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Glushkov sacudió la toalla, la colgó de un clavo, palpó la granada que llevaba enganchada a un costado, se dio una palmada en el bolsillo para comprobar si la bolsa del tabaco estaba en su sitio y, tras coger de un rincón la metralleta, siguió al comandante del regimiento.

Beriozkin salió del refugio sumido en la penumbra y tuvo que entornar los ojos ante la claridad de la luz exterior. El paisaje, convertido en familiar después de un mes, se extendía ante él: un alud de arcilla, la pendiente parda toda salpicada de telas de lona mugrientas que cubrían los refugios de los soldados, las chimeneas humeantes de las estufas improvisadas. En lo alto se divisaban los edificios oscuros de las fábricas con los tejados derrumbados.

Más a la izquierda, cerca del Volga, se elevaban las chimeneas de la fábrica Octubre Rojo, se amontonaban los vagones de mercancías, abandonados a un lado de la locomotora, cual ganado confuso arremolinado en torno al cuerpo inerte del jefe de la manada. Todavía más lejos se perfilaba el amplio encaje de las ruinas muertas de la ciudad, y el cielo otoñal se filtraba por las brechas de las ventanas como miles de manchas azules.

Entre los talleres de las fábricas se alzaba el humo, las llamas fulguraban y el aire puro era atravesado ora por un monótono susurro, ora por un traqueteo intermitente y seco. Por lo visto, las fábricas estaban en plena actividad. Beriozkin examinó con mirada atenta sus trescientos metros de terreno, la línea de defensa de su regimiento situada entre las casitas de la colonia obrera. Una especie de sexto sentido lo ayudaba a distinguir, en el caos de las ruinas y las callejuelas, las casas donde sus soldados cocinaban gachas de aquellas donde los alemanes comían tocino y bebían Schnaps.

Beriozkin agachó la cabeza y soltó un taco cuando una bomba silbó en el aire.

En la vertiente opuesta del barranco el humo tapó la entrada de un refugio; poco después se oyó una sonora explosión. Del refugio salió el jefe del batallón de comunicaciones de la división vecina, todavía en tirantes y sin la guerrera puesta. Apenas dio un paso cuando un nuevo silbido que cruzó el aire le obligó a retroceder a toda prisa y cerrar de un portazo. La granada explotó a unos diez metros. En la entrada del refugio, dispuesta entre el ángulo del barranco y la pendiente del Volga, estaba Batiuk, que observaba todo cuanto pasaba.

Cuando el jefe del batallón de comunicaciones intentaba dar un paso adelante, Batiuk gritaba: «¡Fuego!», y el alemán, como por encargo, lanzaba una granada.

Batiuk advirtió la presencia de Beriozkin y le gritó:

– ¡Saludos, vecino!

Atravesar el sendero desierto entrañaba un peligro mortal: los alemanes, después de un sueño reparador y de haber tomado el desayuno, controlaban el camino con particular interés; disparaban sin escatimar municiones contra todo lo que se movía. En un recodo Beriozkin se detuvo al lado de un montón de chatarra y, tras calcular a ojo el tramo que quedaba, dijo:

– Ve tú primero, Glushkov.

– Pero ¿qué dice?, no es posible. Seguro que hay algún tirador.

Atravesar en primer lugar un punto peligroso se consideraba un privilegio reservado a los superiores; los alemanes generalmente no llegaban a tiempo de abrir fuego contra el primero que corría.

Beriozkin miró las casas ocupadas por los alemanes, guiñó un ojo a Glushkov y corrió. Cuando alcanzó el terraplén que lo protegía de las posiciones alemanas, oyó claramente a sus espaldas un estallido: un alemán había disparado una bala explosiva.

Beriozkin, de pie detrás del terraplén, encendió un cigarrillo. Glushkov corrió con paso largo y veloz. Descargaron una ráfaga bajo sus pies; parecía que de la tierra se elevara una bandada de gorriones. Glushkov se lanzó a un lado, tropezó, cayó, se puso en pie de un salto y corrió hacia Beriozkin.

– Por poco no lo cuento -dijo y, una vez recuperado el aliento, explicó-: Pensé que el tipo estaría molesto por haber errado el tiro con usted y que se encendería un pitillo, pero al parecer esta carroña no fuma.

Glushkov palpó el faldón desgarrado del chaquetón y cubrió al alemán de improperios.

Mientras se acercaban al puesto de mando del batallón, Beriozkin le preguntó:

– ¿Le han herido, camarada Glushkov?

– El bastardo sólo ha conseguido que pierda el tacón de la bota, eso es todo.

El puesto de mando del batallón se encontraba en el sótano de la tienda de comestibles de la fábrica y en la atmósfera húmeda persistía un olor a col fermentada y a manzanas.

Sobre la mesa ardían dos lámparas altas fabricadas con vainas de proyectil. En la puerta había fijado un letrero: «Vendedor y cliente, sean amables mutuamente».

En el subterráneo se alojaban los Estados Mayores de dos batallones: el de infantería y el de zapadores. Los dos comandantes, Podchufárov y Movshóvich, estaban sentados a la mesa tomando el desayuno.

Al abrir la puerta, Beriozkin oyó la voz animada de Podchufárov:

– A mí el alcohol diluido no me gusta; prefiero no beber. Los dos comandantes se levantaron y se pusieron firmes; el capitán de Estado Mayor escondió bajo una montaña de granadas una botella de un cuarto de litro de vodka, y el cocinero tapó con su cuerpo la perca de la que había hablado un minuto antes con Movshóvich. El ordenanza de Podchufárov que, puesto en cuclillas, se disponía a colocar sobre el plato del gramófono el disco Serenata china cumpliendo órdenes del comandante, se levantó tan rápido que sólo tuvo tiempo de quitarlo. El pequeño motor del gramófono continuó zumbando vacío; el ordenanza, de mirada abierta y franca, como corresponde a un verdadero soldado, captó con el rabillo del ojo la mirada furiosa de Podchufárov cuando el maldito gramófono, con una diligencia extraordinaria, empezó a chirriar.

Los dos comandantes y el resto de los participantes en el desayuno conocían bien los prejuicios de los superiores: éstos sostenían que los oficiales de un batallón deben o librar combates, o vigilar a través de los prismáticos al enemigo, o meditar inclinados sobre el mapa. Pero los hombres no pueden pasarse las veinticuatro horas del día disparando, hablando por teléfono con sus subordinados y superiores; también hay que comer.

Beriozkin miró de reojo hacia el gramófono chirriante y esbozó una sonrisa:

– Siéntense camaradas, continúen.

Estas palabras, tal vez, tenían un sentido opuesto al directo, pues en la cara de Podchufárov se dibujó una expresión de tristeza y arrepentimiento, mientras que en la de Movshóvich -que detentaba el mando de una sección separada del batallón de zapadores y, por ello, no estaba supeditado al comandante del regimiento- apareció sólo la tristeza, sin atisbo de arrepentimiento. Los subalternos compartían exactamente la misma expresión.

Beriozkin continuó con un tono particularmente desagradable:

– Pero ¿dónde está vuestra perca de cinco kilos, camarada Movshóvich? Toda la división lo sabe.

Movshóvich, con la misma expresión de tristeza, dijo: -Cocinero, por favor, muéstrele el pescado.

El cocinero, el único que se encontraba cumpliendo con sus obligaciones, habló con franqueza.

– El camarada capitán me ha ordenado que lo rellene a la judía. Tenemos pimienta y hojas de laurel, pero nos falta pan blanco y tampoco disponemos de rábano picante.

– Entiendo -dijo Beriozkin-. Una vez comí pescado relleno en Bobruisk, en casa de una tal Fira Arónovna, pero para serles franco, no me gustó demasiado.

Y, de repente, los hombres del sótano se dieron cuenta de que al jefe del regimiento no se le había pasado siquiera por la cabeza enfadarse.

Tal vez Beriozkin supiera que Podchufárov había repelido los ataques nocturnos de los alemanes, que había quedado cubierto de tierra, y que su ordenanza, el mismo que ponía la Serenata china, mientras lo desenterraba gritaba: «No se preocupe, camarada capitán, le sacaré de ahí».