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Cuando terminó de leer la traducción de Ho por segunda vez, era cerca de medianoche. Había pasajes oscuros, muchos detalles que aún carecían de explicación. La cinta roja, por ejemplo. ¿Qué significaba? Sólo Liu habría podido responder a esa pregunta, si estuviera vivo. No eran pocos los cabos sueltos que seguirían sueltos, quizá para siempre.

Y ahora, ¿qué? ¿Qué podía o qué debía hacer con lo que sabía? Birgitta Roslin intuía la respuesta, aunque aún no tenía muy claro cómo conducirse. Podría invertir en ello parte de sus vacaciones, mientras Staffan pescaba, actividad que a ella le resultaba sencillamente aburrida.

O por las mañanas, cuando él se sentaba a leer novelas históricas o biografías de músicos de jazz y ella daba paseos solitarios. Entonces dispondría de tiempo para redactar en su mente la carta que pretendía enviarle a la policía de Hudiksvall. Después podría guardar la caja de recuerdos de sus padres; para ella, todo habría terminado. Hesjövallen iría desapareciendo de su conciencia hasta transformarse en un pálido recuerdo. Aunque, por supuesto, ella jamás olvidaría del todo lo sucedido.

Partieron hacia Bornholm con tiempo variable, pero les gustó la casa que habían alquilado. Sus hijos iban y venían y pasaban los días en indolente calma. Anna los sorprendió, en primer lugar, al presentarse de improviso tras su largo viaje por Asia, y, en segundo lugar, cuando les hizo saber que en otoño empezaría a estudiar ciencias políticas en Lund.

Birgitta pensó en varias ocasiones que había llegado el momento de contarle a Staffan lo sucedido, tanto en Pekín como después en Londres; pero terminaba cambiando de idea, pues si bien seguramente lo comprendería, le costaría aceptar que hubiese esperado tanto para contárselo. Le dolería, lo sentiría como una falta de confianza y de intimidad. Y no valía la pena, de modo que siguió guardando silencio.

Mientras no le hablase a él del viaje a Londres y de lo que allí sucedió, tampoco le diría una palabra de ello a Karin Wiman.

Se lo guardaría para sí, como una cicatriz invisible a los ojos de todos.

El lunes 7 de agosto, Staffan y ella volvieron al trabajo. La noche anterior se sentaron por fin a hablar de su vida en común. Era como si los dos, sin haberlo acordado previamente, hubiesen comprendido que no podían volver de sus vacaciones de verano sin al menos haber intentado hablar de lo que estaba arruinando su matrimonio. Lo que Birgitta Roslin interpretó como un gigantesco avance fue el hecho de que su marido trajese a colación, por iniciativa propia y sin que ella lo presionase, la cuestión de su inexistente vida sexual. Staffan confesó que lamentaba y temía lo que él mismo llamó ausencia de deseo e incapacidad. Birgitta le preguntó sin rodeos si se sentía atraído por otra persona, pero él contestó que no había nadie. Lo atormentaba su inapetencia sexual, aunque rehuía el problema.

– ¿Qué piensas hacer? -le preguntó Birgitta-. No podemos pasar un año más sin tocarnos. No lo soportaré.

– Buscaré ayuda. No creas que yo lo sobrellevo mejor que tú. Es sólo que me cuesta hablar de ello.

– Pues ahora lo estás haciendo.

– Porque sé que debo.

– Ya casi no sé lo que piensas. A veces, cuando te veo por las mañanas, te veo como a un extraño.

– Yo no habría podido expresarlo mejor, pero te aseguro que siento lo mismo, aunque no tan extremo.

– ¿De verdad crees que podemos vivir así el resto de nuestras vidas?

– No, pero he ido dejándolo… Te prometo que iré a un terapeuta.

– ¿Quieres que te acompañe?

Staffan negó con un gesto.

– Al menos, no la primera vez. Después, si es preciso.

– ¿Comprendes lo que esto significa para mí?

– Eso espero.

– No será fácil pero, en el mejor de los casos, podremos dejar atrás todo esto. Ha sido como un desierto…

El 7 de agosto, Staffan empezó el día subiendo al tren de las 8:12 dirección a Estocolmo. Birgitta no llegó a su despacho hasta las nueve. Puesto que Hans Mattsson estaba de vacaciones, la responsabilidad de todo el juzgado recaía sobre ella en cierto modo, y comenzó por convocar una reunión con el resto del personal. Convencida de que todo estaba bajo control, se retiró a su despacho a escribirle a Vivi Sundberg una larga carta sobre la que había estado reflexionando todo el verano.

Naturalmente, se preguntó qué quería o esperaba conseguir. Por supuesto la verdad, se respondió. Que cuanto había ocurrido en Hesjövallen hallase explicación, igual que el asesinato del anciano propietario del hotel. Sin embargo, ¿no perseguía también una especie de venganza por la desconfianza con que la habían tratado? ¿Cuánto había de vanidad y hasta qué punto su iniciativa era un intento serio por que los investigadores de Hudiksvall comprendiesen que el suicida, pese a su confesión, no tenía nada que ver con aquello?

En cierto modo, también lo hacía por su madre; porque, al buscar la verdad, honraría a sus padres adoptivos, cuyo final fue tan cruento.

Dos horas le llevó redactar la carta. La leyó varias veces antes de meterla en el sobre y escribir en el lugar del destinatario el nombre de Vivi Sundberg, policía de Hudiksvall. Después, dejó la carta en la recepción de los juzgados, en la bandeja del correo para enviar, y abrió de par en par la ventana del despacho para airear el ambiente, cargado después de tanto pensar en las víctimas de las solitarias casas de Hesjövallen.

El resto del día lo dedicó a leer el borrador de un debate del Ministerio de Justicia para una de las sempiternas reorganizaciones del sistema judicial sueco.

Sin embargo, también se concedió el tiempo necesario para sacar una de sus canciones inacabadas e intentar añadirle unos versos.

La idea se le ocurrió durante el verano. Se llamaría Paseo por la playa. Aquel día, no obstante, no estaba muy inspirada. Arrojó a la papelera varios intentos fallidos y volvió a dejar en el cajón el texto sin terminar. En cualquier caso, estaba firmemente decidida a no abandonar.

A las seis apagó el ordenador y salió del despacho.

Al salir comprobó que la bandeja del correo estaba vacía.

39

Liu se ocultó en el lindero del bosque pensando que por fin había llegado a su destino. No olvidaba que Ya Ru le había dicho que aquella misión era la más importante de cuantas le había encomendado. Su cometido consistía en poner punto final a todo aquello, a todos los sucesos indignantes que comenzaron hacía más de ciento cuarenta años.

Liu pensaba en Ya Ru, que le encomendó aquella tarea, le proporcionó las armas y lo incitó a cumplirla. Ya Ru le habló de los predecesores. El interminable viaje ya duraba mucho años, a través de mares y continentes, travesías llenas de miedo y de muerte, de insufrible persecución, y ahora había llegado el momento del obligado final, de la venganza.

Los que partieron habían muerto hacía ya mucho. Alguno yacía en el fondo del mar, otros descansaban en tumbas sin nombre. Todos aquellos años, las tumbas no dejaron de emitir su lamento fúnebre. Ahora, su misión de emisario consistía en hacer que el doloroso canto cesara de una vez por todas. Ahora él tenía que conseguir que aquel viaje llegase a su fin.

Liu se encontraba en la linde de un bosque cubierto de nieve, rodeado de frío. Era el 12 de enero de 2006. Había visto en un termómetro que estaban a nueve grados bajo cero. Movía los pies sin cesar, para mantenerlos calientes. Aún era muy pronto. Desde donde se encontraba vio en varias de las casas la luz de las lámparas o el reflejo azulado del televisor. Aguzaba el oído, pero no oía un solo sonido. Ni siquiera se oían perros, pensó. Liu creía que las personas de esta parte del mundo tenían perros para que los guardasen por las noches. Había visto huellas de perro, pero luego comprendió que los tenían dentro de las casas.