Chuikov, al notar sobre él la mirada del comandante del Estado Mayor, le sonrió. Luego, trazando con la mano un amplio círculo en el aire, dijo:
– Qué belleza, diablos, ¿no es cierto?
Las llamas del incendio eran perfectamente visibles desde Krasni Sad, al otro lado del Volga, donde se encontraba establecido el Estado Mayor del frente de Stalingrado. Tras recibir la primera comunicación del incendio, el jefe del Estado Mayor, el teniente general Zajárov, fue a transmitir la información a su comandante, el general Yeremenko. Éste pidió a Zajárov que fuera personalmente al centro de transmisiones para hablar con Chuikov. Zajárov, jadeante, atravesó el sendero a toda prisa. El ayudante de campo que le iluminaba el camino con una linterna de vez en cuando lo advertía: «Cuidado, camarada general», y con la mano apartaba las ramas de los manzanos que pendían en el sendero. El resplandor lejano iluminaba los troncos de los árboles y caía en manchas rosadas sobre la tierra. Aquella luz incierta llenaba el ánimo de inquietud. El silencio que reinaba alrededor, roto únicamente por las llamadas en voz baja de los centinelas, confería una fuerza particularmente angustiosa al fuego pálido y mudo.
En el centro de transmisiones la telefonista de guardia, mirando al sofocado Zajárov, dijo que no había comunicación telefónica, ni telegráfica, ni tampoco por radio con Chuikov.
– ¿Y con las divisiones? -preguntó Zajárov con voz entrecortada.
– Acabamos de establecer contacto con Batiuk, camarada teniente general.
– ¡Pásemelo, rápido!
La telefonista tenía miedo de mirar a Zajárov: estaba segura de que de un momento a otro iba a desatarse el carácter difícil e irascible del general. Pero, de repente, le dijo con satisfacción:
– Aquí tiene, camarada teniente general -y le extendió el teléfono.
Al otro lado de la línea se encontraba el jefe del Estado Mayor de la división. Él, al igual que la joven telefonista, se asustó al oír la respiración jadeante y la voz imperiosa del jefe del Estado Mayor del frente preguntarle:
– ¿Qué está pasando ahí? ¡Déme un informe! ¿Está en contacto con Chuikov?
El jefe del Estado Mayor de la división le refirió el incendio de los depósitos de petróleo y que una cortina de fuego había caído sobre el cuartel general del Estado Mayor del ejército; la división no tenía ninguna comunicación con Chuikov. Al parecer no todos habían perecido puesto que a través del fuego y el humo podía verse a un grupo de personas en la orilla del río; pero ni por tierra, ni cruzando el Volga en barca era posible llegar hasta ellos, porque el río estaba ardiendo.
Batiuk, junto a una compañía de defensa del Estado Mayor, había costeado la orilla donde se propagaba el incendio para tratar de desviar el petróleo en llamas y ayudar a los hombres atrapados a escapar del fuego.
Después de haber escuchado las palabras del jefe del Estado Mayor, Zajárov dijo:
– Informe a Chuikov… Si todavía está vivo, informe a Chuikov… -y se calló.
La muchacha, sorprendida por la larga pausa y mientras aguardaba el estruendo de la voz ronca del general, miraba con temor a Zajárov; el teniente general se estaba secando las lágrimas con un pañuelo.
Aquella noche murieron, a causa del fuego y el derrumbe de los refugios, cuarenta oficiales del Estado Mayor.
10
Krímov llegó a Stalingrado poco después del incendio de los depósitos de petróleo.
Chuikov había instalado su nuevo cuartel general cerca de la pendiente del Volga, donde estaba alojado un regimiento de fusileros que formaba parte de la división de Batiuk. Visitó el refugio del comandante del regimiento, el capitán Mijáilov, y asintió en señal de satisfacción mientras inspeccionaba su espacioso refugio subterráneo con las paredes revestidas con láminas de contrachapado.
El comandante del ejército observó la cara de aflicción del pelirrojo y pecoso capitán y le dijo con regocijo:
– Se ha hecho construir un refugio demasiado lujoso para su grado, camarada capitán.
Fue así que el Estado Mayor del regimiento, una vez trasladado su sencillo mobiliario, se transfirió a algunas decenas de metros en el sentido de la corriente, y el pelirrojo Mijáilov, a su vez, expulsó con decisión al comandante del batallón.
El comandante del batallón, ahora sin alojamiento, evitó molestar a los jefes de su compañía (ya vivían demasiado estrechos), y mandó que excavaran un nuevo refugio en el mismo altiplano.
Los trabajos de ingeniería estaban en pleno apogeo cuando Krímov llegó al cuartel general del 62° Ejército. Los zapadores estaban cavando trincheras de comunicación entre los diferentes departamentos del Estado Mayor, calles y senderos que unían la sección política, la de operaciones y la de artillería.
Krímov vio salir un par de veces al comandante para controlar cómo iban las obras. Probablemente nunca en ninguna parte del mundo se ha concedido tanta importancia a la construcción de refugios como en Stalingrado. No se construían para estar en calor ni como modelo arquitectónico para generaciones venideras. La posibilidad de volver a ver un nuevo día y de comer una vez más dependía estrictamente del grosor de las paredes, la profundidad de las vías de comunicación, la proximidad a las letrinas, la efectividad del camuflaje antiaéreo.
Cuando se hablaba de alguien, se hablaba también de su refugio.
– Hoy Batiuk ha hecho un buen trabajo con los morteros sobre el Mamáyev Kurgán. Y dicho sea de paso, tiene un refugio con puerta de roble, bien gruesa, como las del Senado; es un tipo inteligente.
Solía ocurrir que se hablara de alguien en estos términos:
– Bueno, como ya sabes, le han obligado a retirarse durante la noche. No tiene enlace con las unidades, ha perdido una posición clave. En cuanto a su puesto de mando, se ve desde el aire; tiene una lona impermeable a modo de puerta, buena contra las moscas tal vez. Es un don nadie; he oído decir que su mujer lo abandonó antes de la guerra.
Circulaban infinidad de historias relacionadas con los refugios y los búnkeres de Stalingrado. La historia de cómo el agua había irrumpido en el túnel donde se hallaba instalado el Estado Mayor de Rodímtsev, cómo todos los documentos acabaron flotando en el río y unos bromistas señalaron en el mapa el lugar donde el Estado Mayor de Rodímtsev había desembocado en el Volga. La historia de la destrucción de las famosas puertas del refugio de Batiuk. La historia de cómo Zhóludev y todo su Estado Mayor fueron sepultados vivos en su refugio en la fábrica de tractores.
La ladera del río, completamente atiborrada de búnkeres, le recordaba a Krímov un gigantesco navío de guerra: a babor se extendía el Volga, a estribor la densa muralla de fuego del enemigo.
Krímov había recibido el encargo del departamento político de solventar las desavenencias entre el comandante y el comisario del regimiento de fusileros de la división de Rodímtsev.
Mientras iba a ver a Rodímtsev, Krímov tenía la intención de informar a los oficiales del Estado Mayor, y luego ocuparse de aquella vana disputa.
El enviado de la sección política del ejército le condujo a la boca de piedra de la enorme caverna donde estaba instalado el Estado Mayor de Rodímtsev. El centinela anunció la llegada desde el frente del comisario del batallón, y una voz profunda respondió:
– Hágalo pasar, no está acostumbrado. Lo más probable es que se lo haya hecho en los pantalones.
Krímov pasó por debajo del techo abovedado. Sintiéndose el centro de las miradas de los oficiales, se presentó al corpulento comisario de división, que llevaba un chaquetón militar y estaba sentado sobre una caja de latas de conserva.
– Espléndido -dijo el comisario de regimiento-, una conferencia es justo lo que necesitamos. Hemos oído que Manuilski y otros han llegado a la orilla izquierda, pero no han encontrado el momento de venir a vernos a Stalingrado.