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Pero no: era un átomo de polonio, sano, sano. En estos casos (k)yK se reía, se reía, burlón, como si sus victorias fueran un gran mérito, cuando sólo un movimiento demasiado arriesgado de mi parte le había favorecido. En cambio, cuanto más avanzaba, más entendía yo el mecanismo, y frente a cualquier fenómeno nuevo, después de algunas apuestas un poco a tientas, calculaba mis pronósticos considerando todos los datos. La regla por la cual una galaxia se fijaba a tantos millones de años-luz de otra, ni más ni menos, llegaba a entenderla siempre antes yo que él.

Poco después resultaba tan fácil que ya no le encontraba gusto siquiera.

Así, de los datos de que disponía trataba de deducir mentalmente otros datos, y de estos otros más hasta que conseguía proponer eventualidades que en apariencia no tenían nada que ver con lo que estábamos discutiendo. Y los soltaba allí, como si nada.

Por ejemplo, estábamos haciendo pronósticos sobre la curvatura de las espirales galácticas, y de pronto salgo diciendo: -Oye, (k)yK, ¿qué te parece: los asirios invadirán la Mesopotamia?

Se quedó desorientado. -¿La… qué? ¿Cuándo?

Calculé apresuradamente y le disparé una fecha, naturalmente no en años y siglos, porque entonces las unidades de medida del tiempo no eran apreciables en magnitudes de ese tipo, y para indicar una fecha precisa teníamos que recurrir a fórmulas tan complicadas que hubiéramos necesitado un pizarrón para escribirlas.

– ¿Y cómo saberlo?

– Rápido, (k)yK, ¿y la invaden o no? Para mí, la invaden; para ti, no. ¿Estamos? Dale, no te duermas.

Estábamos todavía en el vacío sin límites, estriado aquí y allá por algún garabato de hidrógeno alrededor de los torbellinos de las primeras constelaciones. Admito que hacían falta deducciones muy complicadas para prever las llanuras de la Mesopotamia, hormigueantes de hombres y caballos y flechas y trompas, pero no habiendo otra cosa que hacer era posible conseguirlo.

En cambio, en estos casos el Decano apostaba siempre a que no, y no porque pensara que los asirios no se habrían salido con la suya, sino simplemente porque excluía que hubiera jamás asirios y Mesopotamia y Tierra y género humano.

Estas, se sobreentiende, eran apuestas a plazo más largo que las otras, no como en ciertos casos en que el resultado se sabía en seguida. -¿Ves aquel Sol que se forma con un elipsoide alrededor? Rápido, antes de que se formen los planetas, dime a qué distancia estarán las órbitas una de otra…

Apenas habíamos terminado de decirlo y ya al cabo de ocho o nueve, ¿qué digo?, de seis o siete centenares de millones de años, los planetas echaban a girar cada uno en su órbita, ni más ancha ni más angosta.

Mucha mayor satisfacción me daban en cambio las apuestas que debíamos tener presentes durante miles de millones de años, sin olvidar lo que habíamos apostado y cuánto, acordándonos al mismo tiempo de las apuestas a plazo más próximo, y el número (había empezado la época de los números enteros, y esto complicaba un poco las cosas) de las apuestas ganadas por uno y por otro, el monto de la postura (mis ganancias seguían creciendo; el Decano estaba endeudado hasta el cuello). Y encima de todo esto debía lucubrar apuestas nuevas, avanzando siempre en la cadena de las deducciones.

– E 18 de febrero de 1926, en Santhiá, provincia de Vercelli, ¿de acuerdo?, en vía Garibaldi número 18, ¿me sigues?, la señorita Giuseppina Pensotti, de veintidós años, sale de su casa a las seis menos cuano de la tarde: ¿toma a la derecha o a la izquierda?

– Eeeh… -decía (k)yK.

– Dale, rápido. Yo digo que toma a la derecha. -Y a través de las nebulosas de polvillo trazadas por las órbitas de las constelaciones veía ya subir la neblina de la noche en las calles de Santhiá, encenderse pálido un farol que apenas llegaba a señalar la línea de la acera en la nieve e iluminaba por un momento la sombra espigada de Giuseppina Pensotti que daba vuelta a la esquina después de la oficina de impuestos y desaparecía.

Sobre lo que sucedería a los cuerpos celestes yo podría dejar de hacer nuevas apuestas y esperar tranquilamente a embolsarme las posturas de (k)yK a medida que mis previsiones se cumplían. Pero la pasión del juego me llevaba, de cada acontecimiento posible, a prever la serie interminable de acontecimientos que de él derivaban, hasta los más marginales y aleatorios. Comencé a acoplar pronósticos sobre hechos más inmediatos y fácilmente calculables con otros que exigían operaciones extremadamente complejas.

– Pronto, mira cómo se condensan los planetas: dime un poco en cuál se formará una atmósfera: ¿En Mercurio? ¿Venus? ¿Tierra? ¿Marte? Anda, decídete; y además, ya que estás, calcúlame el índice de incremento demográfico de la península india durante la dominación inglesa. ¿Qué necesidad tienes de pensar tanto? Date prisa.

Había embocado un canal, una espiral más allá de la cual los acontecimientos hormigueaban con multiplicada densidad, no había más que tomarlos a puñados y arrojárselos a la cara a mi competidor que jamás había supuesto su existencia. La vez que se me ocurrió dejar caer casi distraídamente la pregunta: -Arsenal-Real Madrid, en semifinal, Arsenal juega en su campo, ¿quién gana?-, en un instante comprendí que con esto que parecía un revoltijo casual de palabras había tocado una reserva infinita de nuevas combinaciones entre los signos de los cuales se serviría la realidad compacta y opaca y uniforme para disfrazar su monotonía, y quizá la carrera hacia el futuro, aquella carrera que yo por primera vez había previsto y auspiciado, no tendía sino a través del tiempo y del espacio a desmenuzarse en alternativas como ésta, hasta disolverse en una geometría de invisibles triángulos y rebotes como el recorrido de la pelota entre las líneas blancas de la cancha que yo trataba de imaginarme trazadas en el fondo del vórtice luminoso del sistema planetario, descifrando los números marcados en el pecho y la espalda de los jugadores nocturnos irreconocibles en lontananza.

Ahora me había lanzado en este nuevo campo de lo posible jugándole todas mis ganancias precedentes. ¿Quién podía detenerme? La habitual incredulidad perpleja del Decano sólo servía para incitarme a arriesgar. Cuando me percaté de que me había metido en una trampa era tarde. Todavía tuve la satisfacción -flaca satisfacción esta vez- de ser el primero en darme cuenta: (k)yK no parecía notar que la fortuna se había puesto de su parte, pero yo contaba sus carcajadas, en un tiempo escasas y cuya frecuencia ahora aumentaba, aumentaba…

– Qfwfq, ¿has visto que el Faraón Amenhotep IV no tuvo hijos varones? ¡Gané yo!

– Qfwfq, ¿has visto que Pompeyo no pudo con César? ¡Te lo dije!

Y, sin embargo, yo había seguido mis cálculos hasta el fondo, no había descuidado ninguna componente. Aunque tuviera que empezar nuevamente desde el principio, habría vuelto a apostar como antes.

– Qfwfq, bajo el emperador Justiniano se importó de la China a Constantinopla el gusano de seda, no la pólvora… ¿O soy yo el que se confunde?

– No, hombre, has ganado tú, has ganado tú…

Es cierto que me había dejado arrastrar a hacer pronósticos sobre acontecimientos fugaces, impalpables, y había hecho muchos, muchísimos, y ahora ya no podía echarme atrás, no podía rectificarme. Y por lo demás, ¿rectificarme cómo, sobre qué base?

– Entonces Balzac no hace suicidar a Lucien de Rubempré al final de las Illusions perdues -decía el Decano, con una vocecita triunfante que le había aparecido de un tiempo a esta parte-, pero lo hace salvarse de Carlos Herrera, alias Vautrin, ¿sabes?, aquel que aparecía ya en el Père Goriot… Bueno, Qfwfq, ¿en cuánto estamos?

Mi ventaja retrocedía. Había puesto a cubierto mis ganancias, convertidas en valores seguros, en un banco suizo, pero tenía que retirar continuamente grandes sumas para hacer frente a las pérdidas. No es que perdiese siempre. Algunas apuestas las ganaba todavía, a veces importantes, pero los papeles se habían cambiado; cuando ganaba ya no estaba seguro de que no hubiera sido una casualidad, y que la vez siguiente no me tocara un nuevo desmentido a mis cálculos.