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No podía creerlo cuando nos despedimos, pero trotando en silencio detrás de Lll pensaba que ahora ella comenzaría a hacer sus comentarios, es decir, que todavía no había llegado lo peor para mí. Y entonces Lll, sin detenerse se vuelve apenas hacia mí y: -¡Simpático tu tío! -dice, y nada más. Frente a su ironía, ya más de una vez me había sentido desarmado; pero el frío glacial que me dio esta respuesta fue tal que hubiera preferido no verla más antes de enfrentar nuevamente el tema.

Pero seguíamos viéndonos, saliendo juntos, y no volvió a hablar del episodio de la laguna. Yo me sentía inseguro: era inútil que tratara de convencerme de que ella se había olvidado; cada tanto me asaltaba la sospecha de que se callaba para poder avergonzarme de alguna manera clamorosa, delante de los suyos, o de que -y esta hipótesis era todavía peor para mí- sólo por compasión se esforzaba por hablar de otra cosa. Hasta que, de buenas a primeras, una buena mañana no sale diciéndome: -Oye, ¿no me llevas más a ver a tu tío?

Con un hilo de voz pregunté: -¿Estás bromeando?

Pero no, hablaba en serio, no veía la hora de volver a echar un parrafito con el viejo N'ba N'ga. Yo ya no entendía nada.

Aquella vez, la visita a la laguna fue más larga. Nos tendimos los tres en una orilla en declive, el tío abuelo más bien del lado del agua, pero también nosotros a medias sumergidos, tanto que viéndonos de lejos, estirados uno junto al otro, no se hubiera sabido quién era terrestre y quién acuático.

El pez empezó con su tema habitual: la superioridad de la respiración en el agua con respecto a la aérea, con todo su repertorio de vituperios: "¡Ahora Lll le salta encima y le devuelve la pelota!", pensaba yo. Pero se ve que aquel día Lll empleaba otra táctica: discutía con aplicación, defendiendo nuestros puntos de vista, pero como si tomara muy en serio los del viejo N'ba N'ga.

Las tierras emergidas, según el tío abuelo, eran un fenómeno limitado: desaparecían como habían aparecido o, en todo caso, sufrirían continuos cambios: volcanes, helamientos, terremotos, corrugaciones, mutaciones de clima y de vegetación. Y nuestra vida en medio de todo eso tendría que hacer frente a transformaciones continuas, en las cuales poblaciones enteras desaparecerían y sólo sobreviviría el que estaba dispuesto a cambiar las bases de la propia existencia tanto que las razones por las cuales valía la pena vivir serían completamente distintas y se olvidarían.

Una perspectiva que se daba de narices con el optimismo en que nosotros, hijos de la costa, habíamos sido criados y que yo rebatía con protestas escandalizadas. Pero para mí, la verdadera, viviente refutación de aquellos argumentos era Lll: veía en ella la forma perfecta, definitiva, nacida de la conquista de los territorios emergidos, la suma de las nuevas, ilimitadas posibilidades que se abrían. ¿Cómo podía el tío abuelo pretender negar la realidad encarnada por Lll? Yo ardía de pasión polémica y me parecía que mi compañera se mostraba demasiado paciente y comprensiva con nuestro contradictor.

Es cierto que aun para mí -que estaba habituado a oír de boca del tío abuelo sólo refunfuños e improperios- esta argumentación tan bien hilada sonaba como una novedad, aunque aderezada de expresiones anticuadas y enfáticas y con la comicidad que le daba su característica tonada. Pasmaba también oírle dar pruebas de una competencia minuciosa -aunque totalmente exterior- acerca de las tierras continentales.

Pero Lll, con sus preguntas, trataba de hacerle hablar lo más posible de la vida bajo el agua; y desde luego éste era el tema sobre el cual la argumentación del tío abuelo era más precisa y por momentos conmovida. Frente a las incertidumbres de la tierra y el aire, lagunas y mares y océanos representaban un futuro de segundad. Allí los cambios serían mínimos, los espacios y las provisiones sin límites, la temperatura encontraría siempre su equilibrio, en una palabra, la vida se conservaría como se había desenvuelto hasta ahora, en sus formas plenas y perfectas, sin metamorfosis o añadidos de dudoso éxito, y cada uno podría ahondar en la propia naturaleza, llegar a la esencia de sí mismo y de toda cosa. El tío abuelo hablaba del porvenir acuático sin adornos o ilusiones, no se le ocultaba los problemas incluso graves que se presentarían (el más inquietante de todos: el aumento de la salinidad); pero eran problemas que no trastornarían los valores y las proporciones en que él creía.

– ¡Pero nosotros ahora galopamos por valles y montañas, tío! -exclamé, en mi nombre y sobre todo en el de Lll, que en cambio estaba callada.

– ¡Anda, renacuajo, que en cuanto te pones en remojo te sientes como en tu casa! -me apostrofó, volviendo al tono que siempre le había oído emplear con nosotros.

– ¿No cree, tío, que si ahora quisiéramos aprender a respirar bajo el agua sería demasiado tarde? -preguntó Lll, seria, y yo no sabía si sentirme halagado porque había llamado tío a mi viejo pariente, o desorientado porque ciertas preguntas (por lo menos así estaba acostumbrado a pensar yo) no se planteaban siquiera.

– ¡Si te interesa, estrella -dijo el pez-, te enseño en seguida!

Lll lanzó una carcajada extraña y finalmente se echó a correr, a correr tanto que yo no podía seguirla.

La busqué por llanuras y colinas, llegué a la cima de un espolón de basalto que dominaba en torno el paisaje de desiertos y bosques circundado por las aguas. Lll estaba allí. Claro, era esto lo que había querido decirme -¡yo lo había entendido!- cuando escuchaba a N'ba N'ga y después al escapar y refugiarse allí arriba: que había que estar en nuestro mundo con la misma fuerza con que el viejo pez estaba en el suyo.

– Yo estaré como el tío allá -grité, farfullando un poco, después me corregí-: ¡Estaremos los dos, juntos! -porque era cierto que sin ella no me sentía seguro.

Y entonces Lll ¿qué me contestó? Todavía hoy, a tantas eras geológicas de distancia, me ruborizo al recordarlo. Respondió: -¡Anda, renacuajo, te faltan uñas para guitarrero! -y yo no sabía si quería remedar al tío abuelo para burlarse de él y de mí al mismo tiempo, o si de veras había adoptado como suya la actitud de aquel viejo carcamal hacia el sobrino nieto, y tanto una como otra hipótesis eran desalentadoras, porque las dos significaban que ella me consideraba a mitad de camino, alguien que no estaba cómodo ni en un mundo ni en el otro.

¿La había perdido? En la duda me precipité a reconquistarla. Empecé con las proezas: en la caza de insectos voladores, en el salto, en la excavación de cuevas subterráneas, en la lucha con los más fuertes de los nuestros. Me enorgullecía de mí mismo, pero cada vez que hacía algo esforzado, ella no estaba presente para verme: desaparecía continuamente, no se sabía dónde iba a esconderse.

– ¡Sabes -me dijo, contenta, al verme-, las patas funcionan perfectamente como aletas!

– Qué inteligente, lindo paso adelante -no pude menos de comentar con sarcasmo.

Era un juego para ella, yo comprendía. Pero un juego que no me gustaba. Debía llamarla a la realidad, al futuro que nos aguardaba.

Un día la esperé en medio de un bosque de altos helechos que se desplomaba en el agua.

– Lll, tengo que hablarte -dije apenas la vi-, ya te has divertido bastante. Tenemos cosas más importantes por delante. He descubierto un pasaje en la cadena de montes: del otro lado se extiende una inmensa llanura de piedra, hace poco abandonada por las aguas. Seremos los primeros en establecernos allí, poblaremos territorios ilimitados, nosotros y nuestros hijos.

– El mar es ilimitado -dijo Lll.

– Déjate de repetir las patrañas de ese viejo chocho. El mundo es del que tiene piernas, no de los peces, lo sabes.

– Lo que sé es que él es alguien -dijo Lll.

– ¿Y yo?

– No hay nadie con piernas que sea como él.

– ¿Y tu familia?

– Nos hemos peleado. No han entendido nunca nada.