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En el punto en que estábamos, hacía falta una biblioteca de obras de consulta, suscripciones a revistas especializadas, amén de un equipo de computadoras para nuestros cálculos: todo, como ustedes saben, ha sido puesto a nuestra disposición por una Research Foundation a la cual, establecidos en este planeta, nos dirigimos para que subvencionase nuestros estudios. Naturalmente, las apuestas pasan por ser un juego inocente entre nosotros y ninguno sospecha las grandes sumas que se arriesgan en ellas. Oficialmente nos arreglamos con nuestro modesto sueldo de investigadores del Centro de Previsiones Electrónicas, más, para (k)yK, el subsidio por su cargo de Decano que ha logrado obtener de la Facultad siempre con su aire de no mover un dedo. (Su predilección por la estasis ha seguido agravándose, tanto que se ha presentado bajo la apariencia de un paralítico, en una silla de ruedas.) Este título de Decano, dicho sea entre paréntesis, con la antigüedad no tiene nada que ver, si no yo tendría por lo menos tanto derecho como él, sólo que a mí no me interesa.

Así hemos llegado a esta situación. EI Decano (k)yK, desde la galería de su casa, sentado en la silla de ruedas, con las piernas cubiertas por una capa de diarios de todo el mundo llegados en el correo de la mañana, grita como para hacerse oír de una punta a la otra del campus:

– Qfwfq, el tratado atómico entre Turquía y Japón no ha sido firmado hoy, ni siquiera se han iniciado las tratativas, ¿viste? ¡Qfwfq, el uxoricida de Termini Imerese fue condenado a tres años, como decía yo, no a cadena perpetua!

Y enarbola las páginas de los diarios, blancas y negras como el espacio cuando se estaban formando las galaxias, y atestadas -como entonces el espacio- de corpúsculos aislados, circundados de vacío, privados en sí mismos de destino y de sentido. Y yo pienso qué hermoso era entonces, a través de aquel vacío, trazar redes y parábolas, individualizar el punto exacto, la intersección entre espacio y tiempo en que saltaría el acontecimiento, indiscutible en el ápice de su resplandor; mientras que ahora los acontecimientos se caen ininterrumpidos, como una coladura de cemento, en columna uno sobre el otro, uno encastrado en el otro, separados por títulos negros e incongruentes, legibles en más sentidos pero intrínsecamente ilegibles, una masa de acontecimientos sin forma ni dirección, que circunda, sumerge, aplasta todo razonamiento.

– ¿Sabes, Qfwfq? ¡Las corizaciones de cierre hoy en Wall Street bajaron un 2%, no un 6! ¡Y mira, el inmueble construido abusivamente en la Via Cassia es de doce pisos, no de nueve! Nearco IV gana en Longchamps por dos largos. ¿En cuánto estamos, Qfwfq?

Los Dinosaurios

Misteriosas son aún las causas de la rápida extinción de los Dinosaurios, que evolucionaron y prosperaron en todo el Triásico y el Jurásico y durante ciento cincuenta millones de años fueron los amos indiscutidos de los continentes. Tal vez no fueron capaces de adaptarse a los grandes cambios de clima y de vegetación que se produjeron en el Cretáceo. Al final de esta época habían muerto todos.

Todos menos yo -precisó Qfwfq-, porque también yo, en cierto período, fui Dinosaurio: digamos durante unos cincuenta millones de años; y no me arrepiento: entonces, siendo Dinosaurio se tenía conciencia de estar en lo justo, y uno se hacía respetar.

Después la situación cambió, es inútil que les cuente los detalles, empezaron dificultades de todo género, derrotas, errores, dudas, traiciones, pestilencias. Una nueva población crecía en la tierra, enemiga nuestra. Nos caían encima de todas partes, no acertábamos ni una. Ahora algunos dicen que el gusto de extinguirse, la pasión de ser destruidos eran propios del espíritu de nosotros los Dinosaurios ya desde antes. No sé: yo ese sentimiento jamás lo he experimentado; si otros lo conocían, es porque ya se sentían perdidos.

Prefiero no volver con la memoria a la época de la gran mortandad. Nunca hubiera creído librarme de ella. La larga migración me puso a salvo, la hice a través de un cementerio de osamentas descarnadas, en las cuales sólo una cresta, o un cuerno, o la placa de una coraza, o un jirón de piel toda escamas recordaba el esplendor antiguo del ser viviente. Y sobre esos restos trabajaron los picos, los colmillos, las ventosas de los nuevos amos del planeta. Cuando no vi más huellas ni de vivos ni de muertos me detuve.

En aquellos altiplanos desiertos pasé muchos y muchos años. Había sobrevivido a las emboscadas, a las epidemias, a la inanición, al hielo, pero estaba solo. Seguir allí eternamente no podía. Me puse en camino para bajar.

El mundo había cambiado: no reconocía ni los montes ni el río ni las plantas. La primera vez que vi seres vivientes me escondí; eran una manada de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes. -¡Eh, tú! -Me habían descubierto, y en seguida me pasmó aquel modo familiar de apostrofarme. Escapé; me persiguieron. Hacía milenios que estaba acostumbrado a provocar terror en torno de mí, y a sentir terror de las reacciones ajenas al terror que provocaba. Ahora nada-: ¡Eh, tú! -Se acercaban a mí como si nada, ni hostiles ni asustados.

– ¿Por qué corres? ¿Qué te pasa por la cabeza?

– Querían solamente que les indicara el camino para ir no sé dónde. Balbuceé que no era del lugar. -¿Qué te ocurre que escapas? -dijo uno-. ¡Parecería que hubieras visto… un Dinosaurio! -y los otros rieron. Pero en aquella carcajada sentí por primera vez un tono de aprensión. Era una risa un poco forzada. Y uno de ellos se puso grave y añadió-: No lo digas ni en broma. No sabes lo que son…

Entonces, el terror de los Dinosaurios continuaba en los Nuevos, pero quizá hacía varias generaciones que no los veían y no sabían reconocerlos. Seguí mi camino, cauteloso pero impaciente por repetir el experimento. En una fuente bebía una joven de los Nuevos; estaba sola. Me acerqué despacito, estiré el cuello para beber a su lado; ya presentía su grito desesperado apenas me viera, su fuga afanosa. Daría la señal de alarma, vendrían los Nuevos armados a darme caza… En el momento me había arrepentido ya de mi gesto; si quería salvarme debía destrozarla en seguida: recomenzar…

La joven se volvió, dijo: -¿No es cierto que está fresca? -Se puso a conversar amablemente, con frases un poco de circunstancias, como se hace con los extranjeros, a preguntarme si venía de lejos y si había tenido lluvia o buen tiempo en el viaje. Yo nunca hubiera imaginado que se pudiese hablar así, con no-Dinosaurios, y estaba todo tenso y casi mudo.

– Yo siempre vengo a beber aquí -me dijo-, a la Fuente del Dinosaurio…

Enderecé bruscamente la cabeza, abrí los ojos hasta desorbitarme.

– Sí, sí, la llaman así, la Fuente del Dinosaurio, desde tiempos antiguos. Dicen que una vez se escondió aquí un Dinosaurio, uno de los últimos, y al que venía a beber le saltaba encima y lo despedazaba, ¡madre mía!

Hubiera querido desaparecer. "Ahora se da cuenta de quién soy -pensaba-, ¡ahora me observa mejor y me reconoce!", y como hace el que no quiere que lo miren, yo tenía los ojos bajos y enroscaba la cola como para esconderla. Tal era el esfuerzo nervioso que cuando ella, toda sonriente, me saludó y siguió su camino, me sentí cansado como si hubiera librado una batalla, de aquellas de la época en que nos defendíamos con dientes y uñas. Me di cuenta de que ni siquiera había sido capaz de contestarle buenos días.

Llegué a la orilla de un río donde los Nuevos tenían sus guaridas y vivían de la pesca. Para hacer un embalse en el río donde el agua, menos rápida, retuviera a los peces, construían un dique de ramas. Apenas me vieron, alzaron la cabeza del trabajo y se detuvieron; me miraron, se miraron entre sí, como interrogándose, siempre en silencio. "Ahora se arma -pensé-, no me queda más que vender caro el pellejo", y me preparé al salto.