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Se dirigió a sus dragones:

– ¡Ya tenemos al traidor! Pie a tierra y detrás de mí.

Noté inquietud entre los dragones; meneaban las cabezas y miraban indecisos ora a su comandante, ora al convento en llamas.

– ¡Salignac! -exclamó Brockendorf, horrorizado por el demencial propósito del capitán-. Va usted a una muerte segura. ¡La pólvora! El fuego va a…

– ¡Adelante! -gritó Salignac, sin hacerle caso-. ¡El que no sea un cobarde, que venga conmigo!

Cuatro de los dragones, hombres intrépidos y familiarizados con la muerte, veteranos que desde Marengo habían librado cien batallas, desmontaron de un salto, y uno de ellos dijo:

– Camaradas, para los valientes sólo hay un cielo. Allí nos encontraremos.

– ¡Se han vuelto locos! -rugió Brockendorf.

– ¡Viva el Emperador! -gritó Salignac, blandiendo su sable. «¡Viva el Emperador!», exclamaron los dragones. Y los cinco se precipitaron por el portal y los vimos desaparecer en un torbellino de brasas encendidas.

Nos quedamos todos inmóviles y mudos.

– Retrocederá en cuanto vea cómo está la cosa -afirmó Brockendorf al cabo de unos instantes.

– Ese no retrocede -dijo el cabo Thiele a mi espalda-. Ese no, mi capitán.

– De ese infierno no hay alma humana que salga viva -exclamó otro.

– Cierto, no hay alma humana -asintió Thiele.

– Allá va, hacia la muerte, persiguiendo a un fantasma -le dije al oído a Brockendorf-. Y la culpa es nuestra.

– Debería haberle dicho la verdad -gimió Brockendorf-. ¡Que Dios me perdone! Debería habérsela dicho.

– ¡Salignac! -grité hacia la boca del incendio- ¡Salignac!

Demasiado tarde. No hubo respuesta.

– Parecía -dijo uno- como si ese oficial buscara la muerte.

– ¡Aciertas! -exclamó el cabo Thiele-. Aciertas, hijo mío. Conozco al viejo, sé muy bien que busca la muerte. ¡Santo Dios! ¿Qué es eso?

Por unos instantes dejamos de vernos los unos a los otros. Una espantosa nube de humo llenó la calle, pero el viento tempestuoso la disipó enseguida. Y luego una explosión breve e intensa que me arrojó al suelo. Los caballos se espantaron y salieron en desbandada calle abajo con sus jinetes. Y después el silencio, un largo silencio, un silencio sepulcral, hasta que oí bramar a Brockendorf como un demente:

– ¡Fuera de aquí! ¡Atrás! ¡Es la pólvora!

Volvía encontrarme bajo el arco del portal de la casa de enfrente, no sé cómo llegué tan rápidamente hasta allí. Oí un impresionante zumbido, un trueno, un silbido, una trepidación que llegaban desde arriba; vigas, piedras, ascuas, trozos de madera ardiendo trazaron un torbellino en el aire y se precipitaron hacia el suelo como una granizada. La pared del convento acababa de reventar, y vi ante mis ojos un mar de llamas.

A través de la calle acudió hacia mí corriendo el cabo Thiele, haciéndome señales con ambos brazos. Se tiró al suelo a mi lado, jadeante. Por todos los lados vi a los hombres aplastados contra la pared de la casa, protegiéndose con los brazos contra el humo y las cenizas ardientes que el viento les lanzaba a los ojos. En medio de la calle había un muerto, estirado debajo de una viga en llamas.

– ¡Jochberg! -oí la voz de Brockendorf, pero no lo veía, y tampoco sabía dónde se había refugiado-. ¿Dónde está usted? ¿Está vivo?

– ¡Estoy aquí! ¡Aquí! -clamé-. ¿Y usted? ¿Y Salignac? ¿Dónde está? ¿Lo ve usted?

– ¡Está muerto! -gritó Brockendorf-. De ese infierno no sale nadie vivo.

– ¡Salignac! -grité en medio de aquel estruendo infernal, y nos quedamos todos escuchando unos instantes, pero sin esperanza ni fe.

– ¡Salignac! -volví a gritar-. ¡Salignac!

– ¡Aquí estoy! ¿Quién me llama? -se oyó responder, y de repente el capitán surgió de entre el humo y las llamas. Sus ropas humeaban, cubiertas de brasas; la venda de la frente estaba consumida por el fuego; la hoja del sable que empuñaba reciamente se había enrojecido hasta el puño. Pero allí estaba él, mis ojos lo veían y se resistían a creerlo, allí estaba, escupido por el fuego y la muerte y el infierno y la destrucción.

Me lo quedé mirando sin articular palabra. Brockendorf prorrumpió en un ruidoso júbilo.

– ¡Salignac! ¡Está vivo! -exclamó; en su voz se mezclaban la alegría, el pasmo, la duda y el horror-. ¡Le dábamos por muerto, Salignac!

El capitán irguió la cabeza y rió. Aún hoy resuena escalofriante en mis oídos aquella carcajada.

– ¿Dónde están los demás? -gritó Brockendorf.

– Si el marqués de Bolibar estaba ahí arriba, ya no dará la tercera señal.

Entonces una viga se desprendió del techo, giró en el aire y cayó con gran estrépito a los pies de Salignac.

– ¡Atrás, Salignac! -oí gritar de nuevo a Brockendorf; después, el estruendo ahogó su voz.

Salignac, tieso y erguido, no se movió. Pero la pared reventada del convento se combó y se vino abajo con un ruido ensordecedor. Brotaron llamas, la calle se cubrió de escombros al rojo vivo. Y, a través de un torbellino de llamas y de lenguas de fuego, por entre vigas que se venían abajo y piedras que reventaban al estrellarse contra el suelo, vi a Salignac caminando lentamente calle abajo, como si, en medio de la muerte y la destrucción, le sobrara el tiempo.

Una oración

El teniente Lohwasser del regimiento de Hessen, que vino a las dos de la madrugada con su patrulla para relevarnos, fue el primero en darnos la noticia de que, en la confusión del incendio, los insurgentes habían hecho retroceder a nuestras tropas y se habían apoderado de los puestos avanzados de San Roque, Estrella y Mon Coeur. El regimiento de Hessen, reforzado por las compañías de Günther y Donop, se mantenía aún en la última línea de fortificaciones, la cual, atravesada por el arroyo Alear, se alzaba a un tiro de piedra de las murallas.

A esas horas el cañoneo había disminuido en intensidad. Sólo de vez en cuando tronaba algún disparo que hacía volver espantados a sus sótanos a los ciudadanos que se habían atrevido a salir a la calle. Conforme avanzó la mañana acabó enmudeciendo también aquel fuego de artillería esporádico, tal vez porque los insurgentes habían alcanzado los objetivos de su ataque nocturno y esperaban ahora nuevas órdenes del marqués de Bolibar.

En el momento en que nos llegó el relevo estaba cayendo sobre la ciudad una fuerte tormenta que había empezado con una borrasca de nieve y acabaría en una tromba de agua. Al cabo de pocos minutos las callejuelas estaban inundadas, y el suelo tan reblandecido que yo me hundía hasta los tobillos en el fango, y temblaba de frío y humedad. Al llegar a mi alojamiento me eché en la cama completamente vestido y dormí durante tres horas. Pero hacia las cinco de la mañana, un ordenanza del coronel me despertó para darme la orden de que me presentara inmediatametne en el despacho de Eglofstein.

Cuando salí de la casa, la ciudad estaba sumida en profunda oscuridad. La atmósfera estaba húmeda y turbia y el cielo parecía velado por densas nubes. La inquietud y un temor sordo se habían apoderado de mí y me causaban escalofríos. Pues ¿qué otra cosa podía suponer sino que todo se había descubierto y que el coronel me mandaba llamar porque yo estaba presente cuando Donop y Brockendorf dieron, en plena noche, la señal del órgano?

Caminaba despacio y sin rumbo, vacilaba, daba rodeos, queriendo postergar el momento del encuentro cara a cara con el coronel hasta después de haber podido hablar con Brockendorf y Donop. Pero no encontré a ninguno de los dos en sus casas; las puertas de sus habitaciones estaban cerradas con llave, y las ventanas sin luz. Tampoco los encontré por el camino; sólo algunos españoles surgían de la oscuridad, hombres y mujeres que, con linternas en las manos, afluían desde todas partes a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar para hallar, tras los horrores de aquella noche, consuelo y esperanza en las palabras de la Santa Misa.