Aunque Cato estaba exento de servicio hasta que se hubiera recuperado por completo de sus quemaduras, se encontró con que necesitaba ocupar el tiempo haciendo algo útil. Macro se burló de su petición de ayudarle a ponerse al día con la administración. La mayoría de veteranos trataban por todos los medios de tener el mayor tiempo libre posible, y habían aprendido todos las trampas y triquiñuelas posibles para abandonar el servicio. Cuando Cato se personó en la tienda del centurión y se ofreció a ayudar, el primer impulso de Macro fue preguntarle qué tramaba el optio en realidad.
– Sólo quiero hacer algo útil, señor. -Ya veo -respondió Macro al tiempo que se rascaba la barbilla con un aire meditabundo-. Algo útil, ¿eh?
– Sí, señor. -¿Por qué? -Me aburro, señor.
– ¿Te aburres? -contestó Macro con verdadero horror. La posibilidad de rechazar la oportunidad de disfrutar del abanico de actividades que un legionario podía desarrollar estando fuera de servicio era algo que nunca había considerado. Reflexionó unos momentos sobre el asunto. Cualquier optio normal hubiera ideado algún truco para hacerse con alguna ración extra o alguna paga de la contaduría de la centuria. Pero Cato había hecho gala de una integridad deplorable en su administración de los archivos de la centuria. En sus momentos más benévolos, Macro suponía que Cato debía de estar dirigiendo su poderosa inteligencia hacia alguna oportunidad, que hasta la fecha se le había pasado por alto, de enriquecimiento personal a costa del ejército. En sus momentos menos benévolos atribuía la escrupulosidad del muchacho a la ignorancia de juventud con respecto a las costumbres del ejército, una actitud que la experiencia acabaría enmendando. Pero allí estaba, disconforme con su situación de exención del servicio y, aunque pareciera mentira, solicitando algo que hacer. -Bueno, déjame pensar -dijo Macro-. Hace falta saldar las cuentas de los fallecidos. ¿Qué te parece eso?
– Muy bien, señor. Empezaré ahora mismo. Mientras el desconcertado centurión miraba, Cato abrió la tapa del arcón donde se guardaban los documentos de la centuria y con cuidado extrajo las cuentas financieras y los testamentos de todos los soldados señalados como «baja por defunción» en el resumen de efectivos más reciente. Antes de que pudieran validarse los testamentos, todas las cuentas de los fallecidos tenían que ponerse al día y deducir todos los gastos de los artículos del equipo de los ahorros acumulados. El valor neto del patrimonio del legionario se repartía de acuerdo con los términos establecidos en su testamento. Si no había ninguna declaración de últimas voluntades, ya fuera oral o escrita, entonces, estrictamente hablando, el patrimonio se concedía al pariente varón de más edad. Pero en la práctica, la mayoría de los centuriones afirmaban que el hombre había hecho un testamento oral en el que legaba sus bienes materiales a los fondos funerarios de la unidad. Tales fuentes de ingresos adicionales eran necesarias en el servicio activo para financiar la enorme cantidad de lápidas conmemorativas que hacían falta. El aumento de la demanda incrementaba los precios, y el dolor que sentían los mamposteros de la legión por la muerte de sus compañeros quedaba en cierta medida mitigado con las considerables sumas que podían ganar preparando sus lápidas.
Cato estaba sentado tranquilamente a la sombra del toldo frente a la tienda del centurión y pasaba el dedo de un artículo a otro mientras sumaba mentalmente las deudas y el total lo restaba de las cifras en la columna de ahorros. Muchos de los muertos habían dejado atrás más deudas que ahorros, lo cual indicaba que eran nuevos reclutas, que siempre tenían menos posibilidades de sobrevivir que los experimentados veteranos. La mayor parte de los nombres no le decían nada, pero algunos de ellos destacaban en la página y lo llenaban de tristeza: Pírax, el veterano de trato fácil que le enseñó a Cato cómo funcionaba todo cuando llegó al cuartel; Harmonio, ese asqueroso impasible y desinteresado que entretenía a sus compañeros con imitaciones de animales de corral y con pedos ensordecedores cuando se lo pedían (quizás eso último no representara una gran pérdida para la civilización, decidió Cato tras una reflexión). Todos eran personas como él, seres humanos que antes vivían, respiraban y reían, con sus compendios de virtudes y defectos. Hombres junto a los que había marchado durante los últimos meses, hombres que se conocían unos a otros mejor de lo que muchos conocen a sus propias familias. Ahora estaban muertos y su rica experiencia de la vida quedaba reducida a una hilera de cifras en un pergamino de registros financieros y a los pocos efectos personales que constituían su legado.
El estilo de Cato se agitaba sobre una tablilla encerada y temblaba entre sus dedos inseguros. Recordó que le habían dicho que la muerte sería su constante compañera durante todo su servicio en el ejército. Había creído comprender muy bien las implicaciones, pero ahora sabía que existía un amplio abismo entre los elegantes conceptos expresados con frases bien construidas y la sórdida realidad de la guerra.
Durante los días que pasaron mientras se recuperaba, tuvo dificultades para dormir normalmente. Se quedaba tumbado en la tienda de su sección con los ojos cerrados mientras que su mente trabajaba con fervor y unas terribles imágenes de carnicerías surgían espontáneamente de su imaginación, como si las estuviera viendo. Incluso cuando estaba despierto le asaltaban sin cesar las mismas imágenes, hasta que empezó a dudar de su cordura. A medida que el agotamiento nervioso lo iba invadiendo, empezó a oír sonidos procedentes de los márgenes de su mundo de vigilia: un apagado eco del choque de espadas, Pírax chillando su nombre o Macro bramándole que corriera para salvar la vida.
Cato necesitaba hablar con alguien, pero no podía desahogarse con Macro. Su alegre falta de sensibilidad y el carácter campechano que lo hacían tan admirable tanto en la vida diaria como en el fragor de la batalla eran precisamente lo que imposibilitaba que Cato se confiara a él. Sencillamente, no podía esperar que el centurión comprendiera el tormento por el que estaba pasando. Tampoco quería revelar lo que consideraba como una debilidad suya. La mera posibilidad de que Macro sintiera lástima por él, o peor aún, desprecio, lo llenaba de odio hacia sí mismo.
La imagen más espantosa de entre la atormentadora secuencia de batallas volvía a repetirse cuando al fin se dormía. Soñaría que el guerrero británico lo sujetaba bajo el agua otra vez. Sólo que en aquella ocasión el agua sería sangre, y su espesa rojez salada le llenaría los pulmones y lo asfixiaría. Y el guerrero no moriría, sino que miraría a través del río rojo con el rostro horriblemente mutilado por una salvaje herida, pero petrificado en una mueca espantosa mientras sus manos sujetarían a Cato bajo el agua, lejos de la superficie.
Cato se despertaría con un grito y se encontraría sentado muy erguido, con la piel cubierta de un sudor frío y pegajoso y avergonzado por las maldiciones que farfullarían en la tienda los soldados a los que habría molestado. No podría volver a dormirse y pasaría la larga noche tratando de apartar de su pensamiento aquellas terribles imágenes hasta que el grisáceo amanecer diluyera la densa oscuridad que lo envolvía en el interior de la tienda.
Por eso se había presentado en la tienda de su centurión, desesperado por tener alguna tarea que le exigiera fijar su atención durante largos intervalos de tiempo, lo bastante largos para expulsar a los demonios que acechaban en los límites de su conciencia. Completar las cuentas de los soldados muertos le exigía la concentración suficiente para mantener a raya los peores excesos de memoria e imaginación, pero se centraba en la tarea con tal determinación que terminó el trabajo mucho antes de lo deseado. De manera que Cato repasó los cálculos una vez más para cerciorarse de que eran correctos, o al menos eso fue lo que se dijo.