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– Siempre que su información sea valiosa -repuse, observándolo con atención.

En mi trabajo he tenido que tratar a menudo con informadores, y puedo decir que nunca ha habido tantos individuos de esa odiosa ralea como en aquellos años. ¿Sería Athelstan el monje con el que iba a encontrarse Singleton la noche en que lo asesinaron? Sin embargo, no me parecía que aquel joven hubiera interpretado ese papel con anterioridad. Buscaba una recompensa, pero estaba asustado.

– Creía… creía que cualquier información sobre delitos que se hubieran cometido aquí os ayudaría a descubrir al asesino del comisionado Singleton…

– ¿Qué tenéis que contarme?

– Se trata de los obedienciarios, señor. No les gustan las nuevas disposiciones de lord Cromwell: los sermones en inglés, las reglas de vida más estrictas… Los he oído murmurar entre ellos, señor, en la sala capitular, antes de las reuniones de la comunidad.

– ¿Y qué habéis oído?

– Les he oído decir que las nuevas ordenanzas son una imposición de gente que no conoce ni aprecia la regla. El abad, el hermano Guy, el hermano Gabriel y mi jefe, el hermano Edwig. Todos piensan lo mismo.

– ¿Y el prior Mortimus?

Athelstan se encogió de hombros.

– Él nada a favor de la corriente.

– No es el único… Hermano Athelstan, ¿habéis oído decir a alguno de ellos que se debería restaurar la obediencia al Papa, o emitir juicios contra lord Cromwell o hacer comentarios sobre el divorcio del rey?

– No -respondió el monje tras unos instantes de vacilación-. Pero… podría decir que lo han hecho, señor, si fuera necesario.

Me eché a reír.

– Y la gente, por supuesto, os creería, sólo porque arrastráis los pies y vais con la cabeza gacha, ¿verdad? Pues yo no opino lo mismo.

Athelstan volvió a acariciarse la barba.

– Si puedo seros útil de algún otro modo -murmuró-, a vos o a lord Cromwell… Me sentiría muy honrado trabajando para él.

– ¿Por qué, hermano Athelstan? ¿No estáis a gusto aquí?

El rostro del monje se ensombreció. Era el rostro de un hombre débil y desgraciado.

– Trabajo en la contaduría, a las órdenes del hermano Edwig. Es un jefe duro.

– ¿Por qué? ¿Qué hace?

– Nos hace trabajar como esclavos. Si falta un mísero penique, se pone hecho una furia y nos obliga a repasar todas las cuentas. Hace algún tiempo cometí una pequeña falta, y ahora me tiene en la contaduría día y noche. Ha salido un momento; si no, no me habría atrevido a ausentarme tanto rato.

– Así que, como vuestro jefe os castiga por vuestros errores, pondríais al hermano Gabriel y a los demás en dificultades ante lord Cromwell, con la esperanza de que Su Señoría os facilitara una vida más cómoda…

Athelstan parecía perplejo.

– Pero ¿no quiere que los monjes le informemos, señor? Mi única intención es ayudarlo.

Solté un suspiro.

– Estoy aquí para investigar la muerte del comisionado Singleton, hermano. Si tenéis alguna información relevante al respecto, os escucho. En caso contrario, no me hagáis perder el tiempo.

– Lo siento.

– Podéis marcharos.

El joven monje parecía a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor y abandonó la destilería a toda prisa.

– ¡Dios, qué criatura! -exclamé dándole una patada a un barril y riendo con exasperación-. Bueno, esto no nos lleva a ninguna parte.

– ¡Informadores! No traen más que problemas -opinó Mark.

De pronto, soltó una maldición y se apartó de un salto, pues una de las gallinas del techo acababa de ponerle perdida la capa.

– Sí, son como esas gallinas. Les da igual dónde caiga su mierda -dije dando vueltas por la destilería-. Jesús, ese majadero casi me mata del susto en las letrinas. Creía que era el asesino, decidido a acabar conmigo.

Mark me miró muy serio.

– Confieso que no me gusta estar solo aquí. No me fío ni de mi sombra. Tal vez deberíamos permanecer juntos, señor.

Meneé la cabeza.

– No, hay mucho que hacer. Vuelve a la enfermería. Parece que te las apañas bien con Alice.

– Me está contando su vida de cabo a rabo -respondió Mark con una sonrisa satisfecha.

– Muy bien. Yo voy a visitar al hermano Gabriel. Tal vez quiera contarme algo de la suya. Supongo que no habrás tenido tiempo de explorar el lugar…

– No, señor.

– Pues no olvides hacerlo. Pídele unas fundas para los zapatos al hermano Guy. Y ten cuidado -añadí mirándolo muy serio.

Me detuve ante la puerta de la iglesia. Al ver a uno de los pinches de la cocina avanzando torpemente por la nieve con las calzas empapadas, me alegré de llevar las fundas de cuero del hermano Guy. Al parecer no había bastantes para los criados. Habría sido demasiado gasto; al hermano Edwig le habría dado un síncope.

Contemplé la portada de la iglesia. Alrededor de las grandes puertas de madera, de unas seis varas de altura, la piedra estaba profusamente labrada en forma de gárgolas y monstruos, destinados a ahuyentar a los demonios. Tenían los rostros erosionados por los siglos, pero sus rasgos todavía eran nítidos. Como las grandes catedrales, la iglesia del monasterio era un magnífico simulacro del cielo, construido para impresionar a los laicos. Una oración para sacar del purgatorio a un ser querido o una cura milagrosa ante una reliquia tendría cien veces más peso en aquel escenario. Empujé la puerta y penetré en el cavernoso interior.

A mi alrededor, los grandes arcos de la bóveda se alzaban casi treinta varas sobre relucientes columnas pintadas de negro y rojo. El suelo era de baldosas azules y amarillas. Un alto cancel de piedra ricamente decorado con pinturas de santos separaba el coro del resto de la nave. En su parte superior, se alzaban las estatuas de san Juan Bautista, la Virgen y Nuestro Señor, iluminadas con velas. Al fondo de la nave había un gran ventanal orientado al este, con una vidriera de dibujos geométricos amarillos y naranja, que inundaba la iglesia de una luz tenue, sedante y sobrenatural que suavizaba el caleidoscopio de colores. Los constructores sabían cómo crear ambiente, de eso no cabía duda.

Avancé lentamente por la nave. En los muros, las estatuas de santos alternaban con pequeños relicarios en cuyo interior se veían extraños objetos sobre pequeños cojines de satén. Un criado iba de uno a otro sustituyendo cansinamente las velas consumidas. Me detuve y eché un vistazo a las capillas laterales, que tenían sus propias imágenes y un pequeño altar iluminado con velas. Me dije que aquellas capillas, con sus altares protegidos por barandillas, sus estatuas y sus reclinatorios, eran buenos sitios para esconder cosas.

En algunas había monjes cantando misas privadas. Aterrorizado por las penas del purgatorio, más de un rico de la comarca debía de haber privado a su mujer y a sus hijos de buena parte de sus bienes para dejárselos a los monjes a cambio de que dijeran misas por su alma hasta el Día del Juicio. Me pregunté cuántos días de remisión del purgatorio se conseguirían allí con una misa; a veces se prometían cien y otras, mil. En cambio, quienes carecían de medios debían expiar sus pecados durante todo el tiempo que Dios hubiera dispuesto. Un purgatorio de chalanes, lo llamábamos los reformistas. El canto en latín empezaba a irritarme.

Al llegar al cancel, me detuve y alcé la vista. Convertido en vaho, pues en la iglesia hacía tanto frío como fuera, mi aliento se disipaba en el aire teñido de amarillo. Dos escalerillas laterales daban acceso a la parte superior del cancel. A esa altura, había una estrecha galería protegida por una barandilla que se extendía a lo largo de la iglesia. Sobre ella, los muros se curvaban gradualmente hacia la enorme bóveda del techo. A la izquierda, vi una enorme grieta en medio de una mancha de humedad que bajaba desde el techo hasta cerca del suelo. Recordé que, en realidad, las iglesias y catedrales normandas no eran tan sólidas como parecían; los muros podían tener seis varas de espesor, pero entre los caros sillares de piedra que constituían la pared interior y exterior solía haber un relleno de ripio.