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Inmediatamente después de la caída de Castel-Borckenstein, llegó la orden de retirada. Media compañía avanzó en filas cerradas hacia la calle de San Ambrosio. Tras ellos cabalgaba el coronel.

De repente lo vi tambalearse en la silla. Dos hombres se precipitaron a su lado para sostenerlo. Según parecía, no podía hablar, y movía las manos con vehemencia hacia los guerrilleros. A su alrededor se formó un tropel y poco después dejé de verlo. Dos o tres veces oí a Donop pedir a gritos una camilla.

Y entonces desapareció todo rostro de orden. Arrastrado por la corriente, fui a parar a la Calle de los Jerónimos. Estaba llena de gente que corría y chillaba, tratando todos de llegar antes que los demás a la orilla del río y al puente. Al cabo de poco la mayoría dio media vuelta y regresó hacia atrás, por motivos que ignoro. Donop seguía a mi lado. Mientras corría apretaba contra una herida de sable que tenía en la mejilla un trozo de tejido arrancado del forro de su guerrera. Así quedó su imagen en mi recuerdo hasta hoy.

Me acuerdo oscuramente de un breve combate cuerpo a cuerpo en las cercanías de la herrería destruida por el fuego. También se grabó en mi memoria un chorro de agua hirviendo que cayó justo a mis pies. Algunas gotas me alcanzaron una mano.

Cuando llegamos al río, encontramos el puente ocupado por la guerrilla. Algunos intentaron vadear o nadar hasta la otra orilla. Con el agua hasta los hombros, se debatían contra la corriente, pero el frío los paralizaba y uno tras otro fueron desapareciendo en las aguas. Desde el puente de piedra, los guerrilleros hacían fuego incesantemente contra nuestras filas con bombas de metralla.

Arrimados a las casas, regresamos corriendo por donde habíamos venido. Ya ninguno de nosotros pensaba en salvación o fuga. En nuestros corazones ya no había ni esperanza ni desesperación, sólo la muda decisión de resistir hasta el fin. No buscábamos una escapatoria al desastre, sino sólo un lugar donde pudiéramos luchar y morir cuerpo a cuerpo, hombre contra hombre, puño contra puño.

Así llegamos a una calle estrecha y de piso irregular en la que yo nunca antes había estado. Allí fue donde cayó Donop. Pensé que habría resbalado en el suelo cubierto de hielo, y le tendí la mano para ayudarle; pero tenía un balazo en el cuello. Buscó a tientas mi mano y me entregó todo lo que poseía: un reloj de plata, dos paquetes de cartas, dos billetes de banco, unos cuantos napoleones de oro, una traducción suya de Suetonio apenas comenzada, una pequeña figura de plata con imágenes mitológicas grabadas en relieve y una botella de vino medio vacía. Un granadero que pasó corriendo encorvado bajo el peso de su mochila, a la que llevaba atadas sus botas, una cacerola de cobre y una ponchera de plata, se detuvo y lanzó una mirada codiciosa a las monedas de oro que tenía yo en la mano. Me lo guardé todo, pero la mayor parte la perdí dos minutos más tarde durante la huida. Sólo conservo aún el pequeño relieve de plata que representa a Venus y las Horas.

Seguíamos corriendo cuando de repente oímos un silbido penetrante que era contestado desde dos puntos diferentes. En ese mismo momento se nos hizo fuego por delante. Nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor.

A culatazos derribamos la puerta de la casa ante la que nos habíamos detenido. Subimos por una retorcida escalera de madera débilmente iluminada; una lámpara de aceite ardía en una hornacina debajo de un santo de escayola. La habitación en la que entramos debía de ser el almacén de un panadero o de un pastelero. Vimos sacos de harina, canastos de castañas o nueces, un barril lleno de huevos empacados en paja de avena y un cajón de chocolate sobre cuya tapa estaba escrito en letras negras: Pantin, rue Sainte-Anne à Marseille.

Dejamos la puerta abierta y cargamos nuestros fusiles. No tuvimos que esperar demasiado: ya oíamos los pasos de los españoles por la escalera.

Asomó una cabeza, de rostro huesudo y pelo corto y erizado. La reconocí de inmediato, era la del vendedor ambulante de especias de la esquina de la Calle de los Carmelitas. Levanté la pistola, pero alguien detrás de mí se me adelantó y abrió fuego. Otras figuras aparecieron y se lanzaron sobre nosotros, sonaron disparos, un hacha cayó sobre la mesa dirigida a mis dedos, el humo de la pólvora llenó la habitación.

Cuando pudimos ver claro otra vez, estábamos solos, pero sólo cuatro de nosotros nos manteníamos en pie. Desde la escalera nos llegó el ruido de una aparatosa caída. Volvimos a cargar nuestros fusiles. Cargamos también las armas de los dos caídos, y las dejamos sobre la mesa listas para ser usadas.

Uno de los granaderos se dirigió a mí y me recordó que hacía años habíamos sido compañeros de escuela. Me pidió una pizca de tabaco. Otro se sacó las botas, pues tenía los pies llagados por la carrera. Me sentía desfallecer de cansancio.

Entonces vinieron los guerrilleros por segunda vez.

Una bala me pasó zumbando junto a la oreja; detrás de mí algo cayó al suelo con estrépito. Oí maldiciones y gritos, alguien me agarró por las piernas, la mesa se volcó, una mano me cogió por la garganta y fui derribado.

– ¡Abran paso! -oí una voz desde la puerta mientras caía. Por encima de mi rostro quedó en suspenso un sable empuñado por una mano en alto; quedó eternamente en suspenso, sin abatirse sobre mí-. ¡He dicho que abran paso! -volví a oír la misma voz. Una luz deslumbrante me iluminó la cara, el sable desapareció y en su lugar vi inclinado sobre mí un penacho blanco y un capote escarlata.

Dos manos soltaron despacio mi garganta. La cabeza me cayó pesadamente hacia atrás, golpeándose violentamente contra el borde de un cajón.

– ¡Qué locura! ¡Seguir con el mismo disfraz! -sonó junto a mi oído-. ¡Cogedlo y llevadlo abajo!

Sentí que me elevaban en el aire.

– ¿Es que no os dije ya en su momento -oí- que corríais el peligro de no ser reconocido por mis hombres?

Quise abrir los ojos, pero no me fue posible. Sentí en la cara el impacto del viento frío y húmedo. Alguien me echó un capote encima. Sentí un balanceo, me parecía estar aún en el río, sentado en el bote junto a la Monjita, las aguas arrastraban grandes trozos de hielo que chocaban contra el casco del bote, y desde la orilla se oía a los sauces zumbar al viento.

Luego, de repente, cesó el movimiento, ya no sentía balanceo alguno, yacía blandamente sobre alfombras o mantas.

– ¿A quién diablos me trae, capitán? -oí una voz quejosa y malhumorada.

– Al marqués de Bolibar -fue la respuesta.

De nuevo un rayo de luz cayó sobre mi cara. Oí murmullos y pasos leves que se alejaban. Una puerta se cerró.

Me dormí.

El marqués de Bolibar

Cuando me desperté estaba muy avanzado el día.

Amodorrado, antes de poder abrir los ojos tuve la incierta sensación de que la habitación estaba abarrotada de gente que me contemplaba en silencio. Me pareció oír su respiración y el roce de sus capotes. Después, cuando estuve del todo despierto, vi a tres personas que salían furtivamente del cuarto, cada una de ellas haciéndole a las otras señas de que no pisaran demasiado fuerte y desapareciesen sin hacer ruido.

En la habitación quedaron sólo dos personas: el capitán inglés de los fusileros de Northumberland, que estaba de pie delante de mi cama cubierto con su capote escarlata y con los brazos cruzados, y el Tonel, que estaba sentado detrás de la estufa.

Cuando le vi, volvieron a mi mente de inmediato los sucesos del día anterior, que el sueño me había hecho olvidar: el asalto de la guerrilla, la muerte del coronel, de Donop y de Castel-Borckenstein, el desastre que se había abatido sobre ambos regimientos. Un asombro sin límites ante el hecho de que siguiera vivo se apoderó de mí, y justo después me sobrevino un terror paralizante al verme frente a frente con mi mortal enemigo el Tonel. Pero aquel miedo no duró más que un instante, y en el siguiente me vino a la mente una idea que me llenó de profunda serenidad: no tenía derecho a ser el último del regimiento que quedara con vida. ¿Y podría desear algo mejor que seguir a mis camaradas a la muerte?