Al final ya no quedaron más excusas para dudar de su competencia matemática, por lo que enrolló ordenadamente los pergaminos y los volvió a colocar con cuidado en el arcón de documentos. Ya terminaba cuando una sombra cayó sobre el escritorio de campaña.
– Hola, optio -dijo Niso-. Veo que ese negrero que tienes por centurión sigue haciéndote trabajar.
– No, lo hago porque quiero. Niso ladeó la cabeza y la apoyó sobre una larga y fina lanza con tres puntas.
– ¿Porque quieres? Creo que se me debió de pasar por alto un poco de conmoción cerebral cuando te examiné. O eso o que la fiebre se está adueñando de ti. Sea como sea, te iría bien un descanso. Y, mira por dónde, a mí también.
– ¿A ti? -No pongas esa cara de asombro. Algunos de nuestros heridos sobreviven a mi tratamiento hasta varios días. No puedo hacer que se mueran lo bastante deprisa. Así que lo que hace falta es un poco de diversión. En mi caso eso significa pescar. Y ya que estamos acampados junto a un río no quiero desperdiciar la oportunidad. ¿Quieres venir conmigo?
– ¿A pescar? No sé. Nunca lo he probado. -¿Nunca has pescado? -Niso retrocedió fingiendo estar horrorizado-. ¡Pero, hombre! ¿Qué pasa contigo? La antigua práctica de separar del agua a nuestros primos con escamas es un derecho inalienable del ser humano. ¿Dónde te has equivocado?
– He vivido en Roma casi toda mi vida. No se me ocurrió ir a pescar.
– ¿Ni siquiera con el poderoso Tíber rugiendo a través del corazón de tu ciudad?
– Lo único que alguien sacó nunca del Tíber fue un repugnante acceso de eso que llaman la Venganza de Remo. _Ja! -Niso dio una palmada con sus enormes manos-. Aquí no existe esa posibilidad, así que venga, vámonos. Al atardecer estarán comiendo y la verdad es que podríamos atrapar alguno.
Tras vacilar sólo un momento, Cato asintió con la cabeza, cerró la tapa del arcón y volvió a deslizar el pestillo en su sitio. Entonces, la pareja se dirigió hacia la puerta del muro este.
Macro volvió a levantar el faldón de su tienda para observarlos y sonrió. Había estado sumamente preocupado por el humor sombrío del muchacho durante los últimos días. Más de una vez había pasado a ver a Cato y había visto su mirada perdida y el ceño fruncido que apenas cambiaba, y que evidenciaban una silenciosa angustia que él había visto en muchísimos legionarios tras una dura lucha. La mayoría de los hombres se sobreponían bastante pronto, pero Cato aún no era un hombre, y Macro poseía suficiente sensibilidad como para darse cuenta de que el joven no tenía alma de soldado. Puede que fuera un optio de la magnífica segunda legión, pero bajo la armadura y la túnica reglamentaria del ejército había una persona de carácter completamente distinto. Y esa persona estaba sufriendo y necesitaba hablar de ello con alguien que no perteneciera al mundo cerrado de la sexta centuria.
Por mucho que le desagradara la despreocupada falta de respeto de Niso, Macro era consciente de que el cirujano y Cato compartían una sensibilidad similar, y de que el muchacho quizá hallara un poco de consuelo hablando con él. Desde luego, Macro esperaba que así fuera.
CAPÍTULO XXX
– Está bueno -murmuró Macro a la vez que mascaba el trozo de pescado-. ¡Condenadamente bueno! -Le sonrió encantado al cartaginés que estaba a su lado. Se hallaban sentados en el exterior de su tienda. Un fuego que se extinguía brillaba entre las cenizas grises y seguía desprendiendo calor mientras atraía hacia la muerte a los mosquitos y demás insectos. Cualquier duda que Cato hubiera podido tener sobre la receta de Niso para la trucha se había disipado y en esos momentos se servía otro pedazo de pescado del cesto caliente que Niso había llevado a la tienda.
La excursión de pesca había sido una nueva experiencia y Cato la había disfrutado más de lo que había pensado en un principio. Era raro estar sentado y observar cómo la luz del sol rielaba en la corriente, abandonarse a la agradable música de la naturaleza. El susurrar de las olas en la suave brisa se había fundido con el chapaleo del agua, y la tensión de cada uno de los momentos pasados en aquella campaña había empezado a desaparecer. La admiración de Cato por Niso había aumentado mientras el cartaginés combinaba la hábil pesca con alguna que otra tanda de conversación en voz baja.
– Una exquisitez africana -explicó Niso-. Lo aprendí de nuestro cocinero cuando era niño. Se puede hacer con casi cualquier pescado. El secreto radica en la elección de las hierbas y especias.
– ¿Y dónde guardas tú eso en campaña? -preguntó Macro. -Con los suministros médicos. La mayoría de ingredientes se puede utilizar para hacer distintos cataplasmas.
– ¡Qué práctico! -Sí, ¿verdad? Cato observó al cartaginés mientras éste comía de su plato de campaña. Parecía estar muy orgulloso de su linaje y sin embargo servía en las tropas del ejército que les había dominado. Era interesante, reflexionó él, cómo se adaptaba la gente. Dejó su plato de campaña en el suelo a su lado.
– Niso -dijo-, ¿qué se siente al ser cartaginés y servir en el ejército romano, dada nuestra historia mutua?
Niso dejó de masticar un momento. -Alguien me preguntó lo mismo hace unos pocos días. ¿Qué se siente? La mayor parte del tiempo estoy demasiado ocupado para pensar en ello. Después de todo, ya ha pasado mucho tiempo. No parece que tenga mucho que ver conmigo. De todas formas, ahora formamos parte del Imperio y ése es el mundo en el que vivo. Mira el ejército romano.
Ya no es un ejército romano como tal. Mira cuántas razas diferentes sirven ahora con las águilas. Galos, hispánicos, ¡lirios, sirios e incluso algunos germanos. Luego están las cohortes auxiliares. Casi todas las razas del Imperio están representadas en sus filas. Todos tenemos puesto un interés personal en Roma. Y sin embargo, hay veces que me pregunto… -La voz de Niso se fue apagando por un momento y dirigió la mirada hacia las ascuas refulgentes-. Me pregunto si no hemos entregado a Roma demasiado de nosotros mismos.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Macro entre un bocado y otro.
– No estoy del todo seguro. Es sólo que allí donde viajes dentro del Imperio, e incluso más allá, encuentras arquitectura romana, soldados y administradores romanos, obras romanas en nuevos teatros romanos, dramas históricos y poesía romana en las bibliotecas, ropa romana en las calles, palabras romanas en boca de gente que nunca verá Roma.
– ¿Y qué? -Macro se encogió de hombros-. ¿Hay algo mejor que Roma?
– No lo sé -respondió sinceramente Niso-. Quizá no mejor, pero sí diferente. Y son las diferencias lo que a la larga cuenta.
– Son las diferencias las que conducen a la guerra -sugirió Cato.
– Por lo general no. Con más frecuencia son las similitudes entre nuestros gobernantes. Todos van detrás de lo mismo: obtener ventajas en la política interna, el engrandecimiento personal… en resumen, poder, riqueza y un hueco en la historia. Siempre es igual cuando hablas de Julio César, Aníbal, Alejandro, Jerjes o cualquier otro. Son los hombres como ésos los que hacen las guerras, no el resto de nosotros. Estamos demasiado ocupados preocupándonos por la próxima cosecha, por cómo garantizar el suministro de agua a la ciudad, por si nuestras esposas nos son fieles, por si nuestros hijos llegarán a la edad adulta. Esto es lo que inquieta a las personas modestas de todo el Imperio. La guerra no sirve a nuestros fines. Nos obligan a entrar en ella.
– ¡Y una mierda! -soltó Macro-. La guerra sirve a mis fines. Yo elegí alistarme en el ejército, nadie me obligó a hacerlo. Si no fuera por el ejército todavía estaría en un asqueroso agujero ocupado de manera ilegal ayudando a mi padre a pescar para vivir. Unas buenas campañas más y habré ahorrado lo suficiente para retirarme por todo lo alto. Y eso mismo vale para Cato. -Por un momento fulminó a Niso con la mirada; luego, satisfecho por haber dicho lo que quería decir, siguió devorando su trozo de pescado.