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Le entregué la mochila que contenía el mapa, la brújula y el informe dirigido al general d'Hilliers. Salignac salió con su caballo de la empalizada y yo le seguí con mis hombres.

Desde el lugar en el que estábamos contemplábamos una amplia panorámica del terreno ondulado que nos rodeaba. Por todas partes veíamos grupos pequeños y grandes de guerrilleros, algunos a caballo, otros a pie; centinelas que caminaban de aquí para allá tras las trincheras, fusil al hombro; mulas cargadas que se atascaban en el cruce de caminos, un carro de aprovisionamientos tirado por bueyes que cruzaba lentamente el puente, caballos que eran conducidos al río para abrevarlos; en la lejanía, una corneta tocó a formar, y por la puerta de una alquería salieron dos oficiales; los reconocí como tales por sus gruesas trenzas y sus tricornios.

Salignac ya estaba montado en la silla. Los dragones lo miraban con ojos temerosos y preocupados, y a todos nos producía escalofríos la insensatez y las nulas probabilidades de éxito de la empresa. Se inclinó hacia adelante sobre la silla y dio al bayo dos terrones de azúcar que había mojado en oporto. Después me hizo un fugaz saludo con la mano, espoleó al caballo, tintinearon los arreos, y al cabo de un instante ya se lanzaba como una centella barranca abajo.

Hice todo lo posible por parecer tranquilo, pero las manos me temblaban de emoción. El hombre que estaba a mi lado movía los labios como si rezara.

Muy cerca de nosotros cayó un disparo, y nos sobresaltamos todos como si fuera la primera vez que oíamos disparar. Pero Salignac siguió avanzando, sin volver apenas la cabeza; la nieve, como una nube blanca, corría tras él.

Desapareció entre los árboles de un pequeño bosque de castaños, pero a los pocos segundos volvió a asomar.

De nuevo sonó un disparo. Otro más. Un tercero. Salignac seguía firme en la silla. De improviso un hombre saltó desde detrás de un arbusto e intentó agarrarle las bridas. Salignac aflojó las riendas, y de un golpe de sable lo derribó al sucio. El camino estaba despejado. Salignac volaba, cabalgaba como en una pista de carreras, no miraba a derecha ni a izquierda y no veía nada de lo que estaba pasando a su alrededor.

Y, sin embargo, toda la zona estaba en plena agitación. Los guerrilleros salían de sus trincheras. Por todos lados se le acercaban jinetes, vociferando y a galope tendido. Llegaba a nuestros oídos un intenso tiroteo, azuladas nubéculas de pólvora se elevaban en el aire. Salignac atravesaba el tumulto en pie sobre los estribos, blandiendo amenazador el sable. Ya casi había alcanzado el puente. Entonces… ¡por todos los diablos! Ahora me daba cuenta. En el puente había varios hombres. Seis… ocho… ¡no! ¡Eran más de diez! ¿Es que no los veía? Ya llegaba frente a ellos; uno le encañonó, el caballo alzó las patas delanteras, se encabritó… ¡Estaba perdido! Pero no, el caballo saltó por encima de los hombres; dos de ellos cayeron al suelo. Salignac cruzó a toda velocidad el puente.

Era todo un espectáculo, un espectáculo terrible y angustioso que me hizo suspender la respiración. Sólo entonces, pasado el primer peligro, me di cuenta de que, en la excitación, había agarrado la mano de Thiele y la tenía sujeta convulsivamente. La solté. Salignac estaba en la otra orilla; más allá se veía el bosque, y con él la salvación. Pero al instante -a mi lado alguien lanzó un alarido- salió del bosque una escuadrilla de jinetes, dispuesta a cortarle el paso… ¿Es que estaba ciego? «¡Tuerza!», rugí. «¡Tuerza!», aunque sabía perfectamente que no podía oírme. Ya le habían dado alcance. El caballo cayó al suelo y perdí de vista a Salignac. Un torbellino de cabezas, crines de caballo, sables alzados, cañones de arcabuces, brazos en alto, una nube de nieve y humo de pólvora por encima de todo, un revoltijo de cuerpos humanos luchando, debatiéndose, alzándose, cayendo por todos lados… Estaba perdido. La cabalgada había terminado.

Percibí un leve zumbido, familiar a mis oídos a lo largo de veinte batallas, y me agaché. Thiele, que estaba en pie delante de mí, cayó de rodillas sin ruido y se desplomó hacia atrás. Una bala perdida lo había alcanzado.

– ¡Thiele! -exclamé-. ¡Camarada! ¿Estás herido?

– ¡Me han matado! -gimió el cabo, llevándose la mano al pecho.

Me incliné sobre él y le desabroché la guerrera. La sangre le salía a borbotones de la herida.

Lo sostuve por los hombros, lo incorporé, busqué con la mano libre alguna tela con que vendarlo y pedí ayuda a los demás.

Pero no me oían. Uno me cogió del brazo.

– ¡Mire usted! -gritó-. ¡Mire usted, mi teniente!

Allá abajo, la escuadrilla se dispersó de un golpe. Por el suelo se revolcaban los caballos. Los hombres corrían gritando y con los brazos levantados. Y más allá, separado de todos, alguien corría erguido sobre la silla, blandiendo el sable. Era él, era Salignac, estaba vivo, había escapado, y saltaba por encima de las trincheras, de los montones de nieve, de los hombres, los arbustos, las cureñas rotas, los muros defensivos, los cestones de zapa, las hogueras llameantes…

Oí a mi lado un estertor.

El cabo Thiele se sostenía sobre ambas manos y miraba a Salignac con ojos vidriosos.

– ¿No lo conoce usted? -gimió-. Yo sí que lo conozco. A ése no hay bala que lo alcance. Los cuatro elementos han hecho un pacto. El fuego no lo quema, el agua no lo ahoga, el aire no lo asfixia, la tierra no lo aplasta…

El griterío de júbilo de los demás ahogó su murmullo. Hizo una ronca inspiración y la sangre inundó su camisa y su guerrera.

– ¡Ha pasado! ¡Se ha salvado! -vitorearon los dragones. Lanzaron sus gorras al aire, agitaron las carabinas, lanzaron gritos de alegría, enloquecidos, cantaron victoria.

– Rece usted por ese alma perdida -fue el último balbuceo que salió de los labios de Thiele-. Rece usted, rece por el Judío Errante. El no puede morir.

La revuelta

Envié a uno de los dragones a la ciudad para informar de inmediato al coronel del curso y desenlace de la misión. Una hora más tarde llegué yo mismo al despacho. Allí encontré solamente al capitán Castel-Borckenstein, que acababa de recibir órdenes respecto a las próximas misiones de su compañía y estaba a punto de marcharse.

Se detuvo un momento en la puerta para preguntarme cómo había terminado el asunto y le informé con pocas palabras. Mientras yo hablaba, Eglofstein salió de la habitación contigua al despacho. Cerró la puerta despacio detrás de sí, se fue hacia la ventana y me hizo señas de que me aproximara.

– No sé qué hacer -susurró, lanzando miradas llenas de preocupación a la puerta de la pequeña habitación-. Está plantado al lado de la cama, pegado como una lapa, y no hay modo de sacarlo de ahí.

– ¿A quién no hay modo de sacar de ahí? -pregunté asombrado.

– Al coronel, ¿no comprende usted? Günther, con la fiebre, no para de hablar de Françoise-Marie.

Me dio un vuelco el corazón. Las palabras murmuradas por Eglofstein sonaron en mis oídos como un toque de alarma. Me di cuenta claramente del peligro de que Günther, en su estado febril, se delatara a sí mismo y a nosotros, pero no sabía cómo atajarlo. Nos quedamos mirando desconcertados el uno al otro, ambos pensando en los celos del coronel, en su ira ciega, en sus accesos de furor maligno.

– Si se entera de la verdad -dijo Eglofstein-, que Dios se apiade de nosotros y de todo el regimiento. Si se entera, se olvidará de lo peligroso del momento, de lo desesperado de la situación, de la guerrilla, del asedio que sufre la ciudad, y sólo pensará en el modo de tomar sangrienta venganza de todos nosotros.

– ¿Y Günther ya ha pronunciado el nombre de ella?

– Aún no. Aún no. Ahora está durmiendo, gracias a Dios. Pero antes… Antes no hacía más que hablar de ella. La reñía, la acariciaba, le decía buenas y malas palabras, y el coronel estaba de pie a su lado, esperando que pronunciara el nombre; ni el mismo Satanás espera con más avidez la perdición de un alma. ¿A dónde va, Jochberg? ¡Quédese aquí! ¡Va a despertarlo!