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– Hermano Gabriel -dijo el prior con sequedad-, el doctor Shardlake tiene cosas más importantes que hacer que admirar la arquitectura de la iglesia. Además, tal vez la encuentre demasiado recargada -añadió con intención.

– Pero, si no me equivoco, la Nueva Doctrina no condena la belleza arquitectónica…

– A no ser que la congregación dé en adorar el edificio en lugar de a Dios -repuse-. Eso sería idolatría.

– Nada más lejos de mi intención -se apresuró a responder el sacristán-. Pero creo que en cualquier edificio hermoso la vista debería poder apreciar la exactitud de las proporciones, la armonía del conjunto…

El hermano Edwig hizo una mueca sarcástica.

– Lo que su c-caridad quiere decir es que, para satisfacer su ideal estético, el monasterio debería arruinarse importando grandes bloques de piedra caliza francesa. Me gustaría saber cómo piensa transportarlos por la marisma.

– ¿No cuenta el monasterio con suficientes fondos? -les pregunté-. Según he leído, las rentas que obtenéis de vuestras tierras ascienden a ochocientas libras anuales. Y siguen aumentando de año en año, como bien saben los pobres que las pagan. Mientras hablaba, los criados habían vuelto trayendo bandejas con grandes y humeantes carpas y platos de verdura. Entre ellos había una mujer, un viejo adefesio de nariz ganchuda, y no pude evitar pensar que Alice debía de sentirse muy sola si aquélla era toda la compañía femenina que tenía.

Volví a mirar al tesorero, que me observaba con el entrecejo fruncido.

– R-recientemente hemos tenido que vender tierras por diversas razones. Y la cantidad que pide el hermano Gabriel supera todo el presupuesto para reparaciones de los próximos cinco años. Servíos una de estas deliciosas carpas, señor. Han sido cogidas en nuestro propio estanque esta misma mañana.

– Pero sin duda podríais tomar dinero prestado a cuenta del superávit que debéis de tener todos los años…

– Gracias, señor. Ése es mi argumento -dijo el hermano Gabriel.

El tesorero frunció el entrecejo un poco más, dejó la cuchara junto al plato y agitó sus pequeñas y regordetas manos.

– Una administración pr-prudente aconseja no abrir un gran agujero en los ingresos de los años por venir, pues los intereses son voraces como ratones. La política del abad es mantener equilibrado el pr-pr…

En su acaloramiento, el congestionado tesorero perdió el control de su tartamudeo.

– Presupuesto -completó el prior en su lugar con una sonrisa desdeñosa. Luego, me sirvió una carpa, clavó el cuchillo en la suya y empezó a cortarla con entusiasmo.

El hermano Edwig le lanzó una mirada fulminante y bebió un sorbo del excelente vino blanco.

– Por supuesto, no es asunto mío -dije encogiéndome de hombros.

– Os p-pido disculpas si me he acalorado -dijo el tesorero dejando la copa en la mesa-. Es una vieja discusión entre el sacristán y yo -añadió esbozando otra breve sonrisa, que dejó al descubierto sus blancos y parejos dientes.

Me limité a asentir con gravedad y volví a mirar hacia la ventana del rincón. Seguían cayendo gruesos copos de nieve, que empezaban a formar una espesa capa sobre el suelo. Allí dentro había corriente y, aunque el fuego me calentaba por delante, tenía la espalda helada. En la esquina, el novicio tosió. Su cabeza, cubierta con la caperuza e inclinada hacia delante, permanecía en la sombra, pero advertí que las piernas le temblaban bajo el hábito.

De pronto, una voz destemplada rompió el silencio.

– ¡Idiotas! No habrá edificio nuevo. ¿No sabéis que el mundo ha dado su última vuelta? ¡El Anticristo está aquí, con nosotros! -Al volverme, vi que el cartujo se había incorporado en su banco de la otra mesa-. Un milenio de culto a Dios, en todas estas casas de oración, toca a su fin. ¡Pronto no quedará otra cosa que edificios vacíos y silencio, silencio para que el Diablo lo llene con sus bramidos!

La voz se convirtió en un grito, mientras los ojos del hermano Jerome clavaban furibundas miradas en los rostros de los benedictinos, que, uno tras otro, se veían obligados a desviar las suyas. Al volverse, el cartujo perdió el equilibrio y cayó de espaldas con una mueca de dolor.

El prior Mortimus se puso en pie de un salto y golpeó la mesa con la palma de la mano.

– ¡Por Cristo crucificado! Hermano Jerome, dejaréis la mesa y os quedaréis en vuestra celda hasta que el abad decida qué hacer con vos. ¡Lleváoslo de aquí!

Dos vecinos de asiento cogieron al cartujo por las axilas, lo levantaron sin contemplaciones y se lo llevaron del refectorio en volandas. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, un inmenso suspiro de alivio se alzó de la congregación.

– Una vez más -dijo el prior Mortimus volviéndose hacia mí-, os pido disculpas en nombre de la comunidad. -Un murmullo de aprobación recorrió las mesas-. Sólo puedo suplicaros que lo perdonéis en razón de su demencia.

– Me pregunto quién es el Anticristo, según él. ¿Yo? No, supongo que más bien lord Cromwell… ¿O tal vez Su Majestad el Rey?

– No, señor, no. -Un murmullo de inquietud recorrió la mesa de los obedienciarios. El prior Mortimus apretó los finos labios-. Si de mí dependiera, Jerome estaría fuera de aquí mañana mismo, para que gritara sus desvaríos por las calles hasta que lo encerraran en la Torre, o más bien en el manicomio de Bedlam, que es donde debería estar. Si el abad aún no lo ha echado, es porque necesita conservar el favor de su primo sir Edward. ¿Sabíais que Jerome estaba emparentado con la difunta reina? -Me limité a asentir-. Pero esto es demasiado. Tiene que marcharse.

– No suelo hacer caso de los disparates de un loco -dije alzando una mano y moviendo negativamente la cabeza. Mis palabras produjeron un alivio evidente entre mis compañeros de mesa-. Prefiero que el hermano Jerome siga aquí -añadí bajando la voz para que sólo pudieran oírme los obedienciarios-. Podría necesitar interrogarlo. Decidme, ¿le soltó este mismo discurso al señor Singleton?

– Sí -respondió el prior sin vacilar-. Apenas llegó, el hermano Jerome lo abordó en mitad del patio y lo llamó perjuro y mentiroso. Para no ser menos, el comisionado Singleton le respondió que era un católico hijo de mala madre.

– Perjuro y mentiroso… Eso es más concreto que las vagas acusaciones que me hace a mí. Me pregunto qué quería decir.

– Sólo Dios sabe lo que quiere decir un loco.

– Tal vez esté loco, comisionado -terció el hermano Guy inclinándose hacia mí-, pero él no pudo matar al comisionado Singleton. Yo he cuidado de él. El potro de tortura le descoyuntó el brazo izquierdo; tiene los ligamentos destrozados y la pierna derecha no mucho mejor. Como habéis visto, apenas puede mantener el equilibrio. Con lo que le cuesta sostenerse en pie, difícilmente habría podido blandir un arma para cortarle la cabeza a nadie. Yo había visto los efectos de la tortura legal en Francia, pero en Inglaterra no -añadió el hermano enfermero bajando la voz-. Creo que aquí es algo nuevo.

– La ley la autoriza en tiempos de peligro extremo para el Estado -repliqué, disgustado. Noté que Mark tenía los ojos puestos en mí y vi la decepción y la tristeza en su mirada-. Aunque siempre es un hecho lamentable -añadí con un suspiro-. Pero, volviendo al pobre Singleton, quizá el hermano Jerome esté demasiado débil para matar, pero podría haber tenido un cómplice.

– No, señor, imposible -protestó a coro toda la mesa. En las caras de los obedienciarios sólo leí el deseo de no verse relacionados con el asesinato y la traición, y el temor a las terribles penas que llevaban aparejados. Pero el hombre, me dije, es hábil ocultando sus auténticos pensamientos.

El hermano Gabriel volvió a inclinarse hacia mí con la inquietud pintada en el rostro.

– Señor, ninguno de los presentes compartimos las opiniones del hermano Jerome. Su presencia nos pesa como una losa. Sólo deseamos continuar con nuestra vida de oración en paz, leales al rey y fieles a las formas de culto que Su Majestad dicta.