Algunos hombres cayeron de bruces contra el suelo, y el comandante de la compañía no pudo acabar su discurso: gesticuló con los brazos como si fuera a zambullirse y se desplomó contra el suelo.
Creció la intensidad del aullido y de repente la tierra y el alma fueron sacudidas por el estruendo de unas explosiones fétidas y sofocantes. Un objeto negro y grande impactó contra el suelo, botó y rodó hasta los pies de Beriozkin. En un primer momento pensó que se trataba de un leño derribado por la fuerza de la explosión y que por poco no le había dado en la pierna.
Un instante después se dio cuenta de que era un obús sin explotar. La tensión, entonces, se volvió insoportable.
Pero el obús no explotó, y su sombra negra que había engullido cielo y tierra, que ofuscaba el pasado y truncaba el futuro, desapareció.
El comandante de la compañía se puso en pie.
– Qué bello caramelito -dijo alguien con voz destemplada.
Otro se echó a reír.
– Vaya, pensé que esta vez no lo contaba…
Beriozkin se secó el sudor que le había brotado de pronto en la frente, recogió del suelo la margarita, le sacudió el polvo de ladrillo y, sujetándola en el bolsillo de la guerrera del teniente, dijo:
– Me imagino que alguien se la habrá regalado… -y comenzó a explicar a Podchufárov-: ¿Por qué entre vosotros, pese a todo, se respira tranquilidad? Porque los superiores no vienen. Los superiores siempre quieren algo de ti: si tienes un buen cocinero se te llevan el cocinero. Que tienes un sastre o un barbero de categoría, dámelo. ¡Buscavidas!, te has excavado un buen refugio; pues vete. Que tienes una col fermentada buena, envíamela. -Luego de repente le preguntó al teniente-: ¿Y por qué han vuelto dos, si no habían alcanzado a los asaltantes?
– Estaban heridos, camarada comandante.
– Entiendo.
– Tiene usted suerte -dijo Podchufárov mientras abandonaban el edificio y se ponían en camino atravesando los huertos donde, entre los cultivos amarillentos de patatas, se habían excavado los refugios y defensas de la segunda compañía.
– Quién sabe si tengo suerte -respondió Beriozkin, y saltó al fondo de la trinchera-. Estamos en guerra -dijo, como quien dice «Estamos de vacaciones en un balneario».
– La tierra se adapta mejor a la guerra que nosotros -corroboró Podchufárov-. Está acostumbrada.
Regresando a la conversación iniciada por el comandante del regimiento, Podchufárov añadió:
– Lo de los cocineros no es nada, he oído que a veces los superiores requisan a las mujeres.
Toda la trinchera, excitada por el intercambio de mensajes, estaba sumida en el tableteo de los disparos y las breves ráfagas de las armas automáticas y las ametralladoras.
– El comandante de la compañía ha sido asesinado, el instructor político Soshkin ha tomado el mando -dijo Podchufárov-. Éste es su refugio.
– Claro, claro -dijo Beriozkin echando una ojeada a través de la puerta entreabierta.
Estaban junto a las ametralladoras cuando los alcanzó el instructor político Soshkin, un hombre con la cara roja y cejas negras, y que hablaba a voz en grito. Les informó de que la compañía estaba disparando contra los alemanes con el objetivo de impedir que se concentraran en el ataque de la casa 6/1.
Beriozkin le cogió los prismáticos y examinó los breves resplandores de los disparos y las lenguas de fuego que vomitaban las bocas de los morteros.
– Creo que hay un francotirador ahí, en el tercer piso, segunda ventana.
Apenas había terminado de decir la frase cuando en la ventana que acababa de señalar brilló un fogonazo y silbó una bala que dio en la pared de la trinchera, justo a medio camino entre la cabeza de Beriozkin y de Soshkin.
– Es usted un tipo afortunado -dijo Podchufárov.
– Quién sabe si soy afortunado -respondió Beriozkin.
Continuaron el paseo por la trinchera hasta que vieron un invento local de la compañía: un fusil antitanque fijado a una rueda de carretilla.
– Es el cañón antiaéreo de la compañía -dijo un sargento con la barba cubierta de polvo y la mirada inquieta.
– ¡Un carro a cien metros, cerca de la casa de tejado verde! -gritó Beriozkin imitando la voz de un instructor de tiro.
El sargento se apresuró a girar la rueda e inclinó el largo cañón del fusil anticarro hacia el suelo.
– Dirkin tiene un soldado -dijo Beriozkin- que ha adaptado un visor telescópico a un fusil anticarro; en un día destruyó tres ametralladoras enemigas.
El sargento se encogió de hombros.
– Dirkin lo tiene bien, está a resguardo en la fábrica.
Prosiguieron por la trinchera y Beriozkin reanudó la conversación que habían mantenido al inicio de la expedición.
– Les he enviado un paquete repleto de cosas; pero mi mujer no escribe. Sigo sin tener respuesta. Ni siquiera sé si han recibido el envío. Tal vez estén enfermas. No es nada raro que durante una evacuación se produzca una desgracia.
Podchufárov recordó de improviso cuando, mucho tiempo atrás, los carpinteros que trabajaban en Moscú volvían al pueblo y traían regalos a sus mujeres, ancianos y niños. Para ellos el ritmo de la vida del campo y el calor doméstico significaban más que el estruendo frenético de la vida moscovita y sus luces nocturnas.
Media hora más tarde regresaron al puesto de mando del batallón, pero Beriozkin no bajó al sótano; se despidió de Podchufárov en el patio.
– Preste a la casa 6/1 toda la ayuda posible -dijo-. No intenten llegar hasta ellos, lo haremos nosotros por la noche con las fuerzas del regimiento. -Después añadió-: Y ahora… Primero, no me gusta el modo como tratan a los heridos, en el puesto de mando tienen sofás, mientras los heridos están tirados en el suelo. Segundo, no han enviado a buscar pan fresco y sus hombres se están alimentando de mendrugos secos. Tercero, el instructor político Soshkin está borracho como una cuba. Van tres. Y además…
Podchufárov escuchaba estupefacto al comandante del regimiento que, durante su paseo, había encontrado el medio de fijarse en todo. El vicecomisario de la fábrica llevaba unos pantalones alemanes… El teniente de la primera compañía llevaba dos relojes en la muñeca…
Beriozkin sentenció:
– Los alemanes atacarán. ¿Está claro?
Se dispuso a encaminarse hacia la fábrica y Glushkov, que había tenido ya tiempo de reparar su tacón y remendar el agujero de su chaquetón, le preguntó:
– ¿Vamos a casa?
Beriozkin, sin responderle, se volvió hacia Podchufárov:
– Telefonee al comisario del regimiento; dígale que estoy con Dirkin, en la fábrica, en el taller n° 3 -y, guiñándole un ojo, añadió-: Mándeme un poco de su col, es buena. A fin de cuentas, yo también soy un superior.
15
No había cartas de Tolia [14]. Por la mañana, Liudmila Nikoláyevna se despedía de su madre y su marido que se marchaban al trabajo, y de Nadia, que iba a la escuela. La primera en partir era su madre, que trabajaba como química en el laboratorio de una conocida fábrica de jabones de Kazán. Al pasar por delante de la habitación de su yerno, Aleksandra Vladímirovna a menudo le repetía la misma broma que había oído contar a los obreros en la fábrica: «Nosotros, los patronos, tenemos que estar en el trabajo a las seis, los empleados a las nueve».
Después de ella era Nadia la que se iba caminando a la escuela, aunque, hablando con propiedad, no iba caminando, sino que salía al galope porque no había habido manera de hacerla levantar a tiempo de la cama, y en el último minuto saltaba de la cama, cogía las medias, la chaqueta, los libros, los cuadernos, se atragantaba con el té al desayunar y, corriendo escaleras abajo, se anudaba la bufanda y se enfundaba el abrigo.
Cuando Víktor Pávlovich se sentaba a desayunar después de que Nadia hubiera salido, la tetera ya se había enfriado y tocaba calentarla de nuevo.