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Era un buen programa, un sistema de reconocimiento de voz de tercera generación de SacredSoftware. Los investigadores del laboratorio lo usaban de manera rutinaria para dictar notas de los experimentos o describir los tests que estaban conduciendo.

Pierce observó mientras Zeller sacaba el cajón del teclado y escribía unas órdenes para apagar el programa. Luego borró el archivo.

– Se podrá recuperar -dijo Pierce-. Ya lo sabes.

– Por eso me voy a llevar el disco.

Zeller se agachó enfrente de la torre del ordenador y pasó por detrás para llegar a los tornillos que sujetaban la carcasa. Sacó un destornillador plegable del bolsillo y colocó una punta de estrella. Acto seguido quitó el cable de corriente y empezó a trabajar con el tornillo superior de la carcasa.

Pero entonces se detuvo. Había reparado en el cable telefónico conectado en la parte posterior del ordenador. Lo desconectó y lo sostuvo en la mano.

– Vaya, Henry, esto no es propio de alguien tan paranoico como tú. ¿Por qué tienes el ordenador conectado?

– Porque estaba en línea. Porque quería que este archivo que acabas de apagar fuera enviado mientras decías las palabras. Es un programa de SacredSoftware. Tú me lo recomendaste, ¿recuerdas? Cada voz recibe un código de reconocimiento. Configuré un archivo para la tuya. Es tan bueno como una grabadora. Si me hace falta, podré demostrar que es tu voz la que dice esas palabras.

Zeller se levantó y descargó con fuerza la herramienta en el escritorio. Dándole la espalda a Pierce, el ángulo de su cabeza se alzó, como si estuviera buscando la moneda de diez centavos pegada a la pared de detrás de la estación informática.

Lentamente se levantó, buscando otra vez en uno de sus bolsillos. Se volvió mientras abría un teléfono móvil.

– Bueno, ya sé que no tienes ordenador en casa, Henry -dijo-. Demasiado paranoico. Así que apuesto por Nicki. Si no te importa enviaré a alguien a su casa para que se lleve su disco.

Un miedo momentáneo paralizó a Pierce, pero enseguida se calmó. Pese a que no contaba con la amenaza a Nicole, tampoco era completamente inesperada. Aunque la verdad era que el conector de teléfono formaba parte del truco. El archivo del dictado no se había enviado a ninguna parte.

Zeller esperó, pero no consiguió establecer la llamada. Se apartó el teléfono de la oreja y lo miró como si lo hubiera traicionado.

– Maldito teléfono.

– Hay cobre en las paredes, ¿recuerdas? Nada entra y nada sale.

– Bien, entonces ahora vuelvo.

Zeller marcó de nuevo la combinación de la puerta y se metió en la trampa. En cuanto la puerta se cerró, Pierce fue al ordenador. Cogió la herramienta de Zeller y desplegó una cuchilla. Se agachó junto a la torre del ordenador y cogió el cable telefónico, se lo enrolló en la mano y lo cortó con el cuchillo.

Se levantó y volvió a poner la herramienta en el escritorio junto con el trozo de cable justo cuando Zeller volvía a salir de la trampa. Zeller llevaba la tarjeta magnética en una mano y el móvil en la otra.

– Lo siento -dijo Pierce-. Les he pedido que te dieran una tarjeta con la que puedes entrar, pero no salir. Se puede programar así.

Zeller asintió y vio el cable de teléfono cortado encima del escritorio.

– Y ésa era la única línea del laboratorio -dijo.

– Sí.

Zeller lanzó la tarjeta magnética a Pierce como si estuviera enviando una bola de béisbol. La tarjeta rebotó en el pecho de Pierce y cayó al suelo.

– ¿Dónde está tu tarjeta?

– La he dejado en el coche. Tuve que pedirle al vigilante que me acompañara. Estamos atrapados, Code. Sin teléfonos, sin cámaras. Nadie va a venir a sacarnos durante al menos cinco o seis horas, hasta que entren las ratas de laboratorio. Así que podrías ponerte cómodo. ¿Por qué no te sientas y me cuentas la historia?

38

Cody Zeller miró por el laboratorio, al techo, a los escritorios, a las ilustraciones enmarcadas del doctor Zeuss en las paredes, a cualquier sitio menos a Pierce. Se le ocurrió algo y de pronto empezó a pasear por el laboratorio con vigor renovado, girando la cabeza mientras empezaba a buscar un objetivo específico.

Pierce sabía lo que estaba haciendo.

– Hay una alarma de incendios. Pero es un sistema directo. Tiras y viene la policía. ¿Quieres que vengan? ¿Quieres explicárselo a ellos?

– Paso. Explícaselo tú.

Zeller vio el tirador rojo de emergencia situado junto a la puerta del laboratorio de electrónica. Se acercó y lo bajó sin dudar. Se volvió a Pierce con una sonrisa petulante.

Pero no ocurrió nada. La sonrisa de Zeller se desvaneció. Sus ojos se tornaron signos de interrogación y Pierce asintió como para decir: «Sí, he desconectado el sistema.»

Decepcionado por sus fracasos, Zeller se acercó a la estación experimental más alejada de Pierce, apartó la silla de escritorio y se dejó caer pesadamente en ella. Cerró los ojos, cruzó los brazos y puso los pies en la mesa, a sólo unos centímetros del microscopio de un cuarto de millón de dólares.

Pierce aguardó. Tenía toda la noche si hacía falta. Zeller había jugado con él magistralmente. Había llegado el momento de tomarse una revancha. Pierce jugaría con él. Quince años antes, cuando la policía del campus había hecho la redada de los Maléficos, los habían separado y habían esperado fuera. Los polis no tenían nada. Fue Zeller quien confesó, quien lo contó todo. No lo hizo por miedo, ni por agotamiento. Lo hizo por el deseo de hablar, por la necesidad de compartir su genio.

Pierce contaba con eso.

Pasaron casi cinco minutos. Cuando Zeller empezó a hablar por fin lo hizo en la misma postura, con los ojos todavía cerrados.

– Fue cuando volviste después del funeral.

No dijo nada más. Pasó un rato. Pierce esperó, no estaba seguro de cómo sacarle el resto. Finalmente optó por un enfoque franco.

– ¿De qué estás hablando? ¿El funeral de quién?

– De tu hermana. Cuando volviste a Palo Alto no hablaste de ello. Te lo guardaste. Entonces una noche surgió todo. Nos emborrachamos y yo tenía una cosa que me había quedado de las vacaciones de Navidad en Maui. Nos la fumamos y, tío, no podías dejar de hablar de eso.

Pierce no lo recordaba. Sí recordaba haber bebido mucho y tomado diversas drogas en los días posteriores a la muerte de Isabelle. Lo que no recordaba era haber hablado de ello con Zeller ni con nadie.

– Dijiste que una vez, cuando estabas buscando con tu padrastro, la encontraste. Ella estaba durmiendo en ese hotel abandonado donde todos los fugados habían ocupado las habitaciones. La encontraste. Ibas a rescatarla, ibas a llevarla a casa, pero ella te convenció de que no lo hicieras y de que no se lo contaras a tu padrastro. Te dijo que le había hecho cosas, que la había violado y que por eso se había fugado. Dijiste que te convenció de que estaba mejor en la calle que en casa con él.

Pierce cerró los ojos, recordando el momento de la historia, aunque no la confesión ebria a un compañero de cuarto.

– Así que la dejaste y le mentiste al viejo. Le dijiste que no estaba allí. Después, durante todo un año más, continuaste saliendo de noche, buscándola. Sólo que en realidad la estabas evitando y él no lo sabía.

Pierce recordó su plan. Hacerse mayor para luego ir a buscarla, encontrarla y rescatarla. Pero ella estaba muerta antes de que tuviera esa oportunidad. Y desde entonces toda su vida supo que ella seguiría viva si no la hubiera escuchado y creído.

– Nunca más lo mencionaste después de esa noche -dijo Zeller-. Pero yo lo recordaba.

Pierce estaba viendo la confrontación final con su padrastro. Fue años después. Él había estado atado de pies y manos, incapaz de contarle a su madre lo que sabía porque revelarlo habría revelado su propia complicidad en la muerte de Isabelle, habría puesto en evidencia que una noche la había encontrado pero había mentido.