A lo largo de la fisura, los sillares y el yeso que los unía estaban descoloridos. En el suelo había un montón de cascotes. Sobre la galería advertí una sucesión de hornacinas con estatuas dispuestas a intervalos regulares; todas ellas representaban a san Donato inclinado sobre un cadáver, la misma imagen que aparecía en el sello del monasterio.
La grieta afectaba a una de las hornacinas, cuya descolorida estatua yacía sobre el suelo de la galería. Frente al arranque de la grieta había una extraordinaria maraña de poleas y cuerdas que, atadas al muro por detrás de la galería, pendían sobre el vacío hasta desaparecer en la oscuridad del campanario, donde debían de estar atadas por el otro extremo.
De las cuerdas colgaba un cesto de madera lo bastante amplio para dar cabida a dos hombres. Presumiblemente, el entramado de cuerdas y poleas permitía desplazarlo y había servido también para retirar la estatua. Era un sistema ingenioso pero poco seguro; para hacer una reparación en toda regla, habría que colocar andamios. El tesorero tenía razón al decir que una reparación completa resultaría enormemente cara. No obstante, si no la realizaban, el agua y la escarcha seguirían haciendo su trabajo, y la grieta se abriría hasta amenazar toda la estructura. La cabeza me daba vueltas sólo de imaginar que el grandioso edificio se me venía encima.
Aparte de los susurros de las capillas laterales, la iglesia estaba en silencio, pero al cabo de unos instantes oí un débil murmullo de voces y seguí su rastro hasta una pequeña puerta entreabierta.
– Tengo derecho a interesarme por él -afirmó una voz profunda, que reconocí como la del hermano Gabriel.
– Si os pasáis el día merodeando por la enfermería, la gente volverá a murmurar -replicó el prior con aspereza.
Un instante después, el hermano Mortimus salió con una expresión colérica en el rubicundo rostro y me miró sorprendido.
– Estaba buscando al sacristán para que me enseñara la iglesia.
– Encontraréis al hermano Gabriel ahí dentro, señor -dijo el prior indicando la puerta con un movimiento de la cabeza-. Con este frío, estará encantado de levantarse del escritorio. Buenos días.
El prior inclinó la cabeza rápidamente y se alejó haciendo resonar la nave con sus pisadas.
El sacristán estaba sentado a un escritorio cubierto de partituras musicales, en un pequeño despacho sin ventanas y atestado de libros. Una estatua de la Virgen con la nariz rota, apoyada contra una pared, daba a la gélida habitación un aspecto deprimente. El hermano Gabriel estaba inclinado sobre la mesa y se había echado una gruesa capa sobre el hábito; una expresión preocupada cubría de arrugas su rostro, un rostro en cierto modo fuerte, alargado y huesudo, aunque los labios esbozaban una mueca amarga y bajo los ojos había grandes bolsas. Al verme, se levantó y me dedicó una sonrisa forzada.
– Doctor Shardlake… ¿En qué puedo ayudaros, comisionado?
– Confiaba en que pudierais enseñarme la iglesia, hermano sacristán, y el escenario de la profanación.
– Si así lo deseáis, señor… -murmuró el sacristán sin entusiasmo, pero se puso en pie y me acompañó fuera.
– Sois el encargado de la música, así como del cuidado de la iglesia, ¿verdad, hermano?
– Sí, y de la biblioteca. También puedo enseñárosla si lo deseáis.
– Gracias. Tengo entendido que el novicio Whelplay solía ayudaros con la música…
– Antes de que lo mandaran a helarse en el establo -respondió el hermano Gabriel con amargura-. Tiene mucho talento, aunque le pierde el exceso de entusiasmo -aseguró al cabo de unos instantes con voz más calmada. Luego, mirándome con angustia, murmuró:-. Perdonadme, pero vos os alojáis en la enfermería… ¿Sabéis cómo está?
– El hermano Guy cree que se recuperará.
– ¡Alabado sea Dios! Pobre muchacho… -musitó el sacristán santiguándose.
A medida que me enseñaba la iglesia, el hermano Gabriel iba animándose y contándome la historia de esta o aquella estatua, describiéndome la arquitectura del edificio o ponderándome la belleza de los vitrales. Parecía hallar alivio a su angustia en las palabras, sin caer en la cuenta de que, como reformista, yo no podía aprobar las cosas que me estaba mostrando. Mi impresión de encontrarme ante un hombre ingenuo e idealista se reforzaba por momentos. Pero las personas como él también podían ser fanáticos, y el sacristán era un hombre alto y fuerte, de largos y delicados dedos, pero también de gruesas y fuertes muñecas que habrían podido manejar una espada perfectamente.
– ¿Siempre habéis sido monje? -le pregunté.
– Profesé a los diecinueve años. No he conocido otra vida. Ni la he deseado -aseguró deteniéndose ante una gran hornacina que carecía de estatua.
Alrededor del pedestal, cubierto con una tela negra, había un enorme montón de bastones, muletas y otros utensilios empleados por los tullidos, entre los que vi un pesado collarín como los que suelen llevar los niños contrahechos para que se les enderece la espalda; yo mismo había usado uno, que no me había servido de nada.
– Ahí es donde estaba la mano del Buen Ladrón -suspiró el hermano Gabriel-. Es una pérdida terrible; ha curado a muchas personas desgraciadas. -Mientras hablaba, lanzó la inevitable mirada a mi espalda; luego apartó la vista e hizo un gesto hacia el montón de muletas-. Todas estas cosas pertenecían a gente a la que curó el Buen Ladrón a lo largo de los años. Ya no las necesitaban y las dejaron ahí como muestra de gratitud.
– ¿Cuánto tiempo llevaba la reliquia aquí?
– La trajeron de Francia los monjes que fundaron San Donato en mil ochenta y siete. Llevaba siglos en Francia y antes, en Roma.
– Creo que el relicario era valioso. De oro con esmeraldas incrustadas.
– Los enfermos pagaban gustosos por tocarlo, ¿sabéis? Se sintieron muy decepcionados cuando las ordenanzas prohibieron exhibir reliquias a cambio de donativos.
– Supongo que es muy grande…
El hermano Gabriel asintió.
– En la biblioteca hay un grabado. Si queréis verlo…
– Me gustaría, sí. Gracias. Decidme, ¿quién descubrió que la reliquia había desaparecido?
– Fui yo. Y también la profanación del altar.
– Contadme cómo ocurrió, por favor.
Me senté en el saliente de un contrafuerte. Tenía la espalda mucho mejor, pero prefería no permanecer de pie demasiado tiempo.
– Me levanté hacia las cinco, como de costumbre, y vine a preparar la iglesia para los maitines. Por la noche, sólo dejo unas cuantas velas encendidas ante las imágenes, así que cuando entré con mi ayudante, el hermano Andrew, no vi nada extraño. Fuimos al coro; Andrew prendió las velas de los candeleros y yo abrí los libros de oración por la página que tocaba leer esa mañana. Al aumentar la luz, Andrew descubrió un rastro de sangre y me llamó. Llevaba al presbiterio. -El sacristán se estremeció-. Allí, sobre el altar mayor, había un gallo negro degollado. Dios se apiade de nosotros… Plumas negras manchadas de sangre en el mismo altar y una vela encendida en cada extremo, emulando un ritual satánico -murmuró el sacristán y se santiguó.
– ¿Podéis mostrarme el sitio, hermano?
– La iglesia ha sido reconsagrada -dijo el sacristán tras una vacilación-, pero no sé si conviene revivir lo ocurrido ante el mismo altar.
– Aun así, debo pediros…
A regañadientes, el hermano Gabriel me precedió por una puerta practicada en el cancel que conducía al coro. En ese momento recordé que, según Goodhaps, los monjes parecían más afectados por la profanación que por la muerte de Singleton.
En el coro había dos filas de bancos ricamente tallados y ennegrecidos por los años, colocadas una frente a otra sobre el suelo de baldosas.
– Aquí empezaba el rastro de sangre -dijo el sacristán señalando el suelo-. Llegaba hasta allí.
Lo seguí hasta el presbiterio, donde se alzaba el altar, cubierto con un mantel blanco. Detrás había un retablo primorosamente tallado y decorado con pan de oro. El aire estaba saturado de incienso. El hermano Gabriel señaló dos ornamentados candeleros de plata situados, a cierta distancia uno de otro, en el centro del altar, donde se colocan la patena y el cáliz durante la misa.