Pensó si el hecho de que los perros estuviesen en las casas no le causaría problemas, pero desechó la idea: nadie sospechaba siquiera lo que iba a suceder, no lo detendría ningún perro.
Se quitó un guante y miró la hora. Las nueve menos cuarto. Aún tardarían en apagar las luces. Volvió a ponerse el guante y pensó en Ya Ru y en todas las historias que le contó sobre las personas ya muertas que habían hecho aquellos viajes tan largos. Cada miembro de la familia había recorrido un tramo del camino. Por una curiosa casualidad él, que ni siquiera pertenecía a la familia, sería el encargado de poner fin a todo. Y aquello lo hacía sentir una gran responsabilidad. Ya Ru confiaba en él como en su propio hermano.
Oyó el motor de un coche en la distancia, pero no se dirigía al pueblo. Era un vehículo que pasaba por la carretera principal. «En este país», se dijo, «en las silenciosas noches invernales, los sonidos recorren un camino muy largo, igual que cuando se transmiten por las aguas.»
Movió los pies despacio allí donde se encontraba, junto al bosque. ¿Cómo reaccionaría cuando todo hubiese terminado? ¿Existiría en su razón o en su conciencia una parte aún desconocida para él? Imposible saberlo. Lo importante era que estaba preparado. Todo fue bien en Nevada pero, claro, nunca se sabe; sobre todo cuando la misión, como ahora, era de mayor envergadura.
Dejó vagar la imaginación y, de pronto, pensó en su propio padre, un funcionario medio al servicio del Partido, perseguido y maltratado durante la Revolución Cultural. Su padre le había contado cómo la Guardia Roja les pintaban la cara de blanco a él y a otros «capitalistas», por aquello de que el mal siempre era blanco…
E intentó ver de esa manera a las personas que habitaban aquellas casas silenciosas. Todas con los rostros blancos, como demonios del mal.
Se apagó una de las luces, poco después se hizo la oscuridad en otra de las ventanas. Dos de las casas estaban ya a oscuras. Seguía esperando. Los muertos llevaban ciento cuarenta años esperando, para él eran suficientes unas horas.
Se quitó el guante de la mano derecha y tanteó con los dedos la espada que colgaba de su cinturón. El acero estaba frío, la hoja afilada capaz de cortar sin dificultad la piel de los dedos. Era una espada japonesa que había conseguido comprar por casualidad en una visita a Shanghai. Alguien le había hablado de un viejo coleccionista que aún tenía algunas de aquellas preciadas espadas de la ocupación durante la década de los treinta. Buscó el modesto comercio y, en cuanto tuvo la espada entre sus manos, no lo dudó un segundo. La compró y se la llevó a un herrero para que le reparase el puño y la afilase como una hoja de afeitar.
Se estremeció. La puerta de una de las casas acababa de abrirse. Liu se adentró un poco en la espesura y vio a un hombre que salía a la escalinata con un perro. La lámpara que había colgada sobre la puerta iluminaba el jardín cubierto de nieve. Agarró el puño de la espada y entrecerró los ojos para distinguir mejor los movimientos del perro. ¿Qué ocurriría si el perro olfateaba su presencia? Aquello arruinaría sus planes. No dudaría un instante en matar al perro si era necesario, pero ¿qué haría el hombre que ahora fumaba en el porche?
De repente, el perro se detuvo y empezó a olisquear a su alrededor. Por un momento, pensó que el animal había detectado su presencia por el olor. Pero enseguida reemprendió sus carreras por el jardín.
El hombre llamó al perro, que corrió al interior de la casa. La puerta se cerró y, poco después, se apagó la luz del vestíbulo.
Siguió esperando. Hacia medianoche, cuando la única luz que se veía era la de un televisor, notó que había empezado a nevar. Los copos caían sobre su mano extendida como plumas blancas y ligeras. Como flores de cerezo, pensó. Sólo que la nieve no tiene perfume, no respira como las flores.
Veinte minutos más tarde apagaron el televisor. Seguía nevando. Sacó unos pequeños prismáticos con visión nocturna que llevaba en el bolsillo del anorak y observó despacio las casas del pueblo. En ningún lugar se veía más luz que la del alumbrado urbano. Volvió a guardar los prismáticos, respiró hondo y recreó en su interior la imagen que Ya Ru le había descrito en tantas ocasiones.
Un buque. Gente sobre la cubierta, como hormigas, agitando ansiosos pañuelos y sombreros. Pero no ve sus rostros.
Ni un rostro. Sólo brazos y manos moviéndose.
Aguardó un rato más. Después, cruzó despacio la carretera. Llevaba en una mano una pequeña linterna y en la otra la espada.
Se acercó a la casa más apartada, la que daba al oeste. Se detuvo una última vez y aguzó el oído.
Después, entró en la casa.
«7 de agosto de 2006
»Vivi,
»Este relato se encuentra en el diario de un hombre llamado Ya Ru. Se lo oyó contar a la persona que, en primer lugar, viajó hasta Nevada, donde mató a una serie de personas, y que luego fue a Hesjövallen. Quiero que lo leas para que comprendas el resto de esta carta.
«Ninguna de esas personas vive hoy, pero la verdad sobre lo que sucedió en Hesjövallen abarca mucho más y es muy distinta de lo que creíamos todos. No estoy segura de que pueda probarse todo lo que te he contado. Lo más probable es que no. Igual que, por ejemplo, no puedo explicar cómo fue a parar la cinta roja en medio de la nieve que cubría Hesjövallen. Sabemos quién la llevó hasta allí, pero eso es todo.
»Lars-Erik Valfridsson, que se colgó en el calabozo de la policía, no era culpable. Es algo que al menos deberían saber sus familiares. En cuanto a por qué se quitó la vida, sólo podemos especular.
»Ni que decir tiene que comprendo los inconvenientes que esta carta supondrá para vuestra investigación, pero todos aspiramos a esclarecer las cosas y ahora espero haber contribuido a ello.
»He intentado incluir en esta carta todo lo que sé. El día que dejemos de buscar la verdad (que, claro está, nunca es objetiva, pero en el mejor de los casos se basa en datos objetivos), nuestro sistema judicial se vendrá abajo.
»Vuelvo a ocupar mi puesto. Estoy en Helsingborg y como comprenderás, espero que me llames, pues las preguntas son muchas y complejas.
»Saludos cordiales,
»Birgitta Roslin.»
Epílogo
Aquel día, Birgitta Roslin fue a comprar a la tienda de siempre de vuelta a casa. En la cola de la caja tomó del expositor uno de los diarios de la tarde y se puso a hojearlo mientras esperaba su turno. En una de las páginas del diario leyó distraída que habían matado a un lobo solitario en un pueblo al norte de Gävle.
Ni ella ni ninguna otra persona sabía que, un día de enero, el lobo llegó a Suecia desde Noruega por Vaudalen. Estaba hambriento, pues no había comido nada desde el día que apuró los restos de un cadáver de alce congelado que encontró en Österdalarna.
El lobo continuó hacia el este, pasó Nävjarna, cruzó la superficie congelada del lago Ljusnan, junto a Kårböle, y volvió a perderse en los bosques desiertos.
Ahora yacía muerto de un disparo en un cobertizo a las afueras de Gävle.
Nadie sabía que, la mañana del 13 de enero, llegó a un lejano pueblo de Hälsingland llamado Hesjövallen.
Entonces, todo estaba cubierto de nieve. Ahora llegaba el final del verano.
Hesjövallen estaba vacío. Ya no lo habitaba nadie. En algunos de los jardines relucían las serbas, pero ya no había nadie que reparase en su colorido.
El otoño se acercaba a Norrland. La gente se preparaba para un nuevo y largo invierno.