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– En consecuencia, es de suma importancia -retomó el coronel su discurso- hacer llegar a manos del general d'Hilliers un informe sobre la precaria situación de esta guarnición. Aquí está la carta. Los he convocado aquí porque uno de ustedes habrá de encargarse de llevarla a través de las líneas de la guerrilla.

Un silencio angustiado llenó la habitación. Sólo Salignac aguzó el oído, dio un paso adelante y se quedó como a la expectativa.

Castel-Borckenstein dijo en voz baja:

– Es imposible.

– No es imposible -exclamó el coronel- para alguien que posea suficiente valor y astucia, hable español y se disfrace de campesino o de arriero.

Salignac se dio la vuelta sin decir palabra y regresó silencioso a su rincón.

– Y que será ahorcado si cae en manos de la guerrilla -dijo el teniente primero de Hessen von Froben, con una risa breve y pasándose la mano por la frente húmeda.

– Es verdad -exclamó el teniente von Dubitsch jadeando de ardor y excitación-. Esta mañana, cuando hacía la ronda de los centinelas, desde el otro lado uno me ha gritado que si yo sabía que el año pasado la cosecha de lino había sido muy buena, y que no sería difícil conseguir cuerda suficiente para colgarnos a todos.

– En efecto -dijo el coronel calmosamente-. Los insurgentes ahorcan a sus prisioneros, no es ninguna novedad. Pero aun así no hay más remedio que intentarlo. Aquel de ustedes que se ofrezca a llevar a cabo esta hazaña, será…

Una estridente carcajada nos hizo estremecer a todos. Cuando nos dimos la vuelta, vimos a Günther, a quien la fiebre había sacado de la cama. Estaba de pie en el umbral de la puerta, riéndose.

Con una mano tenía cogida una punta de su manta de lana roja, y con la otra se apoyaba en el marco de la puerta. No nos veía. Sus ojos oscilantes parecían perderse en la lontananza. La sangre encendida le hacía creer que estaba en casa, con su padre y su madre, recién llegado de España en la diligencia del correo. Dejó caer la manta, blandió la mano en el aire y exclamó riendo:

– ¡Aquí estoy! ¡Hola! ¿No me oís? ¡Los de dentro, abridme! Estoy de vuelta en casa. ¡Rápido! ¡Corred! ¡Matad un cerdo, matad un ganso, traed vino, que vengan músicos! ¡Alegría! ¡Alegría!

El cirujano lo agarró por un brazo e intentó por todos los medios convencerlo de que se volviera a la cama. Pero Günther, a pesar de la fiebre, lo reconoció y lo apartó de un empujón:

– Lárgate, médico, déjame en paz. Lo único que sabes hacer es afeitar y hacer sangrías, y no muy bien, por cierto.

Al médico se le cayó al suelo la pipa del susto; mirando confuso al coronel, le dijo, para disculpar a Günther y a sí mismo:

– Es la fiebre. Cualquiera puede darse cuenta.

– No estoy tan seguro -dijo el coronel, disgustado por la interrupción-. Lléveselo de aquí.

– Estoy muy enfermo -suspiró Günther, mirando a lo lejos por encima de nuestras cabezas-. Comer caliente y luego beber frío es malo para el hígado, ya lo decía la mujer del sacristán.

– Este ya no vuelve a ver las tapias de su jardín -le dijo Von Dubitsch en voz baja a Castel-Borckenstein.

Mientras tanto, el médico había conseguido sacar de allí al delirante y meterlo en la cama. Era un hombre muy hábil, a quien ninguno de nosotros apreciaba como se merecía. Años atrás había escrito un opúsculo sobre la naturaleza esencial de la melancolía.

El coronel cambió de postura, echó una mirada a su reloj y se dirigió de nuevo a sus oficiales.

– El tiempo apremia. Cualquier demora puede ser fatal. Aquel de ustedes que se ofrezca a llevar a cabo esta empresa, será recomendado por mí al Emperador y tendrá seguro el ascenso.

Silencio total. Se oía a Günther respirar en su habitación. Brockendorf se hallaba indeciso, Donop meneó la cabeza, Castel-Borckenstein se señaló, cohibido, la pierna herida, y von Dubitsch intentó ocultarse de la mirada del coronel tras las anchas espaldas de Brockendorf.

De repente se produjo un movimiento en el grupo; alguien se abrió paso entre Dubitsch y Brockendorf, Eglofstein tuvo que hacerse a un lado y al cabo de un instante Salignac estaba frente al coronel.

– ¡Envíeme a mí, mi coronel! -exclamó apresuradamente, mirando a su alrededor en el temor de que alguien se le hubiera adelantado. En su rostro macilento relampagueaban la belicosidad y el entusiasmo; en su pecho, la Cruz de la Legión de Honor brillaba a la luz de las velas. Y viéndolo así, inclinado hacia adelante, sosteniendo en sus manos unas riendas invisibles, se me figuró ya montado en la silla y cruzando al galope las líneas enemigas.

El coronel se lo quedó mirando unos momentos. Después le estrechó la mano.

– Salignac, es usted un valiente. Se lo agradezco, y daré cuenta de esto al Emperador. Vayase enseguida a su casa y elija el disfraz que le parezca más adecuado. El teniente Jochberg le acompañará hasta las avanzadas enemigas. Ahora, retírese. Le espero dentro de un cuarto de hora aquí, en el despacho, para darle instrucciones.

Despidió a los demás. La estancia empezó a vaciarse. El teniente von Dubitsch fue el primero en desaparecer, contento de que otro se hubiera hecho cargo de la peligrosa misión. Eglofstein y el conde Schenk zu Castel-Borckenstein se detuvieron unos instantes en la puerta, pues cada uno se empeñaba en cederle el paso al otro.

– Barón… -dijo Castel-Borckenstein con un leve gesto de la mano.

– Señor conde… -replicó Eglofstein con una tiesa reverencia.

Alguien apagó las velas. Yo me quedé a oscuras, arrimado a la estufa. El calor me atraía; el fuego secaba mis ropas empapadas por la lluvia. Desde afuera me llegó nuevamente la voz del coronel, entrecortada y llena de enojo:

– ¿Usted otra vez, Brockendorf? ¿Qué diablos quiere?

– Mi coronel, es por lo del alojamiento -oí la voz de Brockendorf en tono suplicante.

– ¿Ya está otra vez fastidiándome, Brockendorf? Le he dicho que no hay otro alojamiento.

– Mi coronel, yo conozco uno en el que habría sitio suficiente para toda mi compañía.

– ¡Pues cójalo! ¿Por qué me viene con súplicas si ya sabe un sitio?

– Es que los españoles… -repuso Brockendorf.

– ¿Los españoles? ¡No se preocupe usted por los españoles! Échelos a la calle, que se metan en donde puedan.

– ¡Excelente! Voy para allá corriendo -exclamó Brockendorf gozoso, y le oí lanzarse por la corta escalera y gritar y vociferar por la calle, con el pecho desbordante de entusiasmo:

– ¡Es un buen hombre, el coronel! Tiene un gran corazón para sus hombres, siempre lo he dicho. El que hable mal de él es un canalla.

Luego oí los pesados pasos del coronel alejándose hacia el interior de la casa. Una puerta se cerró de golpe. Y después se hizo el silencio; sólo se oía crepitar levemente el fuego dentro de la estufa.

Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad que me rodeaba, vi que no estaba solo.

Salignac estaba aún en el centro de la habitación.

Han pasado años desde aquel momento. Cuando miro hacia atrás, muchas cosas que en su día estuvieron claras y nítidas ante mis ojos se me aparecen sumergidas en la insegura media luz del paso del tiempo. Y a veces tengo la sensación de que aquel diálogo que Salignac sostuvo con alguien a quien no vi no fue más que un sueño. Pero no, estaba despierto, lo sé muy bien, y fue sólo en aquel instante, cuando Eglofstein entró con el coronel en la habitación y la amable luz de su vela iluminó el recinto, fue sólo en aquel segundo cuando tuve la engañosa sensación de que mis sienes se liberaban del peso de una oscura y opresiva pesadilla.

Pero eso fue un engaño. Estuve despierto todo el tiempo, y recuerdo mi sorpresa al reconocer a Salignac en la oscuridad. ¿Qué hace aquí?, me pregunté, pues sabía que había recibido orden de irse a su casa y disfrazarse de campesino o arriero español. Y, sin embargo, estaba allí todavía, inmóvil, mirando fijamente a la pared y dejando pasar el tiempo.