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Y tras esas palabras desapareció el rostro de Boccetta del ventanuco.

A Behaim le costó trabajo resignarse, siquiera pasajeramente, con el desenlace tan poco honroso de aquel encuentro. Sobre todo le mortificaba la alusión a las ortigas que no le pareció carente de fundamento, pues abundaban en el asilvestrado huerto. Le entraron ganas de echar abajo la puerta de Boccetta para tenerle durante un rato a merced de sus puños. Pero con semejante acción habría contravenido la ley, y tal acto repugnaba a su naturaleza. Además, aunque la casa estaba muy deteriorada, justo la puerta se encontraba en un estado bastante aceptable. Estaba hecha de gruesos maderos de roble y habría sido inútil arremeter contra ella sólo con los puños.

Así que de momento no le quedó más remedio que seguir su camino, y mientras se alejaba profería contra Boccetta y contra sí mismo las palabras que le inspiraba la ira. Calificaba a Boccetta de avaro, ladrón y estafador y a sí mismo se culpaba de ser un torpe y un necio que ya no servía para nada y merecía una manta de palos. También afirmó en voz alta, haciendo que los que pasaban a su lado se diesen la vuelta asombrados, que quería ver a Boccetta secarse en la horca, pues Dios le debía esa pequeña satisfacción. Y después de haber incluido de esa manera a Dios en la lista de sus deudores, se tranquilizó un poco, pues Dios, según le habían enseñado, era a veces un pagador tentó pero, en general, digno de confianza que no olvidaba ios intereses. Y después del mal rato que había pasado, le Pareció llegado el momento de concederse una jarra de vino; ésa era la recompensa que se debía a sí mismo, y como se tomaba muy en serio sus compromisos, entró, nada más cruzar la puerta de Vercelli, en una taberna y la primera persona sobre la que cayó su mirada fue Mancino que, sentado en un rincón, contemplaba pensativo la animada calle a través de la ventana.

Cuando Mancino levantó la vista y descubrió a Joachim Behaim, su rostro reflejó sentimientos contradictorios. Be-haim ya le había importunado varias veces con sus continuas preguntas acerca de la muchacha a la que se empeñaba en llamar su Anita. Sin embargo, en ese momento su llegada no pareció molestarle demasiado. Y esos sentimientos se expresaron así.

– Sentaos, ya que mi ángel bueno ha querido que fueseis vos y no otro quien viniese aquí -dijo.

– ¡Señor! -le replicó Behaim-. No creo que ésta sea una manera correcta de recibirme. Estoy acostumbrado a que se me trate con más cordialidad y tengo derecho a exigirlo.

– Tenéis razón -admitió Mancino-. Primer mandamiento: llevarse bien con el que tiene dinero. Sentaos pues, y soportad mi compañía. En cuanto a mi ángel bueno, he de decir, que se ha ocupado poco de mí a lo largo de mi vida, de lo contrario yo estaría ahora más boyante y podría obsequiaros con un capón joven o un pecho de ternera condimentado con cilantro.

– No os aflijáis por eso -le consoló Behaim-. Sólo he venido aquí a beber un cuartillo de vino.

– ¡Eh, tabernero! -gritó Mancino-. ¿Qué andas merodeando por ahí? ¡Un cuartillo para el caballero! Como ves, no me faltan los amigos.

Y volviéndose hacia Behaim prosiguió:

– Hace una hora, el inútil de mi ángel bueno incumplió gravemente las obligaciones que tiene contraídas conmigo al permitir que entrase de manera confiada en esta taberna donde, por lo visto, ya me conocen, pues ese tabernero barrigudo no me quitaba ojo de encima antes de que llegaseis. Y eso que he tenido con él una consideración que no merece, pues sólo me he dejado servir un plato de nabos que apenas han saciado un tercio de mi hambre. ¡Pero a quién se le ocurre contar con el agradecimiento de un tabernero!

Guardó silencio, y un aire de preocupación y arrepentimiento apareció en su rostro surcado de arrugas.

– ¿Y por qué os presta el tabernero tanta atención? -dijo sin ninguna necesidad Behaim, pues conocía de antemano la respuesta.

– Porque -le explicó Mancino- ve venir el momento en que, en lugar de pagar, le dé permiso para que palpe los pliegues de mi bolsa vacía. Y si no se contenta con eso y busca pelea, le propinaré una patada o la recibiré de él, según quiera la suerte y el dios de las batallas, y luego dataré de escabullirme.

– Muy bien, será divertido -opinó Behaim-. ¿Y no habrá también alguna cuchilladita?

– Es muy posible -dijo con gesto sombrío Mancino.

– ¡Pienso estar presente, qué demonios! -exclamó Behaim-. ¿Pero no podríamos concluir antes nuestro pequeño negocio?

– ¿De qué negocio habláis? -preguntó Mancino.

– Resulta que mi ángel bueno -le explicó el alemán-que no es un inútil como el vuestro, sino uno que conoce sus obligaciones, me ha concedido que os haga servir un capón asado o un pecho de ternera condimentado, según os plazca. Después obtendréis…

– ¡Eh, posadero! -gritó Mancino-. ¡Venid acá y escuchad lo que dice el señor! Escuchadle, pues a través de él habla la voz de Dios.

– … un doble provecho -prosiguió Behaim-. En primer lugar, el provecho para vuestra alma, porque hacéis una buena obra diciéndome dónde puedo volver a encontrar a mi Anita y encima tendréis el capón.

– ¡Lárgate! -dijo Mancino al posadero que se había acercado-. De modo que pensáis que soy un individuo que vende lo que sea a cambio de un poco de comida. Tenéis razón, señor. Gente modesta, paga modesta. Y qué soy yo más que un pobre mercachifle que comercia con lo que tiene a mano, una veces versos, otras, mujeres. Tenéis razón, señor, soy uno de ésos, tenéis razón.

– Entonces, si os he entendido bien, aceptáis mi propuesta -constató Behaim.

– Suponiendo que lo hiciese -dijo Mancino-, no veo qué ventaja podéis obtener de ello.

– Decidme de una vez dónde vive -le apremió Behaim-. Del resto ya me ocuparé yo.

– ¡Tened cuidado! -dijo Mancino mirando pensativo a Ia calle-. Por dos ojos ardientes perdió Sansón la luz de los suyos. Por dos blancos pechos olvidó el rey David el temor de Dios. Por dos esbeltas piernas cayó la cabeza del Bautista.

– ¡Bah! -se rió el alemán-. Yo me torceré quizás una pierna en esta empresa, y nada más.

– ¿Que os torceréis qué…? No os entiendo -opinó lancino.

– Delante de su casa -le explicó Behaim-, haré primero caracolear, bailar y corvetear a mi caballo y luego, que me derribe suavemente. Después, pediré auxilio, me quejaré y lanzaré gemidos lastimeros, fingiré desmayarme y me llevarán a su casa. No necesito nada más.

– ¿Y luego? -preguntó Mancino.

– Eso es asunto mío -dijo Behaim acariciándose su barba oscura cuidadosamente recortada.

– De acuerdo, entonces os dejaré tirado en la calle con una pierna magullada, torcida o partida -le prometió Mancino-, pues ella no os acogerá en su casa, de eso podéis estar seguro. Quizás si fueseis francés o flamenco, pues están de moda y gozan del favor de las milanesas. ¿Pero los alemanes? Tanto como los turcos.

– ¡No seáis insolente! -dijo Behaim, ofendido.

– A lo mejor llamarán al cabo de un rato a un cirujano -prosiguió Mancino-, y ése os recompondrá la pierna. Así que pensad bien si no haríais mejor en encargar el capón por el amor de Dios. Vos también obtendrías entonces un doble provecho. En primer lugar, el provecho para vuestra alma y encima conservaríais enteros vuestros miembros.

– Tal vez tengáis razón -admitió el alemán-. Pero eso iría en contra de cualquier regla mercantil.

– ¡Entonces quedaos con el capón! -dijo Mancino-. Y si a pesar de todas las reglas mercantiles se os ocurriese la generosa idea de pagarme los nabos, no creáis que me hacéis un favor. Que os lo agradezca el patrón que de ese modo obtendrá su dinero. En cuanto a la muchacha, yo sabía que pasaría por aquí y estaba preocupado de que pudieseis verla. Ha pasado y no la habéis visto. En ese momento estabais ocupados en hacer caracolear a vuestro caballo delante de su casa y luego yacíais en el suelo con una pierna rota poniendo los ojos en blanco. Por esta vez habéis…