– Mi capitán -dije apresuradamente-, todo ha ido saliendo tal como lo quería el marqués de Bolibar.
– Se diría que tiene usted razón, Jochberg -afirmó, queriendo marcharse.
– Escúcheme: la primera señal la dio Günther, lo sé. La segunda señal la dimos nosotros: usted y yo, Brockendorf y Donop. La revuelta la ha provocado Brockendorf. Por el amor de Dios, ¿dónde está el cuchillo?
– ¿De qué cuchillo habla, Jochberg?
– La Nochebuena, cuando usted ordenó fusilar al marqués de Bolibar, se quedó usted con su puñal. Un cuchillo con el mango de marfil y la imagen de la Virgen María con Cristo muerto, ¿lo recuerda? Es la última de las tres señales. ¿Dónde tiene usted el cuchillo, mi capitán? No puedo estar tranquilo mientras sepa que está en sus manos.
– El cuchillo… -repitió Eglofstein, pensativo-. El puñal… El coronel lo vio y me lo pidió, por el hermoso trabajo del puño. Ya no lo tengo.
Se me quitó un peso de encima del corazón al oír aquello.
– Entonces todo está bien -dije-. Me doy por satisfecho. El coronel no dará la tercera señal, de eso estoy seguro.
– No, él seguro que no -dijo Eglofstein con una risa cavernosa en la que resonaban el sentimiento de culpabilidad y el arrepentimiento.
Luego nos separamos y cada uno se fue por su lado.
El ranúnculo azul
Llegué sin dificultades a la casa donde se alojaba Castel-Borckenstein, pues en esos momentos la rebelión no estaba más que en sus comienzos. Mucho más difícil y lleno de peligros fue el regreso, y no tardé en lamentar no haberme hecho escoltar por algunos de los hombres de Castel-Borckenstein. Pues en esos momentos se desbordaba por las calles una multitud exaltada; cientos de voces enfurecidas se desgañitaban maldiciéndonos, gritando que éramos unos herejes y no teníamos otro empeño que ultrajar la santísima religión y profanar las iglesias, e incluso que nos proponíamos raptar a los niños y llevárnoslos a Argel para venderlos como esclavos. Es bien sabido lo útil que resulta pintar al enemigo lo más oscuro posible. Y así, los curas ponían en circulación las más negras mentiras sobre nosotros, y la muchedumbre enconada se lo creía todo, hasta las invenciones más absurdas y descaradas.
El pensamiento de que el coronel se había quedado a solas con Günther me impulsó a apresurarme, y a pesar del escándalo y el alboroto que reinaban por las calles elegí el camino más corto. En la calle de las Arcadas me salió al paso un viejo que me advirtió de la presencia de treinta españoles armados al otro extremo de la calle, y me aconsejó que no siguiera adelante. Aquello no me inquietó, pues, en caso de emergencia, yo tenía mis pistolas, y ellos solamente cachiporras, guadañas y primitivos cuchillos caseros, ya que al día siguiente a nuestra llegada nos habíamos incautado de todos los fusiles. Pero, así que proseguí la marcha, una piedra pasó zumbando a muy poca distancia de mi cabeza, y, desde una ventana una voz de mujer gritó que éramos enemigos de la Santísima Trinidad y escarnecedores de la Virgen María, y que Alemania estaba llena de herejes que escupían fuego, a quienes habría que exterminar. Finalmente preferí evitar las calles principales y hacer mi recorrido por callejuelas y huertos. Con algo de retraso, pero sano y salvo, llegué por fin a la Calle de los Carmelitas.
Ante la casa formaba medio escuadrón de dragones, a la espera de la orden de intervenir contra los revoltosos. En aquel momento el cura y el alcalde, acompañados de una escolta, bajaban por las escaleras, y me enteré de que se les había ordenado encargarse de que los revoltosos depusieran las armas y volviesen a sus casa en el plazo máximo de media hora, transcurrido el cual todo civil que fuera hallado en la calle con las armas en la mano sería abatido sin piedad por los dragones.
Ambos, el cura y el alcalde, parecían consternados y desmoralizados, y no parecían albergar grandes esperanzas de poder cumplir su misión. Tras ellos apareció el funesto Brockendorf, el culpable de todo. Y, dado que los tres, con su escolta, ocupaban todo el ancho de la escalera, tuve que escuchar la riña que tenía lugar entre ellos.
– Han saqueado completamente la iglesia -exclamó el cura-, han robado todos los cuadros…
– ¡Mentira! ¡Eso es una mentira como una casa, es una mentira in folio! -se enojó Brockendorf-. Yo mismo he llevado los cuadros a la sacristía.
– Han atado los caballos a los brazos de los santos -deploró el alcalde-. El estiércol se apila en el suelo hasta las rodillas. Las pilas de agua bendita están llenas de forraje; usted ha convertido la casa de Dios en un establo.
Brockendorf eludió sin más aquel reproche.
– Con sólo que te ahorcaran a ti -le dijo al alcalde- se acabaría la revuelta en un santiamén. Mientras la ciudad está llena de pillos, todas las horcas están vacías.
El alcalde le lanzó una mirada envenenada. Yo quería pasar, pero Brockendorf me detuvo y señaló al alcalde con un gesto que quería decir que lo lamentaba pero no podía remediarlo.
– A éste hay que colgarlo -afirmó-. Es lástima, porque es un tonto divertido. Se sabe un montón de historias picantes, y más de una vez por poco me hace reventar de risa. Vaya usted con Dios, Jochberg, yo me tengo que ir a mi cuarto. El coronel me ha arrestado.
– Demos gracias por ello al Altísimo, a Cristo y a todos los santos -suspiró el cura desde lo más hondo de su alma.
– ¡Deje usted en paz a Cristo y a los santos! -exclamó Brockendorf, irritado por el hecho de que el cura diera gracias a Dios por su castigo-. Esas palabras quedan mal en la boca de un rebelde.
Le hice duros reproches en el sentido de que había sido él mismo quien había instigado la revuelta, pero los rechazó.
– Todo este alboroto -explicó- es debido a que los españoles tienen los doblones y las onzas de oro, o como se llamen en este condenado país los ducados, escondidos debajo de las baldosas de la iglesia. Y tienen miedo de que yo les eche mano. ¡Menudos son, estos españoles!
Al fin me soltó el brazo y yo subí corriendo las escaleras. Cuando entré en el despacho, mi primera mirada fue para el coronel.
Estaba tal como lo había dejado, de pie junto a la cama de Günther. Su rostro conservaba aún la misma expresión de ansiedad acechante. Todavía no había salido a la luz nada decisivo. En las calles rugía la revuelta, pero el coronel estaba allí, escuchando la confesión de la fiebre e intentando interpretar las visiones de un confuso sueño.
El estado de Günther parecía haber empeorado, y posiblemente el fin se aproximaba. Seguía hablando. Hablaba sin parar con frases cortas y abruptas; su respiración era tan pronto un jadeo como un estertor. Las mejillas y la frente ardían, los labios estaban secos y resquebrajados. A veces murmuraba, a veces gritaba, y cuando entré estaba hablando de una pasada aventura amorosa que yo no conocía:
– Si te asomas a la ventana y silbas una vez, vendrá el palafrenero. Para que venga la criada, que es joven y guapa, tienes que silbar dos veces.
– ¿De qué está hablando? -le pregunté a Eglofstein en voz baja.
– Ha tardado usted mucho -me susurró atropelladamente-. Ahora haga lo que yo le diga. No pregunte y obedezca.
Y a continuación dijo en voz alta:
– Teniente Jochberg, echo de menos entre los papeles del regimiento una orden del jefe de nuestra división que hace referencia al pago de las soldadas atrasadas. Repase usted la correspondencia de los últimos meses y vaya leyéndome uno detrás de otro todas las cartas e informes.
Comprendí de inmediato sus intenciones. Mi cometido era leer en voz alta, tan alta que el coronel no entendiera nada de las delatoras palabras del delirante. Tomé el fajo de papeles que Eglofstein me tendió por encima de la mesa y empecé a leer.
Me hallaba en una extraña situación. Mientras leía, se iba desplegando ante mis ojos la imagen de toda la campaña. Trabajos, preocupaciones, luchas, fatigas, aventuras y peligros, y todo, al fin, destinado a ahogar con su ruido las últimas palabras de un moribundo.