– Sólo escucho el buzón de voz, Sidney.
– Oh, vaya, ella tenía algunas cosas… algunas cosas de Jason que quería recoger. -Sidney miró al suelo como si no pudiera continuar hablando.
Charlie se acercó a ella y le tocó el brazo.
– Quizá las tenga en la mesa.
– Sí, es lo más probable -respondió Sidney, que miró al guardia con una expresión doliente.
Charlie vaciló. Sabía que esto iba en contra de todas las reglas. Pero no había por qué aplicarlas en todos los casos. Volvió una vez más a la consola, apretó un par de botones y Sidney vio cómo la luz roja sobre la puerta que daba al pasillo de la oficina pasaba a verde. El guardia fue hasta la puerta, cogió el llavero y abrió la puerta.
– Ya sabe que la seguridad los lleva de cabeza, pero creo que esta situación es un poco diferente. De todos modos, no hay nadie. Por lo general, hay gente hasta eso de las diez, pero estamos en semana de fiestas. Tengo que hacer la ronda del cuarto piso. Sabe dónde se sienta ella, ¿no?
– Sí, Charlie. Se lo agradezco.
– Su marido era un buen hombre -repitió el guardia, y una vez más le estrechó la mano.
Sidney avanzó por el pasillo suavemente iluminado. El lugar de trabajo de Kay estaba a medio camino, en diagonal con la oficina de Jason. No dejaba de mirar de aquí para allá, atenta a la posibilidad de que hubiera alguien más; todo estaba en silencio. Dobló en una esquina y vio el puesto de Kay. En una caja junto a la silla había un suéter y unas cuantas fotos enmarcadas. Metió la mano y sacó un libro con filetes dorados en las tapas: David Copperfield. Era uno de los favoritos de Jason. Lo dejó otra vez en la caja.
Miró en derredor. El pasillo continuaba desierto. Charlie le había dicho que se habían marchado todos, pero no estaba del todo segura. Satisfecha de estar sola, al menos por el momento, se acercó a la puerta del despacho de Jason. Se le cayó el alma a los pies cuando vio el teclado numérico. Kay no había mencionado ese artilugio. Pensó por un momento, buscó la tarjeta de plástico, miró a su alrededor, e introdujo la tarjeta en la ranura. Se encendió una luz en el teclado. Sidney leyó la palabra «Listo» junto a la luz. Pensó deprisa y marcó unos cuantos números, pero la luz no se apagó. Era frustrante. Ni siquiera sabía cuántos números debía marcar, y mucho menos los que eran. Intentó varias combinaciones sin éxito.
Estaba a punto de renunciar cuando advirtió que había una pequeña pantalla digital en una esquina del teclado. Parecía un contador y ahora marcaba ocho segundos. La luz del teclado comenzó a brillar con un rojo cada vez más intenso. «¡Mierda!», murmuró. ¡Una alarma! Cinco segundos. Se quedó como petrificada. Por su cabeza pasaban los resultados de lo que ocurriría si la sorprendían intentando entrar en la oficina de su marido. Todos eran un desastre. Por fin, cuando el marcador marcaba tres segundos, salió de la inercia. Se le ocurrió otra posible combinación. Mientras rezaba para sus adentros, sus dedos marcaron los números 0616. Apretó la última tecla cuando el contador marcaba cero. Sidney contuvo el aliento mientras esperaba escuchar el pitido agudo de la alarma durante un segundo que se le hizo eterno.
La luz de la alarma se apagó y se oyó el chasquido de los cerrojos. Sidney se apoyó en la pared mientras recuperaba la respiración. El 16 de junio era el cumpleaños de Amy. Sin duda, las normas de Tritón prohibían utilizar números personales para los códigos de seguridad: demasiado fáciles de descubrir. Para Sidney, era una prueba más de que la niña siempre estaba en los pensamientos de su padre.
Sacó la tarjeta de la ranura. Antes de sujetar el pomo, se envolvió la mano con un pañuelo para no dejar huellas digitales. Comportarse como un ladrón la excitaba pero también le daba miedo. Sintió el golpeteo de la sangre en los oídos. Entró en la oficina y cerró la puerta.
Sidney no podía arriesgarse a encender la luz del techo, pero había venido preparada. Sacó del bolso una linterna. Antes de encenderla, se aseguró de que las cortinas estuviesen completamente bajadas. El haz de luz barrió el cuarto. Había estado en él varias veces, cuando venía a buscar a Jason para ir a comer juntos, pero nunca se habían quedado mucho tiempo. Sólo el necesario para darse un beso detrás de la puerta cerrada. Iluminó las estanterías llenas de libros técnicos que estaban más allá de su comprensión. Los informáticos eran los que mandaban de verdad, pensó por un momento, aunque sólo fuera porque eran los únicos capaces de arreglar los malditos ordenadores cuando se estropeaban.
Vio el ordenador y se acercó deprisa. Estaba apagado y la presencia de otro teclado le hizo desistir de su intención de probar suerte y encenderlo. Tampoco le hubiese servido de nada porque no sabía qué buscaba ni dónde encontrarlo. No valía la pena correr el riesgo. Advirtió que había un micrófono conectado al monitor. Algunos de los cajones de la mesa estaban cerrados con llaves, y los pocos abiertos no contenían nada de interés.
A diferencia de su propio despacho en el bufete, no había diplomas colgados en las paredes ni más detalles personales en la oficina de su marido, excepto una foto de Jason y su familia sobre la mesa. Mientras miraba en derredor, pensó de pronto que había arriesgado muchísimo para nada. Se volvió bruscamente al oír un ruido en algún lugar de la planta. La linterna golpeó contra el micrófono y lo dobló por la mitad. Por fin, después de un minuto de absoluto terror, Sidney prestó atención al micrófono. Intentó enderezarlo pero sin éxito. Renunció al intento, borró las huellas digitales del objeto y se acercó a la puerta antes de apagar la linterna. Utilizó el pañuelo para abrir la puerta, escuchó un momento y entonces salió de la oficina.
Oyó las pisadas cuando llegaba a la mesa de Kay. Por un instante pensó que sería Charlie, pero no se oía el tintineo de las llaves. Miró en derredor para saber de dónde venía el sonido. Era obvio que la persona estaba en la parte de atrás. Se arrodilló detrás de la mesa de Kate y esperó, casi sin respirar, mientras las pisadas se acercaban. Entonces se detuvieron. Pasó un minuto pero el desconocido no se movió. Después Sidney oyó un ruidito, como si movieran algo de un lado a otro dentro de un radio limitado.
Incapaz de contenerse, asomó la cabeza. Vio la espalda de un hombre a dos metros de distancia. Hacía girar el pomo de la puerta de Jason. El hombre sacó una tarjeta del bolsillo de la camisa y se dispuso a insertarla en la ranura. Luego se detuvo mientras miraba el teclado dudando si correría el riesgo o no. Por fin, le faltó el coraje, guardó la tarjeta y se volvió.
Quentin Rowe no parecía muy complacido, y se marchó por donde había venido.
Sidney abandonó su escondite y caminó en la dirección opuesta. Caminaba muy deprisa, y al dar la vuelta en una esquina su bolso golpeó la pared. El ruido, aunque no era fuerte, resonó como una explosión en la planta vacía. Se le cortó la respiración al oír que los pasos de Quentin Rowe se detenían por un momento y luego volvían a acercarse. Echó a correr por el pasillo, llegó a la puerta principal, la cruzó en un santiamén y se encontró en el vestíbulo, donde Charlie la miró preocupado.
– Sidney, ¿se encuentra bien? Está pálida como un fantasma.
Los pasos se acercaban a la puerta. Sidney acercó un dedo a los labios, señaló hacia la puerta y le indicó a Charlie que ocupara su puesto detrás de la consola. El guardia oyó los pasos y se apresuró a seguir las indicaciones. Sidney entró en el lavabo que estaba a la derecha de la entrada al vestíbulo. Abrió el bolso mientras espiaba a través de una rendija la puerta de la zona restringida. En el momento en que Rowe apareció en el vestíbulo, Sidney salió del lavabo haciendo ver que buscaba algo en el bolso. Cuando levantó la mirada, Rowe la observaba atónito. Mantenía abierta la puerta de la zona de seguridad con una mano.