12
Pasó la noche. Entre la maleza quemada yacían los cuerpos de los caídos. Sin alegría, lúgubremente, el agua jadeaba en la orilla. La melancolía se adueñaba del corazón ante la visión de la tierra devastada, los esqueletos de las casas quemadas.
Daba inicio un nuevo día, y la guerra estaba dispuesta a llenarlo con abundancia -hasta el límite- de humo, cascajos, hierro, vendas sucias ensangrentadas. Y los días anteriores habían sido parecidos. Y no quedaba nada en el mundo salvo aquella tierra lacerada por el hierro, salvo aquel cielo en llamas.
Krímov, sentado sobre una caja, con la cabeza apoyada contra la pared de piedra del túnel, dormitaba.
Oía las voces confusas de sus colegas, el tintineo de las tazas: el comisario y el jefe del Estado Mayor intercambiaban palabras soñolientas mientras tomaban el té. Decían que el prisionero capturado era un zapador; su batallón había sido transportado vía aérea desde Magdeburgo unos días antes. En el cerebro de Krímov apareció la imagen de un libro escolar: dos recuas de caballos de tiro, empujadas por unos palafreneros con gorros puntiagudos, se esforzaban por separar dos hemisferios encajados [9]. Y él sintió aflorar de nuevo el sentimiento de tedio que le suscitaba en la infancia aquella imagen.
– Bien -dijo Belski-, eso significa que han comenzado a recurrir a las reservas.
– Sí, definitivamente va bien -dijo Vavílov-; el Estado Mayor de la división inicia el contraataque.
Llegados a este punto, Krímov oyó canturrear a Rodímtsev con tono precavido:
– Amigo, esto no son más que flores, esperemos a ver cuando maduren los frutos…
Por lo visto, Krímov había consumido toda su fuerza anímica durante el combate nocturno. Para ver a Rodímtsev tenía que girar la cabeza, pero no lo hizo. «Así de vacío, probablemente, sólo se puede sentir un pozo al que le han sacado toda el agua», se dijo en su fuero interno. Se adormeció de nuevo y las voces lejanas, los sonidos de los disparos y las explosiones se fundieron en un zumbido monótono.
Pero una nueva sensación penetró en su cerebro: se vio a sí mismo tumbado en una habitación con los postigos cerrados mientras su mirada perseguía una mancha de luz sobre el papel pintado. La mancha trepa hasta la arista del espejo y se transforma en un arco iris. El corazón del muchacho de aquel entonces se estremece; el hombre de sienes plateadas y con una pesada pistola en la cintura, abre los ojos y mira alrededor.
En el centro del túnel estaba erguido un soldado con una guerrera gastada y, sobre la cabeza inclinada, un gorro con la estrella verde del frente; tocaba el violín.
Vavílov, al ver que Krímov se despertaba, se inclinó hacia él.
– Es nuestro peluquero, Rubínchik, ¡un gran maestro!
De vez en cuando, alguien, sin andarse con ceremonias, interrumpía su ejecución con un chiste grosero; otro, haciendo callar al músico, preguntaba: «¿Me permite que hable?», y daba su informe al jefe del Estado Mayor. Una cuchara tintineaba contra una taza de hojalata; alguien bostezó prolongadamente «a-a-a-a», y se puso a ahuecar el heno.
El peluquero, atento, procuraba no molestar con su música a los comandantes, dispuesto a interrumpirla en cualquier momento.
Krímov se acordó en ese preciso instante de Jan Kubelik, con su cabello cano y vestido de frac negro. ¿Cómo era posible que el famoso violinista pareciera ahora eclipsado por un mero barbero castrense? ¿Por qué la voz fina, trémula del violín que cantaba una cancioncita sin pretensiones, como un diminuto arroyo, expresaba en ese momento con mayor intensidad que Bach o Mozart toda la inmensa profundidad del alma humana?
De nuevo, por milésima vez, Krímov experimentó el dolor de la soledad. Zhenia [10] le había abandonado…
De nuevo, con amargura, pensó que la partida de Zhenia expresaba la dinámica de toda su vida: él seguía allí, pero al mismo tiempo no estaba. Y ella se había ido.
De nuevo pensó que debía decirse a sí mismo muchas cosas atroces, implacablemente crueles… No podía seguir cerrando los ojos, tener miedo…
La música parecía haber despertado en él el sentido del tiempo.
El tiempo, ese medio transparente en el que los hombres nacen, se mueven y desaparecen sin dejar rastro. En el tiempo nacen y desaparecen ciudades enteras. Es el tiempo el que las trae y el que se las lleva.
En él se acababa de revelar una comprensión del tiempo completamente diferente, particular. Esa comprensión que hace decir: «Mi tiempo… no es nuestro tiempo».
El tiempo se cuela en el hombre, en el Estado, anida en ellos, y luego el tiempo se va, desaparece, mientras que el hombre, el Estado, permanecerá. El Estado permanece, pero su tiempo ha pasado… Está el hombre, pero su tiempo se ha desvanecido… ¿Dónde está ese tiempo? El hombre todavía piensa, respira y llora, pero su tiempo, el tiempo que le pertenecía a él y sólo a él, ha desaparecido. Pero él permanece.
Nada es más duro que ser hijastro del tiempo. No hay destino más duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo. Aquellos a los que el tiempo no ama se reconocen al instante, en la sección de personal, en los comités regionales del Partido, en las secciones políticas del ejército, en las redacciones, en las calles… El tiempo sólo ama a aquellos que ha engendrado: a sus hijos, a sus héroes, a sus trabajadores. No amará nunca, nunca a los hijos del tiempo pasado, así como las mujeres no aman a los héroes del tiempo pasado, ni las madrastras aman a los hijos ajenos.
Así es el tiempo: todo pasa, sólo él permanece. Todo permanece, sólo el tiempo pasa. ¡Qué ligero se va, sin hacer ruido! Ayer mismo todavía confiabas en ti, alegre, rebosante de fuerzas, hijo del tiempo. Y hoy ha llegado un nuevo tiempo, pero tú, tú no te has dado cuenta.
El tiempo, desgarrado en el combate, emergía del violín de madera contrachapada del peluquero Rubínchik. El violín anunciaba a unos que su tiempo había llegado, a otros que su tiempo se había acabado.
«Acabado, acabado…», pensó Krímov.
Miró la cara tranquila y bondadosa del comisario Vavílov. Éste bebía el té a sorbos de la taza, masticaba despacio pan y salchichón, y sus ojos impenetrables estaban vueltos hacia la entrada iluminada del túnel, hacia la mancha de luz.
Rodímtsev, cuyos hombros cubiertos con el capote se encogían por el frío y con el rostro claro y sereno, miraba de hito en hito al músico. El coronel canoso y picado de viruelas, jefe de la artillería de la división, miró el mapa que estaba desplegado ante él; su frente arrugada confería a su rostro una expresión hostil, y sólo por sus ojos tristes y amables se hacía evidente que no miraba el mapa, sino que escuchaba. Belski redactaba a toda prisa el informe para el Estado Mayor del ejército; daba la impresión de estar enfrascado en aquella tarea, pero escribía con la cabeza inclinada, el oído vuelto hacia el violinista. A cierta distancia estaban sentados los soldados: agentes de enlace, telefonistas, secretarios, y en sus caras extenuadas, en sus ojos, asomaba la expresión severa que adopta el campesino cuando mastica un pedazo de pan.
De repente, Krímov revivió una noche de verano: los grandes ojos oscuros de una joven cosaca, su ardiente susurro… ¡Qué bella es la vida a pesar de todo!
Cuando el violinista dejó de tocar se percibió un ligero murmullo: bajo el entarimado de madera corría el agua, y a Krímov le pareció que su alma -aquel invisible pozo que se había quedado vacío, seco-, poco a poco volvía a llenarse.
Media hora más tarde el violinista afeitaba a Krímov y, con la seriedad ridícula y exagerada que a menudo muestran los peluqueros respecto a sus clientes, preguntaba a Krímov si le molestaba la navaja, y le pasaba la palma de la mano por la piel para comprobar si los pómulos estaban bien afeitados. En el lúgubre reino de la tierra y el hierro era profundamente extraña, absurda y triste la fragancia del agua de colonia y los polvos de talco.