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«Un par de semanas -pensó Pierce-. Para entonces el juego habrá terminado.»

– Entonces supongo que las cosas que me dijiste de Lilly formaban parte del guión.

– No, no había guión para eso. ¿Qué cosas?

– Como lo del día que fuiste a su apartamento, pero ella no apareció. Eso estaba preparado para que yo quisiera ir allí, ¿verdad?

– No, esa parte era cierta. De hecho, todo era verdad. No te mentí, Henry. Sólo te llevé. Utilicé la verdad para conducirte a donde ellos querían que fueras. Y tú querías ir. El cliente, el coche, todos los problemas, todo era verdad.

– ¿A qué te refieres con el coche?

– Te lo dije antes. El sitio de aparcamiento estaba ocupado y se suponía que tenía que estar libre para el cliente. Mi cliente. Fue una faena porque tuvimos que ir a aparcar y después volver caminando, y él estaba sudando. Detesto a los tipos que sudan. Entonces llegamos y nadie contestó. Estaba jodida.

Pierce lo recordó. La primera vez se le había pasado porque no sabía qué preguntar. No sabía qué era importante. Lilly Quinlan no abrió la puerta porque estaba muerta en el apartamento. Pero podría no haber estado sola. Había un coche.

– ¿Era el coche de Lilly?

– No, ya te he dicho que ella siempre dejaba el sitio al cliente.

– ¿Recuerdas qué coche era el que estaba allí?

– Sí, lo recuerdo porque estaba el techo abierto y yo nunca dejaría un coche como aquél con el techo abierto en ese barrio. Demasiado cerca de los colgados que rondan por la playa.

– ¿Qué clase de coche era?

– Era un Jaguar negro.

– Con el techo bajado.

– Sí, eso he dicho.

– ¿De desplazas?

– Sí, deportivo.

Pierce la miró sin decir nada durante un largo rato. Por un momento se sintió mareado y pensó que podría desmayarse en el sofá, caerse de cara en la caja de la pizza. Todo se agolpó en su mente en una fracción de segundo. Lo vio todo, alumbrado y brillante, y todo parecía encajar.

– Aurora borealis -susurró.

– ¿Qué? -preguntó Lucy.

Pierce se impulsó en el sofá y se puso de pie.

– Tengo que irme.

– ¿Estás bien?

– Ahora sí.

Caminó hacia la puerta, pero se detuvo de repente y se volvió hacia Lucy.

– Grady Allison.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Podría haber sido su coche?

– No lo sé. Nunca vi su coche.

– ¿Qué aspecto tiene?

Pierce recordó la foto de Allison que Zeller le había enviado. Un gángster de tez pálida, con la nariz rota y cabello graso peinado hacia atrás.

– Um, bastante joven, curtido por el sol.

– ¿Como un surfista?

– Aja.

– Lleva cola de caballo, ¿no?

– A veces.

Pierce asintió y se volvió hacia la puerta.

– ¿ Quieres llevarte la pizza?

Pierce negó con la cabeza.

– No creo que pudiera comérmela.

37

Pasaron dos horas hasta que Cody Zeller apareció por fin en Amedeo Technologies. Pierce no había llamado a su amigo hasta la medianoche porque también necesitaba su tiempo para prepararse. A las doce le dijo a Zeller que tenía que presentarse porque se había producido una fuga en el sistema informático. Zeller había alegado que estaba con alguien y que no podía ir hasta la mañana, pero Pierce dijo que entonces sería demasiado tarde. Aseguró que no aceptaría ninguna excusa, que lo necesitaba, que se trataba de una emergencia. Pierce dejó claro sin mencionarlo que si Zeller quería mantener la cuenta de Amedeo y la amistad intacta tenía que asistir. En este punto de la conversación a Pierce le costó mantener el control de su voz, porque en ese momento su amistad estaba más que rota.

Dos horas después de esa llamada, Pierce estaba en el laboratorio, esperando y observando las cámaras de seguridad en el monitor de la estación computerizada. Era un sistema múltiplex que le permitió seguir a Zeller desde que estacionó el Jaguar negro en el garaje y pasó por las puertas de la entrada principal, junto a la tarima de seguridad, donde el único vigilante de servicio le dio una tarjeta magnética e instrucciones para que se reuniera con Pierce en el laboratorio. Pierce observó que Zeller subía en el ascensor y se metía en la trampa. En ese instante apagó las cámaras de seguridad y puso en marcha el programa de dictado informático. Ajustó el micrófono situado encima del monitor y apagó la pantalla.

– Allá vamos -dijo-, es el momento de aplastar a esa mosca.

Zeller sólo pudo entrar en la trampa con la tarjeta magnética. La segunda puerta tenía una combinación. Por supuesto, Pierce no dudaba que Zeller conocía la combinación de la entrada. Ésta se cambiaba cada mes y se enviaba por correo electrónico al personal del laboratorio. Pero cuando Zeller estuvo en la parada interior de la trampa, simplemente golpeó en la puerta recubierta de cobre.

Pierce se levantó y lo dejó pasar. Zeller entró en el laboratorio, mostrando la actitud de un hombre que estaba ofendido por las circunstancias.

– Aquí estoy, Hank. ¿Cuál es esa gran crisis? Sabes que estaba a punto de comerme un bomboncito cuando llamaste.

Pierce retornó a su lugar en la estación informática y se sentó. Giró la silla para quedar mirando a Zeller.

– Bueno, has tardado bastante en llegar. Así que no me digas que te interrumpí.

– Qué equivocado estás, amigo. Tardé tanto sólo porque soy un perfecto caballero y tuve que llevarla a su casa en el valle de San Fernando y que me parta un rayo si no había otro puto deslizamiento en el cañón de Malibú. Así que tuve que dar un rodeo hasta Topanga. He llegado lo antes posible. ¿A qué huele?

Zeller estaba hablando muy deprisa. Pierce pensó que tal vez estaba borracho o colocado, o las dos cosas. No sabía cómo afectaría eso a su experimento. Estaba añadiendo un elemento nuevo al escenario.

– Carbono -dijo-. Supuse que podría cocer un par de tubos mientras te esperaba.

Pierce señaló con la cabeza la puerta cerrada del laboratorio electrónico. Zeller chascó los dedos repetidamente como si tratara de recordar algo.

– Ese olor… me recuerda a cuando era pequeño… y prendía fuego a mis coches de plástico. Sí, mis modelos. Los que hacías con piezas y pegamento.

– Buena memoria. Si entras en el laboratorio, será peor. Respira hondo y puede que tengas todo un flashback.

– No, gracias, creo que por el momento puedo pasar de eso. En fin, aquí estoy. ¿A qué viene tanto lío?

Pierce identificó la pregunta como una frase de la película de los hermanos Coen Muerte entre las flores, una de las favoritas de Zeller y un pozo sin fondo de diálogos. Pero Pierce hizo como si no conociera la frase. Esa noche no iba a entrar en ese juego con Zeller. Estaba concentrado en el experimento que estaba llevando a cabo en condiciones controladas.

– Te he dicho que nos han entrado -dijo-. Tu supuestamente infranqueable sistema de seguridad no vale una mierda, Code. Alguien ha estado robando nuestros secretos.

La acusación hizo que Zeller se agitara de inmediato. Juntó las manos delante del pecho, con los dedos aparentemente luchando entre sí.

– Vaya, vaya, para empezar, ¿cómo sabes que alguien ha robado secretos?

– Lo sé.

– Muy bien, lo sabes. Supongo que tengo que aceptarlo. Vale, entonces, ¿cómo sabes que ha sido a través del sistema de datos y no lo ha filtrado o lo ha vendido algún bocazas? ¿Qué me dices de Charlie Condon? Me he tomado unas copas con él. Le gusta hablar a ese tío.

– Su trabajo consiste en hablar. Pero yo me refiero a secretos que Charlie ni siquiera conoce. Que sólo yo y unos pocos conocemos. Gente del laboratorio. Estoy hablando de eso.

Abrió un cajón de la estación informatizada y sacó un pequeño dispositivo que parecía una caja de transmisión. Tenía un conector de corriente y una pequeña antena. Desde un extremo salía un cable de quince centímetros conectado a una tarjeta del ordenador. Lo puso encima del escritorio.