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Mientras los zapadores llevaban la embarcación por el agua a un ritmo constante los demás cabeceaban adormilados, pero Cato se concentró en la actividad que había a su alrededor para distraerse y no pensar en el dolor de sus quemaduras. La pequeña chalana pasó a poca distancia de uno de los barcos de guerra y Cato levantó la mirada para encontrarse con un infante de marina con la cabeza descubierta que se apoyaba en uno de los lados con un pequeño odre de vino en sus manos. El hombre tenía el rostro y los brazos ennegrecidos debido al hollín de los proyectiles incendiarios que habían hecho llover sobre los britanos el día anterior. Alzó la cabeza al oír el sonido de los remos de los zapadores al chapotear en la tranquila superficie del río y se llevó un dedo a la frente a modo de informal saludo.

Cato respondió con un movimiento de la cabeza. -¿Una tarea peligrosa? -Tú lo has dicho, optio.

Cato miró fijamente el odre y se relamió de forma instintiva al pensar en su contenido. El infante de marina se rió.

– ¡Toma! Pareces necesitarlo más que yo, optio. Cato, que de tan exhausto estaba torpe, trató de atrapar el odre que le habían arrojado. En su interior, el contenido se agitó con fuerza.

– ¡Gracias! -¡Típico de la maldita infantería de marina! -refunfuñó uno de los zapadores-. Esos asquerosos no tienen nada mejor que hacer que beber todo el día.

– Mientras que la gente como nosotros hace todo el puñetero trabajo -se quejó su compañero, que llevaba el otro remo.

– ¡Ese es tu problema, amigo! -le gritó el infante de marina-. ¡Y vigilad lo que hacéis con esos remos o vais a enredar la cadena del ancla!

– ¡Vete a la mierda! -replicó agriamente uno de los zapadores, pero al mismo tiempo aumentó sus esfuerzos con el remo para conducir la embarcación lejos de la proa del barco de guerra.

El marinero soltó una carcajada y levantó una mano con la que parodió un saludo. Cato destapó el odre y tomó un buen trago de vino. Estuvo a punto de atragantarse cuando un repentino zumbido seguido de un chasquido rompió la calma. Una catapulta que había en la cubierta del barco acababa de lanzar a las alturas un receptáculo lleno de pedernal hacia una pequeña fuerza de carros de guerra situada más abajo de las fortificaciones siguiendo el río. Como tenía curiosidad por la precisión del arma, Cato observó mientras el proyectil describía un arco en el aire en la dirección aproximada de las formas espectrales del distante enemigo. Todas las miradas debían de estar fijas en la lucha por las fortificaciones puesto que no hubo ninguna señal de reacción ante aquel punto negro que se les venía encima. El receptáculo desapareció entre las formas apenas visibles de hombres, caballos y vehículos. Momentos después, desde el otro lado del agua llegó un apagado estrépito seguido de gritos de sorpresa y dolor. Cato podía imaginarse perfectamente el devastador impacto del proyectil y las heridas infligidas por el pedernal al salir despedido en todas direcciones. Al cabo de unos instantes los britanos se habían esfumado y sólo los muertos y heridos permanecían allí donde habían estado los carros de guerra britanos.

Mientras el casco del barco de guerra desaparecía bajo la luz lechosa, Cato se dejó caer de nuevo contra el duro lateral de la embarcación y cerró los ojos a pesar del martirio de las quemaduras. Todo lo que importaba entonces era aprovechar un momento de reposo. Ayudado por el vino, en cuanto cerró sus doloridos ojos y se abandonó al cálido confort del descanso, el joven optio cayó en un sueño profundo. Tan profundo era que apenas murmuró cuando lo sacaron de la embarcación y lo trasladaron a uno de los carros del hospital de la segunda legión para empezar con el traqueteo del viaje de vuelta al campamento. Tan sólo se despertó un momento cuando el cirujano de la legión lo desnudó y le palpó las quemaduras para evaluar los estragos. Se ordenó una nueva aplicación de ungüento y entonces Cato, al que habían inscrito en la lista de heridos que podían andar, fue llevado de vuelta a la línea de tiendas de la sexta centuria donde lo depositaron con cuidado sobre su basto saco de dormir.

– ¡Eh!… ¡Eh! Despierta.

A Cato lo arrancaron repentinamente de su sueño un par de manos que le sacudían la pierna con brusquedad.

– ¡Venga, soldado! No es el momento de hacerse el enfermo, hay trabajo que hacer.

Cato abrió los ojos y los entrecerró frente al resplandor de un sol de mediodía. A su lado, en cuclillas y sonriente, Macro sacudió la cabeza en señal de desesperación.

– Esta maldita generación de jóvenes se pasa la mitad del tiempo tumbada sobre su espalda. Te lo aseguro, Niso, es un panorama lamentable para el Imperio.

Cato miró por encima del hombro de su centurión y vio la figura imponente del cirujano. Niso tenía el ceño fruncido.

– Creo que el muchacho necesita más reposo. Ahora mismo no está en condiciones de entrar en servicio.

– ¿No está en condiciones de entrar en servicio? Al parecer no es eso lo que piensa el matasanos jefe. El optio es un herido que puede caminar y en estos momentos necesitamos todos los hombres disponibles de vuelta a la línea de batalla.

– Pero… -Nada de peros -dijo Macro con firmeza, y tiró de su optio hacia arriba-. Conozco el reglamento. El chico está en condiciones para combatir.

Niso se encogió de hombros; el centurión tenía razón en cuanto a lo que decía el reglamento y él no podía hacer nada sobre eso. Aun así, no quedaría bien en su hoja de servicios que uno de sus pacientes muriera a causa de una infección porque él no hubiera proporcionado el suficiente margen de tiempo para su recuperación.

– Lo que este muchacho necesita es un buen trago y una comida decente en su estómago y estará listo para enfrentarse a los britanos él solo. ¿No es cierto, Cato? A.

Cato se estaba incorporando, medio dormido aún, y muy irritado por la forma en que los otros dos seguían con su anterior discusión. En realidad, Cato se sentía muy lejos de poder enfrentarse al enemigo en aquellos momentos. Ahora que volvía a estar despierto, el dolor de sus quemaduras parecía peor que nunca y, al mirar hacia abajo vio que su costado era todo un cúmulo de ampollas y piel enrojecida bajo el brillante ungüento.

– ¿Y bien, muchacho? -preguntó Macro-. ¿Estás listo? Cato sólo deseaba volver a estar dormido, con el centurión y el resto del maldito ejército tan lejos de su mente como fuera posible. Detrás del centurión, Niso movía la cabeza suavemente y por un momento Cato estuvo tentado de estar de acuerdo con el consejo del cirujano y tomarse un descanso de sus obligaciones lo más largo que pudiera. Pero era un optio, con las responsabilidades de un optio para con el resto de los hombres de su centuria, y eso significaba que no podía permitirse el lujo de satisfacer ninguna debilidad personal. Fuera cual fuera el dolor que sentía en aquellos momentos, no era peor que el que había sufrido su centurión con cualquiera de sus innumerables heridas en campañas anteriores. Si quería ganarse el respeto de los hombres que tenía a su mando, el mismo respeto del que Macro gozaba con tanta soltura, entonces tendría que sufrir por ello.

Con los dientes apretados, Cato se levantó y se puso en pie. Niso dio un suspiro ante la obstinación de la juventud.

– ¡Bien hecho, muchacho! -espetó Macro, y le dio unas palmadas en el hombro al chico.

Una oleada de dolor bajó rozando todos los nervios del costado del optio y éste hizo una mueca al tiempo que dejaba el cuerpo quieto un momento. Niso se acercó a él de un respingo.

– ¿Cómo estás, optio? -Bien -logró decir Cato entre dientes-. Bien, gracias. -Ya veo. Bueno, si necesitas algo, baja hasta el hospital de campaña. Y si hay algún signo de infección, ven a verme enseguida.

El último comentario iba dirigido tanto al centurión como al optio y Cato asintió con la cabeza para hacerle ver que lo había entendido.