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– ¿De veras? -se maravilló Behaim-. Pero si me había parecido que eran personas honorables y de buenas costumbres.

– ¡Por supuesto que lo son! -exclamó Mancino sujetando por la brida al caballo pío que empezaba a ponerse nervioso-. Personas honorables y de buenas costumbres. Pero yo no. Yo nunca he pertenecido a las personas honorables, y de mis costumbres, mejor no hablar. En resumen, mis compañeros piensan que una muchacha que sienta aprecio por mí, que tan sólo conteste mi saludo no puede ser más que una de esas mujeres cuyo amor se puede obtener por dinero.

– A decir verdad, no daba esa impresión -apuntó Behaim completamente sumido en el recuerdo de la muchacha-. Pero si fuese una de ésas, ningún precio sería demasiado alto.

– Es hermosa y pura como una rosa joven -dijo Mancino sumergiendo el cepillo y su brazo desnudo en el cubo de agua.

– Tiene un buen cuerpo -admitió Behaim- y también posee una tez fresca, no es una de esas anémicas. No puedo decir que me desagrade. Si pudieseis darme una pista, indicarme en qué iglesia oye misa…

– ¡De modo que no sólo pretendéis que yo sea vuestro alcahuete sino que lo sea también Dios nuestro señor! -le recriminó Mancino.

– ¿Alcahuete? -exclamó indignado Joachim Behaim-. ¡Señor! ¡Hablad con más respeto de las cosas sagradas! Supongo que uno podrá oír misa sin que os escandalicéis por ello. ¿Quién habla de alcahuetear? Quiero devolverle el pañuelo que ella ha perdido y yo he recogido.

Sacó el pañuelo de lino boccacino de un bolsillo de su abrigo y se lo mostró a Mancino.

– Sí, es su pañuelo, lo reconozco -dijo cogiéndolo cuidadosamente con dos dedos de su mano mojada-. Se lo regalé el día de su santo junto con un frasquito de esencia de flores. De modo, que se le cayó al suelo.

– Sí, y podéis devolvérselo con un amable saludo de quien iba caminando detrás de ella -le encargó Behaim-. Y no voy a negar que desearía volver a verla, me gustó bastante y, quién sabe, quizás yo también le gusté. Pero de improviso desapareció sin dejar huella, ¿y qué se cree? ¿Que tengo tiempo para seguirle la pista por todas las callejuelas de Milán? ¿Para buscarla en todas las iglesias y todos los mercados? No, eso no me lo permiten los asuntos que he de resolver en Milán, ¡decídselo a mi Anita!

– ¿A quién decís que informe de los asuntos que habéis de resolver? -Quiso saber Mancino.

– A mi Anita, a quién si no -dijo Behaim-. ¿O acaso no se llama así? Podríais decirme de una vez su nombre.

Mancino hizo caso omiso de su deseo.

– ¿De modo que iréis a ver a ese Boccetta para pedirle vuestro dinero? -preguntó.

– Sí, eso haré -aseguró Behaim con firmeza-. Mañana o cuando sea, iré a verle y zanjaré el asunto. En cuanto a esa muchacha a quien, según parece, no debo volver a ver…

– Volveréis a verla -dijo Mancino y en su rostro la tristeza sucedió a la ira-. Sí, puesto que no lo puedo evitar. Pero recordad lo que os digo: temo que las cosas tendrán un final desastroso para la muchacha. En ese caso también lo tendrán para vos, os lo advierto. Y quizás también para mí.

5

La casa del Pozo se encontraba realmente como había descrito D'Oggiono, en un estado de abandono extremo, parecía llevar deshabitada muchos años, el tejado estaba en mal estado, las vigas podridas, la chimenea derrumbada, el revoque de las paredes desconchado, por todas partes aparecían grietas en los muros y Behaim podía llamar y gritar con todas sus fuerzas que nadie le abría la puerta. Y mientras golpeaba con los nudillos y esperaba y gritaba y golpeaba con los nudillos y volvía a gritar y volvía a esperar, cayó su mirada casualmente sobre un ventanuco enrejado que había encima de la puerta, y en ese ventanuco divisó un rostro que le dio la misma impresión de abandono y decrepitud que la casa, el rostro hirsuto y poco aseado de un hombre que observaba atentamente cómo se magullaba los nudillos contra la puerta cerrada.

– Señor, ¿qué significa esto? ¿Por qué no me abrís? -preguntó Behaim enojado.

– Por qué alborotáis en propiedad ajena y además, ¿quién sois? -replicó el preguntado.

– Busco a un tal Boccetta -explicó Behaim-, Bernardo Boccetta. Me dijeron que le encontraría en esta casa.

– A Bernardo Boccetta le buscan todos -gruñó el hombre del ventanuco-. Demasiados buscan a Bernardo Boccetta. Mostradme lo que traéis antes de dejaros entrar.

– ¿Lo que traigo? -exclamó asombrado Behaim-. ¿Qué demonios debo traer para que me dejéis entrar?

– Si no tenéis nada que empeñar, ya podéis dar media vuelta -le aconsejó el hombre del ventanuco-. Aquí no se presta nada sobre un simple aval. ¿O acaso habéis venido a desempeñar una prenda? En ese caso, no es hora, venid por la tarde.

– ¡Señor! -dijo Behaim-. No quiero que me prestéis dinero, ni he depositado una prenda. Quiero ver al señor Boccetta y nada más.

– ¿Ver al señor Boccetta y nada más? -repitió el hombre del ventanuco dando vivas muestras de asombro-. ¿Qué motivo tenéis para desear ver al señor Boccetta si a juzgar por las apariencias, no os encontráis en ningún apuro? ¿Qué tiene él de interesante? Y cuando le hayáis visto, ¿qué querréis después? ¡Porque yo soy ese Boccetta!

El alemán dio un paso atrás sorprendido y volvió a contemplar la apariencia desastrada y el semblante decrépito del hombre que en otro tiempo había pertenecido a la Nobleza de Florencia. Luego dijo haciendo una reverencia:

– Me llamo Behaim, señor, y os traigo los saludos de mi padre, Sebastian Behaim, comerciante en Melnik. Él se alegrará cuando le cuente que estuve en vuestra casa y que gozáis de buena salud y de una posición desahogada.

– ¡Behaim! ¡Sebastian Behaim! -murmuró Boccetta-. Sí, señor, tenéis razón, él os estará agradecido por cualquier noticia que le llevéis de mí; es tan raro saber algo de los amigos. Decidle que en cuanto a la salud no tengo motivo de queja, todavía me encuentro bien, por lo demás… en fin, vos mismo conocéis los tiempos que corremos, los rumores de guerra, la carestía, la envidia y la malevolencia de las personas, toda clase de estafas, hay que tener paciencia y también aceptar lo malo, Dios no lo ha querido de otra manera, es Su voluntad y nadie sabe si el día de mañana nos traerá cosas peores. Decidle pues, decidle a vuestro señor padre…

– ¡Señor! ¿No queréis dejarme entrar? -le interrumpió Behaim.

– Por supuesto que sí. En seguida -dijo Boccetta-. De modo que sois el hijo de Sebastian Behaim. Debe ser una gran dicha dejar un hijo en el mundo, a mí me ha sido negada. En fin, decid a vuestro señor padre cuando le habléis de mí…

– Creía que me dejabais entrar -opinó el alemán.

– ¡En efecto, así es, y yo aquí charlando! Un instante, ¿dónde he metido la llave? Ahora me doy cuenta de que por desgracia no tengo en casa vino, ni fruta, ni nada que ofreceros y a uno le gusta agasajar a sus invitados de acuerdo con la costumbre. En estas condiciones y para no avergonzarme deberíais, quizás, volver en otra ocasión, para entonces estaré mejor provisto de todo lo necesario.

– No, señor -declaró Behaim terminante-. No digo que no sepa apreciar una jarra de buen vino, pero como hacía tiempo que deseaba platicar un rato con vos, no quisiera aplazar la ocasión sin necesidad; podría surgir algún imprevisto, pues, como acabáis de observar muy justamente, no sabemos lo que nos traerá el día de mañana. Así que, os ruego que no me dejéis esperar más tiempo delante de vuestra puerta.

El rostro desapareció del ventanuco, se oyeron pasos arrastrados, sonó una cadena, una llave rechinó en la cerradura y desde la puerta abierta, Boccetta intentó una nueva objeción:

– Como suelo reservar las horas de la mañana para atender mis negocios había pensado que…

Behaim le cortó la palabra.

– No importa, después de todo también podemos hablar de negocios -dijo franqueando la puerta.