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– Sí. San Benito estaría tan indignado como lord Cromwell si conociera su regalada vida. El abad Fabián se comporta como un lord, y en realidad lo es; no en vano se sienta en la Cámara, como la mayoría de los abades.

– Creo que el prior no lo aprecia demasiado.

– El prior Mortimus se presenta a sí mismo como un simpatizante de los reformistas, un enemigo de la vida relajada. Desde luego, sabe cómo hacer pasar las de Caín a los que tiene debajo. Y yo diría que disfruta haciéndolo.

– Me recuerda a un par de profesores míos.

– Los profesores no maltratan a sus alumnos hasta hacerlos perder el conocimiento. La mayoría de los padres tendrían mucho que decir sobre el trato que le ha dispensado al chico. Al parecer, no hay maestro de novicios propiamente dicho. No hay bastantes vocaciones. Los novicios están totalmente a merced del prior.

– El enfermero ha salido en defensa del chico. Parece un buen hombre, aunque sea negro como un tizón.

– Y el hermano Gabriel también lo ha defendido -dije asintiendo-. Ha amenazado al prior con acudir al abad. No me imagino al abad Fabián preocupado por el bienestar de los novicios; pero, si el prior se deja llevar por su afición a la brutalidad, tendrá que llamarlo al orden de vez en cuando para evitar un escándalo. Bueno, ahora ya los conocemos a todos, a los cinco que sabían el auténtico motivo de la visita de Singleton: el abad Fabián, el prior Mortimus, el hermano Gabriel, el hermano Guy y, por supuesto, el tesorero.

– El hermano E-Edwig -tartamudeó Mark.

– Por mucho que se le trabe la lengua -repuse sonriendo-:, es un hombre con enorme poder en el monasterio.

– A mí me parece un sapo pegajoso.

– Sí, reconozco que a mí tampoco me cae simpático. Pero no hay que dejarse engañar por las apariencias. El granuja más grande que he conocido en mi vida se comportaba como el más caballeroso de los hombres. Y la noche en que asesinaron a Singleton el tesorero estaba ausente.

– Pero ¿qué motivo podía tener ninguno de ellos para matar a Singleton? No haría más que aumentar las razones de lord Cromwell para cerrar el monasterio.

– ¿Y si el motivo fuera más personal? ¿Y si Singleton hubiera descubierto algo? Llevaba aquí varios días. ¿Y si estuviera a punto de acusar a alguien de un delito grave?

– El doctor Goodhaps ha dicho que el día que lo mataron estaba examinando los libros de cuentas.

Asentí.

– Sí, por eso quiero echarles un vistazo. Pero no dejo de darle vueltas al modo en que lo mataron. Si alguien quería silenciarlo, le habría bastado con clavarle un cuchillo entre las costillas. ¿Y por qué profanar la iglesia?

Mark movió la cabeza.

– Me pregunto dónde habrá escondido la espada el asesino, si es que utilizó una espada. Y la reliquia. Y su ropa, que estaría empapada en sangre.

– En esta inmensa madriguera, debe de haber miles de escondrijos. Además -dije tras reflexionar unos instantes-, en la mayoría de los edificios hay una actividad constante.

– ¿Los edificios auxiliares: la destilería, el taller de cantería y los demás?

– Sobre todo ésos. Tenemos que mantener los ojos bien abiertos hasta que conozcamos bien este lugar y tratar de localizar posibles escondites.

Mark soltó un suspiro.

– Puede que el asesino haya enterrado la ropa y la espada. Pero, si sigue nevando, no podremos comprobar si hay algún sitio donde hayan removido la tierra recientemente.

– No. Bueno, mañana empezaré por interrogar al sacristán y al tesorero, esos dos enemigos fraternales. Y me gustaría que tú hablaras con esa joven, Alice.

– Ya me he ganado una reprimenda del hermano Guy.

– He dicho hablar, nada más; no quiero problemas con el hermano Guy. Tú sabes tratar con las mujeres. Esa muchacha parece inteligente y seguro que conoce tantos secretos sobre el monasterio como el que más.

Mark se removió en el catre, incómodo.

– No quisiera que pensara que… que me gusta, cuando sólo se trata de conseguir información.

– Nuestro trabajo aquí consiste en conseguir información. No tienes por qué engañarla. Si te revela algo que nos sea útil, yo me encargaré de que la recompensen. Le buscarán otro sitio. Una mujer como ella no debería estar pudriéndose entre estos monjes.

– Me parece que a vos también os gusta, señor -dijo Mark sonriéndome-. ¿Os habéis fijado en sus ojazos?

– No es una mujer del montón… -respondí evasivamente.

– Sigue pareciéndome mal engatusarla para sacarle información.

– Mira, Mark, si quieres trabajar al servicio de la ley o el Estado, tendrás que ir acostumbrándote a engatusar a la gente.

– Sí, señor -respondió él sin convicción-. Es que… no me gustaría ponerla en peligro.

– Tampoco a mí. Pero en peligro podríamos estar todos.

Mark se quedó callado durante unos instantes.

– ¿Podría tener razón el abad en lo de la brujería? Eso explicaría la profanación de la iglesia.

Negué con la cabeza.

– Cuanto más lo pienso, más evidente me parece que este asesinato estaba planeado. Incluso puede que la profanación no tuviera otro objetivo que lanzar a los investigadores sobre una pista falsa. Por supuesto, para el abad sería mucho más conveniente que lo hubiera hecho alguien de fuera.

– Ningún cristiano profanaría una iglesia de ese modo, fuera reformista o papista.

– No. Es una auténtica abominación -murmuré cerrando los ojos.

Estaba muerto de cansancio. No podía pensar más por ese día. Cuando volví a abrir los ojos, Mark me miraba fijamente.

– Habéis dicho que el cuerpo del comisionado Singleton os había recordado la ejecución de Ana Bolena.

– Es un recuerdo que aún me pone enfermo -dije asintiendo.

– La rapidez de su caída sorprendió a todo el mundo. A pesar de que nadie la quería.

– No. La llamaban El Cuervo de Medianoche.

– Dicen que la cabeza intentó hablar después de que se la cortaran.

– No puedo hablar de eso, Mark -lo atajé levantando una mano-. Yo me encontraba allí en calidad de funcionario del Estado. Venga, tienes razón. Deberíamos dormir.

El muchacho parecía decepcionado, pero se levantó sin replicar y echó más troncos al fuego. Nos acostamos. Desde mi cama podía ver la ventana y los copos de nieve, que se recortaban contra otra ventana iluminada a cierta distancia. Los monjes trasnochaban. Los días en que la comunidad se retiraba antes de que anocheciera para levantarse a orar a medianoche eran cosa del pasado.

A pesar del cansancio, mi mente seguía activa, y empecé a dar vueltas en la cama. Pensaba, sobre todo, en la muchacha, en Alice. En un lugar como aquél todo el mundo estaba en peligro potencialmente, pero una mujer sola siempre es más vulnerable. Me gustaba la chispa de carácter que había visto en ella. Me recordaba a Kate,

Pese a mis deseos de dormir, no pude evitar que mi cansada mente se remontara tres años atrás. Kate Wyndham era hija de un comerciante de paños londinense que había sido acusado de fraude contable por su socio ante el tribunal eclesiástico, con el argumento de que un contrato era equivalente a un juramento ante Dios. En realidad, el socio estaba emparentado con un archidiácono que tenía influencia sobre el juez; pero yo conseguí que el caso se trasladara al tribunal del Rey, que lo desestimó. El agradecido comerciante, que estaba viudo, me invitó a comer y me presentó a su única hija.

Kate tenía suerte. Su padre opinaba que las mujeres debían aprender algo más que contabilidad doméstica, y su hija tenía la cabeza en su sitio, además de un dulce rostro en forma de corazón y una hermosa melena castaña que le caía sobre los hombros. Era la primera mujer que conocía con la que podía hablar de igual a igual. Nada le gustaba tanto como discutir sobre los asuntos de la justicia, los tribunales y hasta de la Iglesia, pues la experiencia su padre los había convertido a ambos en fervientes reformistas. Aquellas largas veladas de conversación con Kate y su padre en la casa familiar y, más adelante, los largos paseos por el campo con ella fueron los momentos más felices de mi vida.