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– Ya me había dado cuenta -reconoció el pintor con una sonrisa apurada-. Y aunque decía que no me preocupaba por vuestros dos ducados…

– Preocupaos más bien por el vuestro -le interrumpió Behaim-, pues prácticamente lo habéis perdido. Sólo tengo que averiguar dónde vive o se aloja ese Boccetta o dónde se le puede encontrar y luego ya le presentaré mis respetos. Y que vuestro ducado esté listo para viajar. Despedíos de él, dadle algún buen consejo para el camino, pues irá conmigo a Oriente.

– ¡Señor! -dijo D'Oggiono-. Eso lo dudo mucho y mis dudas están bien fundadas, aunque por desgracia, también debo confesar que mis ducados siempre han sido un poco errantes, nunca han querido quedarse conmigo mucho tiempo. Y en cuanto a Boccetta, no es un hombre difícil de encontrar. Sólo tenéis que ir hasta la puerta de Vercelli y luego seguir todo recto por la carretera hasta que veáis a mano izquierda varios montones de piedras que en otros tiempos fueron el muro de un huerto. Entonces atravesáis el huerto y allí puede ocurrir que os caigáis en el pozo que está completamente cubierto de cardos. Si evitáis ese peligro, llegaréis a una casa, o si preferís a una cuadra de muías, pues se encuentra en un estado lamentable, o sea que llegaréis a cuatro muros con un tejado, en resumen, preguntad por la casa del Pozo cuando hayáis dejado atrás la puerta de Vercelli.

– Pasada la puerta de Vercelli, pregunto por la casa del pozo -repitió Behaim-. Eso no es difícil de retener. ¿Y allí encontraré a Boccetta?

– Suponiendo que a vuestra llamada os abran la puerta -explicó D'Oggiono- y suponiendo que no halléis antes un fin ignominioso en el fondo del pozo, encontraréis a Boccetta en esa casa. Y ahora os diré el curso que seguirá esta historia. Cuando se entere de vuestro nombre y del motivo de vuestra visita, estará, justo ese día, agobiado de trabajo, dispuesto a salir a cenar en ese preciso instante, tendrá una cita ineludible por un asunto importante, estará cansado de los negocios del día, tendrá que emprender una peregrinación para obtener unas indulgencias, escribir y enviar cartas, se sentirá enfermo y necesitará tranquilidad… si no opta simplemente por daros con la puerta en las narices.

– ¡Por quién me tomáis! -exclamó Behaim indignado-. ¿Pensáis que no sabría responder a tales excusas? Cobrar forma parte de mi profesión como moler colores de la vuestra. ¿Para qué serviría yo, si no fuese capaz de hacerlo?

Tomó su abrigo, lo examinó y lo alisó cuidadosamente, Pasó la mano por el costoso forro de piel para quitarle algunas briznas de paja que se habían pegado, y luego cogió su barreta que había colocado D'Oggiono sobre la cabeza de un san Sebastián tallado en madera al llegar a casa la noche anterior, y se acercó a la ventana para ver qué tiempo hacía.

La ventana daba a un patio estrecho, cubierto de escasa hierba y rodeado de una valla; en el extremo alejado del patio había una cuadra. Y allí, para sorpresa suya, Behaim descubrió a Mancino que, provisto de cubo y cepillo estrillaba un caballo pío mientras un segundo caballo bayo, estaba al lado atado a un poste. Mancino, que trabajaba con ahínco, no levantó la vista, y Behaim tuvo de nuevo la sensación de que ya había visto muchos años antes esa cara sombría y arrugada. Pero no se detuvo demasiado en ese recuerdo fugaz, en seguida se puso a pensar en la muchacha que la noche anterior había dado lugar a una discusión entre él y Mancino; la imagen de la joven surgió ante él y la vio caminando sonriente y con los ojos bajos por la calle de San Jacobo y se perdió en sueños.

Si bajo ahora -se le pasó por la cabeza- y le doy a Mancino el pañuelo para que se lo entregue… ella sabrá sin duda quién lo ha encontrado. Y cuando vuelva a cruzarme con ella, se detendrá o se reirá al pasar, pues en Milán las muchachas se pueden permitir algunas libertades cuando tratan con los hombres, y yo diré… Sí, ¿qué le diré?

– ¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!

Behaim giró la cabeza y miró atónito a D'Oggiono que había pronunciado esas palabras en voz alta; parecía como si por obra de magia D'Oggiono hubiese leído la pregunta en su frente y la hubiese contestado siguiendo una intuición.

– ¿Cómo? ¿Cómo? -balbució con voz ronca-. ¿Qué queréis decir y de qué mujer habláis?

– ¡Señor! -contestó D'Oggiono sin interrumpir su trabajo-. Ésas son las palabras que dirigió nuestro Salvador a su santa madre en las bodas de Caná: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?». Consultad el evangelio de san Juan, al principio del todo, capítulo segundo; y en el cuadro yo le doy al Salvador esa actitud y ese gesto, como si acabase de decirlo en ese instante.

– Así es y así está escrito en el Evangelio -dijo Behaim, muy aliviado-. ¿Y sabéis también, señor, que en el patio se encuentra uno de vuestros compañeros, el que anoche me amenazó con un puñal en el Cordero?

– ¿Quién os ha amenazado con un puñal? -preguntó D'Oggiono.

– Ese a quien llamáis Mancino; ignoro cómo se llama en realidad -le informó Behaim.

– Le creo muy capaz -declaró D'Oggiono-. Cuando monta en cólera arremete contra sus mejores amigos con cualquier arma que tenga a mano; es de un carácter muy irascible. Podéis verle todas las mañanas a estas horas en el patio, allí cepilla y hace dar vueltas a los dos caballos del dueño de la Campanilla, pues a los caballos sí que los sabe tratar Mancino, y de esa manera se gana su sopa matutina y algunos soldi que se gasta luego con mujeres en las casas públicas. Nosotros le llamamos Mancino, pues ni él mismo conoce su verdadero nombre y messere Leonardo dice que es un gran misterio que alguien pueda olvidar tan completamente su vida pasada por la lesión de la masa cerebral…

– Eso ya me lo explicó ayer largo y tendido el tabernero del Cordero -le interrumpió Behaim-. Y ahora ha llegado el momento de partir. Os doy las gracias, señor, por vuestras buenas obras, no las olvidaré, os deseo también que vuestro trabajo siga adelante con éxito y recordad lo que os he dicho, os será de provecho. Espero que volvamos a vernos en el Cordero o cuando venga a recoger mi ducado y hasta entonces, ¡que Dios os guarde, señor, que Dios os guarde!

Agitó su birreta y se marchó cerrando tras de sí la puerta sobre la que el hermano Luca había escrito con carboncillo las palabras: «El que vive aquí es un tacaño», por no haber obtenido los dos carlini de D'Oggiono.

– Haced bien vuestro trabajo que no quiero oír quejas de vos -dijo Behaim de buen humor a Mancino pensando que ésa era la mejor manera de entablar una conversación con ese poeta de mercado, taberna y cuadra que cepillaba el caballo.

Mancino levantó la mirada, vio quién estaba a su lado, torció un poco la boca, pero luego dijo en tono amable:

– ¡Buenos días, señor! ¿Habéis estado a gusto en vuestro alojamiento?

– Ha ido mejor de lo que había merecido y de lo que podía esperar -le informó Behaim-. Si ese caballero -señaló con el pulgar hacia la ventana de D'Oggiono- no se hubiese ocupado de mí tan cristianamente, me habrían recogido esta mañana del arroyo.

– Porque vosotros, los alemanes -declaró Mancino-, no sabéis distinguir entre un vino y otro. Ese que os sirvió ayer el tabernero del Cordero no es de los que se pueden beber por jarras.

– Así es -dijo Behaim-. Uno siempre comprende las cosas después. Hoy me habláis con mucha cordura pero ayer bufabais como un demente.

– Porque -se disculpó Mancino- no parabais de hablar de aquella muchacha aunque yo os rogaba insistentemente que dejaseis de hacerlo. No quería que mis compañeros se enterasen de la amistad y del afecto que siento por esa criatura. Ellos se habrían frotado las manos y no habrían dudado en arrastrar por todos los charcos y callejuelas de la ciudad la reputación de la pobre muchacha. En adelante recordad esto, señor: ¡ni una palabra sobre esa muchacha delante de mis compañeros!