Estimado marido, debo decirte que me han llegado noticias de Roma de que el emperador todavía perseguía a los supervivientes de la confabulación de Escriboniano.
Al parecer, circula el rumor de que existe una organización secreta que conspira para derrocar al Imperio y devolver a Roma su gloria republicana. Todo el mundo aquí en Lutecia habla, o mejor dicho cuchichea sobre ello. Parece ser que esa banda se hace llamar los Libertadores, una denominación bastante impertinente pero que evoca con astucia una era más igualitaria, ¿no te parece? Creo que ha llovido mucho desde la república y que nos encontramos en una época en la cual el ganador se lo lleva todo. Los grandes hombres deben jugar siguiendo las reglas, sean cuales sean, que les ayuden de un modo más eficaz a conseguir sus fines. En esto, querido esposo, igual que en todo, soy tu ardiente servidora.
A pesar del calor del día y de su anterior satisfacción, Vespasiano sintió de pronto un escalofrío que le cosquilleaba los nervios y que se inició detrás del cuello y se deslizó lentamente por su espalda. ¿Intentaba Flavia tantearlo para ver qué pensaba él sobre los Libertadores? Si es que estaba relacionada con ellos, tal como Vitelio afirmaba. Flavia todavía no sabía que su marido conocía su papel en el complot de Escriboniano. ¿Qué era lo que Flavia le estaba diciendo en realidad en aquella hoja?
De repente, sintió un vivo deseo de tener a Flavia con él en aquel preciso momento, allí, bajo las cálidas sombras de los abedules moteados por la luz del sol. Quería abrazarla, mirarla a los ojos y preguntarle la verdad para estar seguro de su inocencia, para ver que no había ni rastro de malicia en aquellos grandes ojos castaños. Y después hacer el amor. ¡Oh, sí, hacer el amor! Casi creyó que estaba junto a él mientras evocaba la sensación de abrazarla desnuda entre sus brazos.
Pero, ¿y si ella formaba parte de la conspiración? Podría ser que incluso entonces lo negara, incluso mientras le miraba a la cara con una expresión de herida inocencia, y él nunca podría demostrarlo… o desmentirlo. Maldijo en voz alta la brecha que Vitelio había abierto entre ellos. La desconfianza que el agente imperial había sembrado en su corazón, y que le consumía, se inflamó entonces convirtiéndose en una furiosa desesperación ante la situación en la que se encontraba. Flavia debía enfrentarse a la acusación y renunciar a cualquier relación que pudiera tener con los Libertadores. Y en caso de que fuera inocente, entonces Vitelio tendría que sufrir por el daño que había causado al fracturar la sagrada confianza que existe entre un hombre y su esposa. Vitelio lo pagaría caro, muy caro, se prometió Vespasiano mientras miraba con amargura cuesta abajo, donde los legionarios todavía chapoteaban en el río.
Por un momento siguió mirando fijamente, con un gélido brillo de odio en sus ojos y su puño apretado de forma inconsciente alrededor del pergamino. Al final su mente acusó un ligero dolor y al bajar la mirada se dio cuenta de que el pergamino estaba fuertemente estrujado y que las uñas se le estaban clavando en la palma de la mano. Tardó un momento en volver a centrar su pensamiento, aflojar la mano y alisar la carta de Flavia. Todavía quedaba algo más por leer, unas cuantas líneas más sobre su hijo Tito, pero las palabras se desdibujaron y se convirtieron en un sin sentido, así que Vespasiano se puso en pie bruscamente y bajó paseando por la ladera de vuelta a su cuartel general.
CAPÍTULO XVII
– ¡Estás de buen humor! -Macro dejó de afilar la hoja de su espada y le sonrió a Cato. Normalmente llevaba la espada a uno de los legionarios que estuvieran de faena para que la amolara, pero en esos momentos estaban en guerra y Macro tenía que asegurarse de que sus armas estuvieran perfectamente afiladas. Recorrió con los dedos todas las hojas, deslizándolos suavemente a lo largo del filo desde la punta--. Supongo que es por esa carta.
– Es de Lavinia. -Cato miró con ojos soñadores hacia el cielo broncíneo del oeste que empezaba a oscurecerse. El sol se había puesto y unos débiles dedos de luz doraban la parte inferior de las dispersas nubes. Tras el extenuante calor del día, por fin el aire se notaba más fresco. Hasta las palomas torcaces que había en los árboles cercanos sonaban más tranquilas en la pálida calima de los últimos instantes del anochecer-. Es la primera carta suya que recibo.
– Sigue acostándose tarde por ti, ¿no es cierto?
– Sí, señor, eso parece. El centurión contempló a su optio durante un momento y movió lentamente la cabeza con una expresión de lástima.
– Ni siquiera eres un hombre y ya estás tirando de la correa para que esa chica te enganche. Al menos es lo que parece. ¿No tendrías que pasarlo bien mientras seas joven?
– Si no le importa, señor, eso es asunto mío.
Macro soltó una carcajada. -De acuerdo, muchacho, pero no digas que no te animé cuando algún día mires atrás y veas todas las oportunidades que has perdido. Me he encontrado con tipos raros en mi vida, pero tú debes de ser el primer chico que conozco que está tan locamente enamorado que no está ansioso por echar un polvo con las primeras lugareñas que nos encontremos.
Cato bajó la vista, avergonzado y resentido. Por mucho que lo intentara, no podía asumir el papel de legionario en el que Macro estaba tan cómodo. Siempre que se acercaba a un nuevo desafío, lo acosaba una dolorosa y perpetua timidez.
– Y qué, ¿cómo van esas quemaduras? ¿Lo puedes sobrellevar? ~¿Tengo otra elección, señor?
– No.
– Duelen una barbaridad, pero puedo cumplir con mis obligaciones.
– ¡Ése es el espíritu! Has hablado como un verdadero soldado.
– He hablado como un perfecto idiota -dijo Cato entre dientes.
– Pero, ¿te sientes con fuerzas? Hablando en serio, quiero decir.
– Sí, señor. El centurión recorrió con la mirada la refulgente masa de ampollas que cubría el brazo de Cato y luego asintió con la cabeza.
– Entonces, de acuerdo. La legión se pondrá en marcha al despuntar el día. Dejaremos aquí nuestras mochilas y la columna de bagaje del ejército lo traerá todo cuando hayamos cruzado el Támesis. Cuando estemos en el otro lado, tenemos órdenes de atrincherarnos y esperar a que el emperador llegue con refuerzos.
– ¿El emperador va a venir aquí? -En persona. Al menos eso es lo que el legado dijo en la reunión para dar instrucciones. Al parecer quiere estar presente en el momento culminante para presentarse ante la multitud de Roma como gran triunfador. Cruzaremos el Támesis y entonces estaremos bien situados para enfilar hacia el oeste, hacia el corazón de Britania, o para dirigirnos al este y tomar la capital de los catuvelanios. En cualquier caso, mantendremos en suspense a los nativos y mientras tanto recuperaremos del todo las energías y nos prepararemos para la siguiente etapa de la invasión.
– ¿No sería mejor mantener nuestras espadas detrás de Carataco para evitar que vuelva a formar su ejército? Si nos quedamos allí sentados a esperar lo único que hará será hacerse más fuerte.
Macro asintió con un movimiento de la cabeza. -Lo mismo he pensado yo. De todos modos, órdenes son órdenes.
– ¿Y nos van a dar reemplazos, señor? -Están mandando a algunas cohortes de la octava desde Gesoriaco. Tendrían que alcanzarnos cuando crucemos el Támesis. Gracias a nuestras bajas a la segunda le han prometido la mayor parte de los reemplazos. ¿Estás al día con los comunicados de efectivos de la centuria?
– Acabo de mandarlos al cuartel general, señor. -Bien. Esperemos que esos malditos administrativos se dignen a hacernos llegar nuestro cupo. No es que esos cabrones haraganes de la octava sean gran cosa. Han pasado demasiado tiempo acuartelados y casi todos estarán más blandos que una fruta podrida. Puedes estar seguro de ello. De todos modos, un cabrón haragán vivo es de más utilidad que uno muerto.