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Unos días antes del solsticio de verano, Birgitta presidió su último juicio antes de las vacaciones. Staffan y ella habían alquilado una cabaña en Bornholm, donde pasarían tres semanas y donde recibirían la visita de sus hijos, de uno en uno. El juicio que, según sus cálculos, estaría listo en tres días, trataba de tres mujeres y un hombre que actuaban como piratas callejeros. Dos de las mujeres eran de Rumania, el hombre y la tercera mujer, suecos. La impresionó la brutalidad que habían mostrado, en especial una de las mujeres más jóvenes, en dos ocasiones en que atacaron a los habitantes de una caravana en un aparcamiento nocturno. A uno de los hombres, un alemán algo mayor, la joven lo había golpeado con un martillo hasta el punto de quebrarle el cráneo. El hombre sobrevivió, pero de haber recibido los golpes en otro punto de la cabeza, habría muerto en el acto. En otra ocasión, le clavó a una mujer un destornillador a pocos centímetros del corazón.
El fiscal Palm describió a la banda como «empresarios activos en diversos ramos del crimen». Además de pasarse las noches merodeando por los aparcamientos entre Helsingborg y Varberg, también se dedicaban a robar sobre todo en tiendas de ropa y en comercios de material electrónico. Provistos de bolsas especiales cuyo forro habían retirado y sustituido por papel de aluminio para desactivar las alarmas cuando atravesaran la salida, robaron objetos por valor superior al millón de coronas antes de ser detenidos. Cometieron el error de volver a una tienda de ropa de Halmstad que ya habían visitado y el personal del comercio los reconoció enseguida. Todos confesaron, las pruebas y los objetos robados estaban identificados. Para sorpresa de la policía, compartida por Birgitta, no se acusaron unos a otros a la hora de confesar quién había hecho qué.
Aquel día, mientras se dirigía al juzgado, llovía y hacía fresco. Los sucesos que culminaron en el hotel de Londres solían atormentarla por la mañana.
Había hablado con Ho en dos ocasiones, y en ambas quedó decepcionada, pues sintió que ella le contestaba con evasivas y rehuía explicarle lo ocurrido después del disparo. Ho, por su parte, insistía en que debía tener paciencia.
– La verdad nunca es simple -le dijo-. Sólo los occidentales creéis que el saber es algo que puede adquirirse con ligereza y rapidez. Lleva su tiempo. La verdad no tiene prisa.
Sin embargo, Ho le había contado algo que le infundió más temor que ninguna otra cosa. En la mano del cadáver de Ya Ru, la policía encontró una bolsa de seda que contenía restos de un finísimo polvo de vidrio. Los investigadores británicos no lograron determinar qué era exactamente, pero Ho le explicó que se trataba de un antiguo y refinado método chino para matar a alguien.
Así de cerca había estado, pues. A veces, y siempre que se encontraba a solas, sufría violentos ataques de llanto. Ni siquiera se había confiado a Staffan. Había llevado sola aquella carga desde que regresó de Londres y logró ocultarla bien, pues nadie sospechaba siquiera cómo se encontraba.
Por aquella época recibió en su despacho la llamada de una persona con la que no tenía el menor deseo de hablar: Lars Emanuelsson.
– Va pasando el tiempo -le dijo el reportero-. ¿Alguna novedad?
Fue la semana siguiente a la muerte de Ya Ru. Por un instante, temió que Lars Emanuelsson hubiese logrado averiguar que ella debería haber sido la víctima aquella mañana en el hotel londinense.
– No, ninguna -respondió-. La policía de Hudiksvall no ha cambiado su hipótesis, ¿verdad?
– ¿Sobre la culpabilidad del suicida? ¿Un individuo insignificante y probablemente desquiciado iba a cometer el mayor asesinato de la historia del crimen en Suecia? Sí, claro, podría ser, pero me consta que no son pocos quienes lo ponen en duda. Yo, por ejemplo. Y tú.
– Yo ya no pienso en ello. Lo he olvidado.
– No creo que sea del todo cierto.
– Lo que tú creas es cosa tuya. ¿Qué querías? Estoy ocupada.
– ¿Qué tal tus contactos en Hudiksvall? ¿Sigues comunicándote con Vivi Sundberg?
– Mira, dejamos la conversación ahora mismo.
– Ni que decir tiene que me gustaría que te pusieras en contacto conmigo cuando tengas algo que contar. Sé por experiencia que aún quedan muchas sorpresas ocultas tras la tragedia acontecida en el pueblo.
– Voy a colgar.
Y eso hizo, mientras se preguntaba hasta cuándo seguiría molestándola Lars Emanuelsson. Aunque, bien mirado, quizás echase de menos su tozudez cuando dejase de sufrirla.
Así pues, aquella mañana de la víspera del solsticio llegó al despacho, reunió los documentos del juicio, llamó a una secretaria para aclarar las fechas de varias vistas pendientes para el otoño y se encaminó a la sala. Apenas entró, descubrió la presencia de Ho, que estaba sentada en uno de los últimos bancos, en el mismo lugar que en su primera visita a Helsingborg.
Birgitta alzó la mano a modo de saludo y la vio sonreír, entonces escribió una nota en la que le explicaba que tendrían un receso para almorzar a las doce. Llamó a uno de los conserjes y señaló a Ho. El hombre le entregó la nota, y ella la leyó y asintió en silencio.
Acto seguido, se dedicó al grupo de desgraciados que parecían cualquier cosa menos una banda de rudos piratas. Llegado el momento del receso, habían alcanzado un punto en que ya preveían que podrían terminar el juicio al día siguiente.
Salió a la calle, donde Ho la aguardaba bajo un árbol en flor.
– Ha debido de ocurrir algo para que hayas venido -le dijo Birgitta.
– No.
– Puedo verte esta noche. ¿Dónde te alojas?
– En Copenhague, en casa de unos amigos.
– ¿Me equivoco si pienso que tienes algo decisivo que contarme?
– Ahora todo está más claro. Por eso he venido. Además, te he traído algo.
– ¿Qué?
Ho meneó la cabeza.
– Hablaremos de ello esta noche. ¿Qué han hecho las personas a las que estás juzgando?
– Robo, agresión, nada de asesinato.
– Estuve observándolos. Todos te temen.
– No creo que me teman, simplemente saben que soy yo quien decide qué pena les caerá. Y, con todo lo que llevan hecho, es normal que les resulte aterrador.
Birgitta Roslin le propuso que almorzaran juntas, pero Ho tenía asuntos que resolver. Birgitta se preguntó qué tendría que resolver Ho en una ciudad extranjera como Helsingborg.
El juicio siguió su curso lento pero seguro. Cuando Birgitta Roslin dio por concluida la sesión por aquel día, habían avanzado tanto como ella esperaba. Ho la aguardaba ante la puerta del juzgado. Puesto que Staffan se encontraba en un tren camino de Gotemburgo, la invitó a su casa. Ho dudaba, según observó.
– Estoy sola. Mi marido no está y mis hijos no viven aquí, si te incomoda tener que conocerlos.
– No, no es eso. Es que no he venido sola. San está conmigo.
– ¿Dónde?
Ho señaló al otro lado de la calle y allí estaba San, apoyado contra la fachada.
– Dile que venga y vamos a mi casa.
San parecía menos preocupado que durante su primer y caótico encuentro. En esta ocasión, Birgitta tuvo la oportunidad de comprobar que se parecía a su madre, tenía el rostro de Hong y también su sonrisa.
– ¿Cuántos años tiene?
– Veintidós.
Su inglés era tan bueno como el de Hong y el de Ho.
Se sentaron en la sala de estar. San tomó café, pero Ho prefería té. Sobre la mesa estaba abierto el juego que Birgitta había comprado en su viaje a Pekín. Además del bolso, Ho llevaba una bolsa de papel de la que sacó una serie de copias de un texto escrito en caracteres chinos y un bloc con un texto en inglés.
– Ya Ru tenía un apartamento en Londres. Uno de mis amigos conocía a Lang, su cocinera. Ella le preparaba la comida y lo rodeaba del silencio que él exigía. Nos dejó entrar en el apartamento y encontramos el diario del que proceden estas notas. He traducido fragmentos de lo que escribió, donde se aclara en gran parte por qué sucedió todo esto. No todo, pero lo suficiente como para que podamos comprender. Ya Ru tenía motivos totalmente privados que sólo él podía entender.