefe sabía lo tuyo?

– Al principio no, y cuando lo descubrió no le importó.

Bosch asintió. Le gustaba eso del jefe.

– ¿Qué más? -preguntó Rider.

– Sam Weiss.

– ¿Quién es?

– La víctima del robo. El propietario de la pistola que usaron para matar a la chica.

– ¿Por qué él?

– Entonces no conocían a Roland Mackey. ¿Quizás estaría bien preguntarle por el nombre?

– Compruébalo.

– Después de eso, creo que estaremos preparados para hacer la jugada con Mackey y ver cómo reacciona.

– Pues terminemos con esto y vayamos a hablar con Pratt.

Abrieron las puertas al mismo tiempo y salieron. Al rodear el Mercedes, Bosch sintió que ella lo miraba, estudiándolo.

– ¿Qué? -preguntó.

– Hay algo más.

– ¿Qué quieres decir?

– Contigo. Cuando levantas de esa manera la ceja izquierda, sé que está pasando algo.

– Mi ex esposa siempre me decía que habría sido un mal jugador de póquer. La expresión me delata.

– Bueno, ¿qué es?

– Todavía no lo sé. Algo de la habitación.

– ¿En la casa? ¿La habitación de ella? ¿Te refieres a que es espeluznante mantener el dormitorio así?

– No, de hecho no me importa que la mantenga así. Creo que lo entiendo. Es otra cosa. Algo que no encaja. Le daré vueltas y te lo contaré cuando lo sepa.

– Vale, Harry, ésa es tu especialidad.

Franquearon las puertas de cristal que daban acceso a los apartamentos Panorama View. En diez minutos confirmaron lo que ya sabían; que Mackey se había mudado en cuanto había completado su periodo de condicional.

Como esperaban, no había dejado ninguna dirección.

14

Abel Pratt estaba detrás de su escritorio, dando cuenta de una tarrina de plástico de yogur con cereales. Hacía sonidos de succión y crujidos mientras comía y estaba acabando con los nervios de Bosch. Llevaban veinte minutos sentados con él, poniéndole al día de los progresos del caso.

– Mierda, todavía tengo hambre -dijo Pratt después de terminar la última cucharada.

– ¿Qué es eso, la dieta de South Beach? -preguntó Rider.

– No, sólo mi propia dieta. Aunque lo que necesito es la dieta de South Bureau.

– ¿En serio? ¿Y qué es la dieta de South Bureau?

Bosch sintió que Rider se ponía tensa. En la jurisdicción del South Bureau vivía la mayor comunidad negra de la ciudad. Rider tenía que preguntarse si lo que Pratt acababa de decir era algún tipo de comentario racial de esos que uno no sabe por dónde tomarlos. Bosch había visto con frecuencia en el departamento que la ética del nosotros contra ellos se elevaba hasta el punto de que polis blancos hacían comentarios teñidos de sarcasmo racial delante de los polis negros o latinos, simplemente porque consideraban que entre las filas policiales el color azul estaba por encima del color de la piel. Rider estaba a punto de descubrir si Pratt era uno de esos polis.

– Baja la antena -dijo Pratt-. Lo único que estoy diciendo es que trabajé en South diez años y nunca tuve que preocuparme por el peso. Allí siempre estás corriendo. Después me trasladaron a Robos y Homicidios y aumenté siete kilos en dos años. Es triste.

Rider se relajó y Bosch también.

– Levanta el trasero y sal a la calle -dijo Bosch-. Ésa era la norma en Hollywood.

– Buena regla -asintió Pratt-. Salvo que es duro cuando te ponen de jefe. Tengo que sentarme aquí y oír cómo vosotros llamáis a las puertas.

– Pero se lleva unos buenos billetes -añadió Rider.

– Sí, claro.

Era una broma porque como supervisor Pratt no podía cobrar horas extras. En cambio, los que estaban en su brigada sí podían, lo cual abría la posibilidad de que algunos de sus detectives ganaran más que él, aunque él fuera el jefe de la unidad.

Pratt se volvió en su silla y abrió una nevera que tenía junto a él en el suelo.

Sacó otra tarrina de yogur.

– A la mierda -dijo al tiempo que se enderezaba y la abría.

Esta vez no le añadió cereales. Bosch sólo tuvo que soportar el sorbeteo cuando el jefe empezó a meterse cucharadas de aquella inmunda crema blanca en la boca.

– Bueno, a lo que íbamos -continuó Pratt, con la boca llena-. Lo que me estáis diciendo es que al final del día podéis relacionar la pistola con este inútil Mackey. Disparó la pistola, pero no tenemos a nadie que lo conecte con la víctima, y por consiguiente no podemos relacionarlo con el disparo fatal.

– Eso y otras cosas -dijo Rider.

– Entonces si yo fuera abogado defensor -continuó Pratt- le diría a Mackey que se declarara culpable del robo de la pistola, porque el delito ha prescrito. Diría que la pistola le mordió cuando la probó, así que se deshizo del maldito chisme mucho antes del asesinato. Diría: «No, señor, yo no maté a esa niña, y usted no puede probado. No puede probar que le pusiera nunca un ojo encima.»

Rider y Bosch asintieron.

– O sea que no tenéis nada.

Asintieron otra vez.

– No está mal para un día de trabajo. ¿Qué queréis?

– Queremos un pinchazo -dijo Bosch-. Dos, quizá tres localizaciones. Una en su móvil, otra en el teléfono de la gasolinera. Y una en su casa, una vez que la encontremos y si es que tiene línea fija allí. Colamos un artículo en el diario que diga que estamos trabajando otra vez en el caso y nos aseguramos de que lo lea. Luego esperamos a ver si lo comenta con alguien.

– ¿Y qué os hace pensar que vaya a hablar con alguien de un asesinato que él pudo haber cometido o no hace diecisiete años?

– Bueno, como hemos dicho, por el momento no podemos conectar a este tipo con la chica de ningún modo. Así que estamos pensando que hay alguien más metido en esto. Mackey o bien lo hizo para alguien o consiguió la pistola para que ese alguien cometiera el crimen.