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Le pisé el pie con todo el peso del que era capaz. Me mostró los colmillos. La gente del bar parpadeó y sacudió la cabeza.

– ¿Que tal si se va de aquí, señor? -dijo Rene. Estaba inclinado sobre la barra, con una cerveza entre los codos.

Ese fue el momento en que todo bailó en la balanza, en el que el bar podría haberse convertido en un baño de sangre. Ninguno de mis compañeros humanos parecía comprender del todo lo fuertes o despiadados que podían ser los vampiros. Bill se puso delante de mí, un hecho registrado por todos los clientes de Merlotte's.

– Bien, si no somos queridos… -dijo Malcolm. Su virilidad de anchos músculos contrastó con la voz aflautada que puso-. Esta buena gente, Diane, querrá comer carne y hacer esas cosas humanas. Solos. O con nuestro antiguo amigo Bill.

– Creo que a la pequeña camarera le gustaría hacer una cosa muy humana con Bill -comenzó a decir Diane, pero en ese momento Malcolm la cogió del brazo y la empujó fuera del local antes de que pudiera causar más daño.

Todo el bar pareció soltar el aliento al unísono cuando desaparecieron por la puerta, y pensé que era mejor que me marchara ya, aunque Susie no hubiera aparecido. Bill me esperaba fuera; cuando le pregunté por qué, me dijo que quería asegurarse de que se habían marchado de verdad.

Seguí a Bill hasta su casa, pensando que habíamos salido relativamente indemnes de la visita de los vampiros. Me pregunté para qué habían venido Diane y Malcolm; me parecía raro que estuvieran tan lejos de su hogar y decidieran por puro capricho pasarse por Merlotte's. Como no estaban haciendo ningún verdadero esfuerzo por integrarse, tal vez solo quisieran arruinar las perspectivas de Bill.

Saltaba a la vista que la casa Compton había cambiado desde la última vez que había estado en ella, aquella asquerosa noche en la que conocí a los otros vampiros. Los contratistas estaban trabajando bien para Bill, aunque no me quedaba claro si se debía a que tenían miedo de no hacerlo o porque les pagaba con generosidad. Era probable que por ambas cosas. En el salón estaban poniendo un nuevo techo y el reciente empapelado de la pared era blanco con un elegante diseño floreado. Habían limpiado los suelos de madera noble, y brillaban como antaño. Bill me condujo a la cocina. Tenía poca cosa, como es natural, pero era brillante y alegre, y tenía un frigorífico recién estrenado lleno de botellas con sangre sintética (puag).

El baño de la planta baja era opulento. Por lo que yo sabía, Bill nunca usaba el baño, al menos no para las funciones humanas básicas. Miré a mi alrededor asombrada. Habían conseguido dar más espacio al baño incluyendo lo que antes era la despensa y cerca de la mitad de la vieja cocina.

– Me gusta ducharme-me dijo, señalando una cristalina cabina de ducha en una esquina. Era lo bastante grande para una pareja de personas adultas y puede que un enano o dos-. Y me gusta relajarme en agua caliente-me indicó la pieza central del cuarto de baño, una enorme especie de bañera rodeada por una cubierta de cedro, con escalones a ambos lados. Había macetas con plantas dispuestas a su alrededor. El cuarto de baño era lo más próximo a estar en medio de una jungla lujuriosa que se puede conseguir en el norte de Luisiana.

– ¿Qué es esto? -le pregunté, asombrada.

– Es un balneario portátil -dijo Bill con orgullo-. Tiene chorros que se pueden ajustar de manera individual para que cada persona reciba la fuerza deseada del agua. Es un jacuzzi -resumió.

– ¡Tiene asientos! -dije, mirando dentro. El interior estaba decorado con baldosas azules y verdes. Por fuera había unos controles muy elaborados. Bill los manipuló y comenzó a salir agua.

– Tal vez quieras que nos bañemos juntos -sugirió Bill. Sentí que se me sonrojaban las mejillas y que el corazón me comenzaba a bombear más rápido-. ¿Tal vez ahora? -Sus dedos comenzaron a tirarme de la camiseta por la zona en la que desaparecía bajo mis pantaloncitos negros.

– Oh, bueno… tal vez. -No logré mirarle a la cara al pensar que aquel… bueno, hombre, había visto más de mi cuerpo de lo que le había permitido a cualquier otra persona, incluido mi médico.

– ¿Me has echado de menos? -me preguntó, mientras sus manos me desabrochaban los pantaloncitos y me los bajaban.

– Sí -dije enseguida, porque no podía negarlo. Él se rió, mientras se arrodillaba para desatarme las Nike.

– ¿Y qué es lo que más has echado de menos, Sookie?

– Tu silencio -dije sin pensar.

Alzó la mirada. Sus dedos se detuvieron en el momento de tirar del extremo del cordón para soltarlo.

– Mi silencio-repitió.

– Sí, no ser capaz de escuchar tus sentimientos. Bill, no puedes imaginarte lo maravilloso que es eso.

– Pensaba que dirías otra cosa.

– Bueno, también he echado de menos eso.

– Háblame de ello -me pidió, sacándome los calcetines y recorriendo con sus dedos mis muslos, quitándome las braguitas y los pantaloncitos.

– ¡Bill, me da corte! -protesté.

– Sookie, no tengas vergüenza conmigo. Conmigo menos que nadie. -Ahora estaba de pie, despojándome de la camiseta y pasando las manos por mi espalda para desabrocharme el sujetador. Sus dedos recorrieron las marcas que habían dejado las tiras sobre mi piel, y concentró su atención en mis pechos. En algún momento se había deshecho de sus sandalias.

– Lo intentaré-dije, mirándome la punta de los pies.

– Desnúdame.

Eso sí que sabía hacerlo. Le desabotoné con rapidez la camisa y se la saqué de los pantalones, deslizándola por los hombros. Le solté el cinturón y comencé a desabotonar sus pantalones. La tenía dura, así queme costó bastante. Pensé que me iba a echara llorar si el botón no se decidía a cooperar un poco. Me sentí torpe e inepta.

Me cogió de las manos y se las llevó hasta el tórax.

– Lento, Sookie, lento-dijo, con voz suave y estremecedora. Me relajé muy poco a poco, y comencé a acariciar su pecho mientras él hacía lo mismo con el mío; entrelacé su pelo ensortijado entre mis dedos y pellizqué con suavidad su plana tetilla. Apoyó la mano en mi cabeza y apretó despacio. No sabía que a los hombres les gustara eso, pero a Bill desde luego sí, así que presté igual atención a la otra. Mientras estaba en ello, retomé con las manos la tarea del maldito botón, y esta vez se soltó sin ningún problema. Comencé a bajarle los pantalones, deslizando los dedos dentro de sus calzoncillos.

Me guió al interior del jacuzzi, donde la espuma del agua rodeó nuestras piernas.

– ¿Te baño yo primero?-preguntó.

– No -dije sin aliento-, pásame el jabón.

7

A la noche siguiente, Bill y yo mantuvimos una conversación preocupante. Estábamos en su cama, esa enorme cama con cabecera tallada y un colchón Restonic recién estrenado. Las sábanas tenían un estampado de flores como el papel de las paredes, y recuerdo queme pregunté si le gustaba tener flores impresas en sus cosas porque no podía verlas al natural, al menos tal como se suponía que debían apreciarse… a la luz del sol.

Bill estaba tumbado de costado, mirándome. Habíamos vuelto del cine; a él le volvían loco las películas de extraterrestres, tal vez una especie de sentimiento afín por las criaturas inhumanas. La que vimos era un auténtico mata-mata en el que casi todos los extraterrestres eran horribles y escalofriantes, y disfrutaban de sus inclinaciones homicidas.

Bill estuvo echando pestes de ello mientras me invitaba a cenar y después de vuelta a su casa. Me gustó que sugiriera probar la nueva cama. Fui la primera en yacer en ella con él.

Me estaba mirando, y yo comenzaba a darme cuenta de que le gustaba hacerlo. Quizá estuviera escuchando los latidos de mi corazón, puesto que él podía oír cosas que yo no, o tal vez estuviera contemplando la vibración de mis arterias, porque también podía ver cosas que yo no. Nuestra conversación había derivado de la película que acabábamos de ver a las cercanas elecciones de la parroquia (Bill iba a tratar de registrarse para votar, voto por correo) y después a nuestras infancias. Notaba que Bill trataba desesperadamente de recordar cómo era ser una persona normal.